Esta obra es la ganadora del XXII premio internacional de
poesía ‘Antonio Machado en Baeza’ 2018. Olalla Castro (Granada, 1979) compagina
su faceta poética con su labor de ensayista e investigadora, fruto de la cual
surgió Entre-lugares de la modernidad:
Filosofía, literatura y Terceros Espacios (Siglo XXI, 2017). Ha publicado
los poemarios, La vida en los ramajes
(Devenir, 2009) y Los sonidos del barro
(Aguaclara, 2016). Este es un libro un tanto atípico en los tiempos que corren.
Es un libro de poemas narrativos sobre, podríamos decir, la intrahistoria de
las grandes gestas que acabaron convirtiéndose en fracaso. Un canto que huye de
la épica triunfalista y que se recrea en las reflexiones, los miedos, la
cotidianeidad y las dudas de lo que pudieron ser distintos tipos de hazañas.
En la primera parte, La expedición perdida de Franklin, gira en torno a la aventura del
capitán Franklin que pretendía encontrar el paso del Noroeste y cuya
complejidad Michel Serres narró con brillantez. Al parecer todos sus
integrantes murieron sin que todavía hayan sido aclaradas del todo las
circunstancias. Lady Jane Franklin, esposa de Sir John Franklin fue la
principal impulsora de las expediciones de búsqueda. El trágico final incluía
la locura por intoxicación de plomo y el canibalismo. La imagen que sirve de
punto de partida es la nieve y alterna el carácter reflexivo y narrativo, como
Ben Clark en Los últimos perros de
Shackelton: “Era tan grande aquella sed de blanco. / Ansiábamos el hielo y
sus destellos, el deslumbre punzante de la escarcha. / Bajo su resplandor,
funde el mundo” (I). La aventura es
más compleja porque, según deja intuir, sir John Franklin era, en realidad, Virginia,
según se desprende de sus versos. Toma el recurso a la primera persona para que
los pensamientos y las percepciones de lucidez y locura puedan ser asumidas por
el lector: “Somos solo estos monstruos / que parten en dos un mundo que tirita
/ y lo dejan atrás, como si nada” (II);
“Oigo el hielo romperse y me pregunto / cuánto tardará este mundo agrietado /
en urdir contra nosotros su venganza” (III);
“Prefiero morir a oscuras que en silencio” (VI).
Poesía épica, con sus rasgos más
característicos, como las enumeraciones, pero también una narración simbólica,
patente en el remate de los poemas: “Esta mancha es lo que somos: / la delicada
porcelana / que vinimos a mostrar a los salvajes” (IV); “Lo mismo que mata nos sirve de alimento. / Ese es el castigo
/ que esta tierra eligió para nosotros” (V).
La
peregrinación a California en el contexto de la fiebre del oro a través de los
ojos de una niña es la narración que ocupa la segunda parte, Por la ruta de
Siskiyou. Las citas iniciales, todas de mujeres, hablan del río. Nos cuenta
aquí la esperanza de un mundo utópico que se oculta tras la expedición: “Para
nosotros no hay más mundo / que este redondo 10 / que abarcan nuestros dedos” (II); “Durmamos ahora / sobre esta blanda
miseria que nos une, / pues cuando haya porvenir / no habrá descanso” (IV). En realidad, son historias de
ilusiones que llevan al desastre, el sueño de la ilusión produce monstruos: “Me
pregunto / cuándo se darán cuenta los demás / de que estamos buscando una
mentira” (VIII).
“Cuando se pone el sol en Siskiyou,
el oro que no fuimos capaces
de encontrar en la orilla
nos inunda de pronto.
El incendio se propaga por los rostros,
prende lento en la tierra.
Emerge de nuevo la promesa
que habíamos hundido bajo el agua.
Por un instante pareciera
que respira otra vez su cuerpo amoratado.
Puedo ver a mamá sonreír
con el torso bañado en esta llama
y me siento dichoso.
Pero dura muy poco el fuego ocre.
