Esta
no es una selección convencional de la poesía de Emily Dickinson
puesto
que recopila
solo poemas cortos.
Es sabida la afición de Hilario Barrero por este
tipo de poesía
breve
en
lengua inglesa que recogió en la preciosa edición de Lengua
de Madera
(Isla de Siltolá, 2011). Poeta, diarista, traductor, profesor
emérito por la CUNY, edita con sumo cuidado los Cuadernos
de Humo.
También se encarga de realizar el
prólogo y de ilustrar, con su particular y reconocible estilo, la
edición. Estos dibujos encajan perfectamente aun cuando no todos
estén realizadas ex profeso y son, sin duda, otro de
los atractivos del volumen. Además de las dificultades esenciales de
traspasar de una lengua a otra para, en palabras de Umberto Eco,
“decir casi lo mismo”, la poesía de Emily Dickinson, tiene sus
peculiaridades, su particular sintaxis, puntuación y ortografía,
sus “errores” de los que hablan algunos críticos. Y por
supuesto, el desafío de hacer brillar en una lengua extraña las
pequeñas gemas en las que no se puede permitir ni una sílaba que
desentone. A Hilario Barrero le gustan los poemas cortos,
aparentemente descriptivos, no los moralizantes o filosóficos con
términos abstractos, sino los que saben llegar a esas honduras
mediante la aparente simplicidad del detalle, del paisaje, del
momento: “Sollozar es algo tan pequeño, / suspirar algo tan breve;
/ y, sin embargo, por cosas de ese tamaño / hombres y mujeres
morimos” (189)
No ha querido el editor entrar en las
polémicas que rodean la obra de la poeta estadounidense, sus
relaciones con el mundo literario, familiar o afectivo, su
aislamiento buscado, sus amores prohibidos, o su relación con la
religión. Ha preferido que las palabras abran ese mundo porque, como
recoge en el prólogo, Emily Dickinson también sabía que “No hay
fragata como un libro / para llevarnos a tierras lejanas, / ni
corceles como una página / de saltarina poesía” (1263). También
ha preferido dejar el orden numérico de los poemas antes que
agruparlos temáticamente, según la edición de Thomas H Johnson.
La
labor de traducción de Hilario Barrero prefiere, con elegancia,
dejar lo más cercano posible el término original,
para que brille con luz propia el talento poético, antes que forzar
la lengua para camuflar
un falso eco en el otro
idioma. Antes
que fingir
que habla un escritor
castellano
contemporáneo, permitir
que la sensibilidad de esta poeta
americana del siglo XIX sea
quien tome
la palabra. El aura de los poemas debe quedar lo más intacta
posible, sin falsas actualizaciones o modismos.
El mundo de Emily Dickinson incluye
los fenómenos meteorológicos, los detalles de la flor y la fauna
del paisaje, los afectos y los eventos se trasladan, aunque de manera
oblicua en su poesía. La biografía se traduce en su poética. Temas
como el amor, la moral, el sexo, las emociones, la esperanza, la
vida, la muerte, la belleza. Uno de los temas que subyacen es ese
deseo de escapar, las múltiples referencias a las alas, para volar
de la prisión a la que hace referencia Hilario Barrero en el
Prólogo. “Nunca oigo la palabra “escape” / sin que se me
acelere la sangre, / sin una repentina expectativa, / sin una
disposición al vuelo. / / Nunca oigo de anchas prisiones / derruidas
por soldados, / pero tiro infantilmente de los barrotes / sólo para
volver a fracasar” (77). Teme Emily Dickinson no ser digna del
amor, teme a la muerte, al dolor: “¡Los cirujanos han de ser muy
cuidadosos / cuando empuñan un bisturí! / ¡Debajo de sus finas
incisiones / se revuelve el culpable; la vida!” (108). Exibe su
necesidad de ocultarse: “No soy nadie. ¿Quién eres tú?” (288),
“Mozo de Atenas, sé fiel / a ti mismo / y el Misterio, / todo lo
demás es perjuicio” (1768). O, brillantemente, nos aconseja: “Di
la verdad pero dila oblicuamente. / El éxito radica en el
circunloquio / … / La verdad debe deslumbrar poco a poco / o todo
el mundo quedaría ciego.” (1129). Teme asimismo a la noche (347):
“Todas las cartas que pueda escribir
no son tan hermosas como esto:
sílabas de terciopelo,
oraciones de felpa,
profundidades de rubí, intactas,
labio escondido para ti.
