martes, 28 de septiembre de 2021

Reseña de Hilario Barrero: ‘Siete poemas del deterioro’. Nº 6 de Atonaal. Revista de poesía. Malfario Ediciones. 2021


Hilario Barrero tiene recientes la edición de su poesía reunida en Tiempo y deseo (Libros del Aire, 2021) y la antología y traducción de Walt Whitman, Camaradas (Impronta, 2021). Para redondear, la revista Atonaal mima una entrega exquisita de poemas sobre la vejez. Quienes se sumerjan en la intensa poesía del neoyorkino más toledano sabrán que es una constante de la presencia de la decadencia y la amenaza de la muerte (del deseo, de la juventud, de la vida). Estos siete poemas se revuelven fieramente hacia el pasar el tiempo con la persona amada, hacia la dolorosa conciencia de cómo se van transformando los cuerpos y los espíritus: “Ahora que somos dos sombras / que tropiezan con muebles y recuerdos / esperando que llegue la ambulancia / que se lleve a uno de los dos / y que vuelva la noche” (I).

La nostalgia de las noches de ardiente deseo provocan una mezcla profunda de herida y rabia: “¿Dónde se oculta el crack, dónde el chasquido, / en qué gruta se esconde la saliva, baba, encaje / y forro de las sombras, jugo para el sabor del beso?” (II). Son los momentos de hacer inventario y lamentarse por las ocasiones perdidas, por los miedos, por las cautelas: “Tanto tiempo amándonos a oscuras sin saberlo, / tanto tiempo desnudos sin que nadie nos viera, /…/ ¿De qué nos sirve ahora que ya es tarde / el haber mantenido cerradas las puertas de la noche, / amar sin respirar, oyendo a las ovejas llegar al matadero, / si no pudimos detener el tiempo?” (III).

Hilario Barrero posa su mirada, esa que habita entre las páginas de sus diarios, en los detalles, no en aquellos puntos de no retorno, no los brillantes y singulares, sino en aquellos, más elocuentes, que narran las historias y resumen los estados de ánimo: “Hay un desorden que crece entre los libros. / Un brusco desconcierto en el lecho revuelto: / cada noche dejamos a los pies el cobertor / preparados y en guardia por si llega la muerte” (IV). Una poesía en la que no hace falta subrayar con adjetivos, la vida pasa sin banda sonora, el tiempo corre sin subtítulos: “En mis arrugas y pellejos y en mi rasgado corazón / están todos los réquiem, las heridas, / los temblores y los últimos gestos al partir” (V). El poeta destila los versos como quien separa del paso de los días el destello fugaz de lo que importa.

La vida del poeta, sabemos, transcurre entre dos orillas. Del lado de allá quedan los recuerdos de las clases, de los vecinos, de todos los caídos en la terrible amenaza que llena tantos poemas de su trayectoria. Del lado de acá se recuperan los recuerdos de uno de los momentos esenciales: “En el verano del 71 te esperaba / al borde de la noche / sin saber si debía subir a tu nave / que pudiera llevarme más allá de la Estigia. /…/ Y yo, vacío, torpe, con los ojos abiertos, / tener tus labios a mi alcance y no saber besare. / Fue un milagro que te quedaras para siempre” (VI). En la poesía de Hilario Barrero la muerte se identifica tanto con el amor como las brasas, no debe extrañarnos que la llama sigua viva después de toda una vida: “Sí, no lo niego, después de la primera noche, / pensé que también sería la última. /…/ Lázaro se había llevado la llave del sepulcro” (VII).

Son estos siete poemas de gran intensidad lírica y son, por así decirlo, una invitación que nos hace a un mundo particular en el que, parafraseando otro poema suyo, dos llamas podrán hacer un solo olvido.


domingo, 26 de septiembre de 2021

Bruja


Todos, creo, somos conscientes de lo bronca que se ha puesto la actividad parlamentaria, la actividad política en general. Quienes peinamos canas quizás recordemos las salidas de tono de algún parlamentario, que igual que admiraba a Machado, insultaba al presidente del gobierno comparándolo con un tahúr del Misisipi. O aquel justificadísimo “váyanse ustedes a la mierda” de aquel otro que atravesó España con una mochila. Una parlamentaria socialista enumeró una veintena larga de insultos que había recibido el gobierno en una sesión durante el confinamiento. Lástima que ella misma también incluyera una descalificación en su discurso, mermando, quizá no la razón, pero indudablemente altura moral para el reproche.

A lo mejor todo es un efecto secundario del confinamiento y las restricciones de la pandemia, que nos han puesto a todos un poco tensos. Eso se comprueba en la calle entre ciudadanos de a pie y motorizados. Quizás, desgraciadamente, se trate de una nueva manera de hacer política en la que montar la gresca sea la forma de provocar atención, poner nervioso al adversario y embarrar los debates. A cierto presidente le funcionó en la primera ocasión y no en la segunda, mientras que a divos de la radio patria les está dando réditos desde hace décadas.

El caso es que los insultos son cada vez más soeces y fuera de lugar. Creo, y es una opinión personal y discutible, que no es lo mismo gritarle al presidente del gobierno “socialcomunista” o “proetarra”, por muy graves que puedan ser las acusaciones, que llamar a un compañero de hemiciclo “borracho”, “gritona” o “bruja”. Aunque entre los primeros epítetos pueda haber alguno constitutivo de delito, como “corrupto”, y pueda ser objeto de la correspondiente querella para preservar el honor, saltar al terreno personal y tabernario significa abandonar cualquier atisbo de cortesía parlamentaria, de modales. Mucho más que aparecer en camiseta, creo yo.