Después de ese espejismo,
un sabor negro se agarra a la garganta
y toda la oscuridad llega de golpe” (VI)
El
segundo hilo argumental tiene que ver con la denuncia del exterminio, de cómo
perseguir un sueño puede causar espantosas catástrofes: “Trajimos las armas de
muy lejos / para ahuyentar a los apaches. /… / Nosotros, criaturas de dios, /
hemos llegado hasta aquí para matarlos” (X)
Comparten las historias un final trágico, como el de las
reclusas del hospital parisién para mujeres, especialmente mentales, cárcel de
mujeres y prostitutas. Allí estuvo Charcot. No se cuentan las historias de
manera narrativa, sino que se escoge un punto de vista subjetivo, los
acontecimientos se sugieren a través de elipsis. En Las histéricas de La Salpêtrière, con una visión plenamente
foucaliana se habla del nacer, de cómo la clasificación de enfermedad –mental–
es un nuevo nacimiento. Las palabras crean las cosas. “Una vez de este lado, /
siento las correas de cuero / aferrarse a los pies y a las mañecas / y entiendo
que despertar es lo terrible “(III);
“Los hombres de blanco / dicen que nuestra locura se aloja / entre las piernas”
(IV). El biopoder que más que castigar, salva. Salva de nosotras mismas: “Y
ahora, / ellos de nuevo obligados a curarnos, / otra vez teniendo que salvarnos
/ de nosotras” (VI). Porque esta, sin
duda, es la historia donde el género está más claramente explicitado: “La
enfermera dice que es mi marido, / y, en la forma de pronunciar la palabra
marido, / entreveo un infierno también en mi casa” (VIII).
“Llegados a este punto,
trastea su cremallera y repite en un susurro,
como quien reza,
que no tema nada y me relaje,
que debo confiar en la ciencia moderna.
Que esto es medicina” (VI)
La violencia machista está en la base de esta concepción
del dolor, de la medicina, de la weltanschauung:
“Es la manera que tienen de decirme / que incluso mi dolor les pertenece”
En esta misma línea, la última sección, La leprosería de la isla de Molokai, nos
habla de las heridas. El simbolismo es una de las estrategias que dotan de
sentido a estas narraciones por capitulos en forma de poemas: “Me duermo
prometiéndome que, / mientras sea capaz de recordar lo suave, / esta áspera
verdad no podrá contagiarme” (IV). Al
ser más general, más total, como era la institución total, en sentido de
Goffman, de La Salpêtrière, las reflexiones y los pensamientos son universales,
tienen vocación de hablar con la voz de otros nuestras propias verdades: “Al
final del día, Sentada en círculo alrededor del fuego, / mastican juntos una
misma certeza; / que nunca fuimos ellos, / que somos otros de los que hay que
apartarse” (VI); “Si escuchas bien, /
puedes hallar la música en todos estos gritos diferentes, / cierta armonía / en
el dolor que compartimos” (VIII).
Una de las ideas que subyacen entre los poemas
es que los cuerpos importan, que las ideas no viven en un mundo etéreo, que es
la materia de los huesos y la carne permiten y dificultan no ya la realización
de los sueños, sino los propios sueños. Somos cuerpos, máquinas deseantes cuyos
átomos e impulsos se despliegan y son retorcidos por la autoridad o la realidad
que se impone.
Es una reflexión dolida, de quien se siente
apartado y abandonado, que comprueba que los ideales que supuestamente están en
la mente de quienes se encargan de salvarnos están vacíos, que la ciencia, que
el propio Dios es sólo una excusa para ejercer el poder y la dominación: “Alguien
que observará la danza de las ramas con el viento / mientras los curas recen /
y sabrá que su dios no está mirando” (IV). Es otra forma de comprobar que el sueño de la razón produce monstruos, que la dialéctica de la Ilustración justifica la irrracionalidad, que, bajo la luz, el cepo.
“Soy este dolor que me recuerda
que, entre el deseo y la verdad,
un cuerpo se interpone.
Un cuerpo torcido
que se devora a sí mismo,
sepultado bajo su propia carne.
Soy este dolor que me conforma,
estos dedos que se vuelven
cada vez más pequeños,
mientras la piel se confunde con la escara.
Soy este dolor con el que duermo,
que de noche me abraza y bisbisea.
Soy este dolor que se come mi pan
y pasea conmigo por la orilla.
Soy la soga-dolor
que anuda mi cuello a este anuncio de muerte.
Soy la cuerda pesada
que, al tiempo que me ahoga, me sostiene” (X)