Juega con él como si fueras un
colibrí
y bebieras de mí” (334)
Otra de las preocupaciones básicas
para la poeta de Amhers es el tiempo: “Dicen que el tiempo alivia,
el tiempo nunca alivia; / un sufrimiento real se fortalece, / como
los tendones, con la edad. / El tiempo es una prueba de las
dificultades, / pero no una cura. / Si se probara que lo era, también
se probaría / que no había enfermedad” (686); más allá del
tópico del carpe diem: “El tiempo demasiado feliz se
evapora / y no deja residuos, / es la angustia la que no tiene una
sola pluma / ni demasiado peso para volar” (1774).
Como en su propia vida, la poética
de Emily Dickinson es algo austera, cada pequeño suceso es un
símbolo y se hace símbolo de cada suceso, la joya que se escapa
entre los dedos. Podemos apreciar una cierta tradición “objetual”
dentro de la poesía anglosajona en la que, a partir de un objeto, la
esperanza es una “cosa con alas”, prestando atención al detalle,
un poco como los bodegones, trasciende su belleza. El “pequeño
mundo” donde habita, ese que “puede que pase desapercibido para
un hombre rico” (181), dice con cierto aliento naif. A veces parece
ser solo un apunte (1034), los animales y las cosas de la naturaleza
son más de lo que parecen (1627, 1755): “Yours, Fly” (1030).
Muy
importante es el tema de la
belleza
(1654)
y
no está exenta de humor,
de sonrisa pícara, como Emerson, y
de
sensualidad
(249): “Mi río fluye hacia ti. / Mar azul, ¿me recibirás con
placer? / Mi río espera respuesta. / … / Dime, mar, ¡Tómame!”
(162).
Esta
importante carga sensual contrasta
con su educación religiosa: “Por encima de la cerca / crecen las
fresas /… / Pero si manchara mi delantal / Dios ciertamente me
regañaría, / oh, querida, pienso que si él fuera un muchacho /
subiría si pudiese” (251). Los problemas de fe, las dudas ocupan
bastantes versos de esta antología: “La fe, el experimento de
Nuestro Señor” (300), “La pérdida de la fe es peor / que la
pérdida de una herencia” (337); “Fe es un buen invento / para
caballeros que ven,
/ pero los microscopios son prudentes / en una emergencia” (185);
“Amas al Señor que no puedes ver, / le escribes cada mañana /…
/ Echas de menos una larga carta / que estarías encantada de recibir
/ pero es que su casa está sólo a un paso, / y la mía está en el
cielo, ¿comprendes?” (487). “Nunca hablé con Dios, / no lo
visité en el cielo / pero estoy segura de estar en lo cierto”
(1052)
Sorprenden las metáforas del
intercambio comercial: 402, 337 sobre el dinero o productos (334),
cartas (334, 487)… porque, sobre todo, abundan los elementos de la
naturaleza, colibríes, semillas, narcisos... Dickinson habla el
lenguaje de la naturaleza, las abejas, el día, son el idioma que usa
para transmitir su personalidad poética: “El agua se enseña con
la sed” (135). Las imágenes parecen familiares, fácilmente
comprensibles, pero siempre hay algo que se escapa en su poesía, lo
inasible, lo incognoscible... A menudo encuentra imágenes muy
poderosas: “No puedes doblar una inundación / y ponerla en un
cajón” (You cannot fold a Flood - / And put it in a Drawer”,
530). Mientras que otras veces juega al escondite: “¡Ah, Tenerife!
/ ¡Montaña que retrocede!” (666) cuando no ha visitado nunca el
Teide. El universo de Dickinson es reducido y profundo, intenso,
oscuro y lleno de símbolos que no acertamos del todo a comprender
como cuando nos asomamos al abismo. Ahí reside su grandeza.