No hay delito en ser bruja. Para empezar porque no existen las brujas. Pero las razas no existen y sí que sufrimos el racismo. Vayamos un poco más allá. El apelativo “bruja” tiene unas connotaciones mucho más amplias que las referidas a prácticas ancestrales de hechizos y conjuros. Una mujer es una bruja cuando utiliza malas artes en su quehacer, no porque coma niños o vierta en un puchero hígados de sapo. Y es, precisamente, un insulto únicamente aplicable a las mujeres. No se utiliza contra los varones ni existe un término equivalente. Sinónimos femeninos sí que hay, como harpía.

Esto me llevó a preguntarme sobre la posibilidad de insultos solo aplicables a los varones. No se me ocurrió ninguno que no tuviera que ver con la identificación con lo femenino. Efectivamente, si un niño es una “nenaza”, o alguien demuestra poco valor y se convierte en un “mariquita” estamos dando por supuesto que es indigno para un varón parecerse al estereotipo de género para las mujeres. Parte del desprecio a la homosexualidad masculina reside en la concepción del sujeto homosexual como “mujer” en las relaciones sexuales y en el comportamiento diario. Un tipo que practica sexo oral con otro tipo está asumiendo un rol femenino. Por eso, en el pasado, había hombres que no se consideraban homosexuales si eran los “activos” en un coito con otro hombre.

El tema de los insultos es fascinante. Es un residuo de la cualidad mágica de las palabras. No solo es cuestión de hacer cosas con palabras, sino de hacer el mal con solo pronunciarlas. La ira que despierta un insulto, el dolor que provoca una palabra malsonante dedicada precisamente a una persona concreta es tal que puede ser penado judicialmente. Y eso tiene una dimensión mucho más real que el mero intercambio infantil de picardías, del que te librabas en una escalada de insultos o recurriendo a la rima o a gestos muy específicos.

Pregunté en las redes qué insultos podían aplicarse sólo a varones, pero que no estuvieran relacionados con la homosexualidad. Costó trabajo encontrarlos. Tulia Guisado me sugirió “cracandado”, difícilmente trasladable al femenino por cacofónico, pienso. Stewart Mundini recuerda “calzonazos”. Y es cierto, pero el insulto, como en “planchabragas” o “pagafantas” hace referencia a que el varón pierde su condición por obedecer a una mujer. No hay equivalente femenino como insulto. ¡Es un orgullo! La buena mujer es la que plancha los calzones y atiende a su hombre. No hace referencia a la homosexualidad, pero sí a la pérdida de virilidad ante una mujer, a la que debería someter en lugar de estar sometido a ella.

En un sentido similar, Juan Luis Márquez sugiere “pichafloja” o “picha corta”. Son insultos en la medida que cuestionan la hombría en su relación con la mujer. Son insultos hacia el varón porque no consuma. De todas formas hay equivalentes femeninos, como “frígida” –que quizás debería ser un insulto para el partenaire más que para la sufridora–-.

La racha la podemos continuar con los insultos que recoge César Rodríguez de Sepúlveda, que son los de “machirulo”, “heteruzo” o “señoro”. Debo confesar que no había nunca escuchado “heterazo”, pero está documentado: 1.060 resultados en google. Sin embargo, no tendrá el éxito mediático de su equivalente femenino. Feminazi alcanza los 1.150.000 resultados y una entrada en el diccionario de Google. “Marichulo” o “señoro” son los insultos dedicados por feministas a quienes se apalancan en una concepción tradicional de los roles de hombres y mujeres, es decir, los que presumen de heteropatriarcado como sentido común. De nuevo, son insultos que cuestionan las relaciones de género.

De hecho, solo he encontrado, y de la mano de la poeta Pilar Blanco, un epíteto aplicable solo a varones que no tenga que ver con su sometimiento o no al rol femenino. Es “cuñado”. Este es una figura muy comentada en los últimos tiempos, que se refiere a ese listillo que todo lo sabe y sienta cátedra, especialmente en la barra de un bar o asimiliable. Tiene soluciones básicas para todo y presume de su simpleza intelectual. Es un término bastante reciente, lo que dice mucho del lugar que los varones tienen las relaciones sociales. O quizás simplemente es una adaptación de los sabelotodos de toda la vida. Sin embargo, pensándolo bien, existe un calificativo tradicional muy elocuente para una mujer que se comporta como un cuñao, “marisabidilla”, que, además de la condescendencia del diminutivo, suele aplicarse a las que muestran ese conocimiento en el ámbito del cotilleo y cosas femeniles. Y, por supuesto, si una chica se muestra sabelotodo es difícil, muy difícil que encuentre marido.

Esto, claramente, son cavilaciones provisionales, con pocos días de reflexión, sin buscar documentación ni bibliografía, echando mano de la inteligencia y cultura de conocidos. Evidentemente no solo es la brecha de género, ni la política. Está el eje campo/ciudad (“cateto”, “dominguero”), está el eje de la inmadurez (“capullo”, “niñato”), del aspecto físico (“gordo”, “flacucha”), de la cultura (“inculto”, “empollón”)... como intenté una vez especular. Como recordaba acertadamente Ángela Ortiz Andrade, hay muchas palabras que cambian de significado y se convierten en insulto cuando las ponemos en femenino: zorro, lobo, hombre público, incluso brujo. Es pronto para sacar conclusiones, pero, por ahora, lo que sugiere el mundo del insulto es que está teñido de un machismo consolidado.

domingo, 19 de septiembre de 2021

Administración emocional


Uno querría ser dueño de sus emociones, pero no. A uno le asalta la duda, le pica la curiosidad, le corroe la conciencia, le invade la pena. Somos meros objetos, blancos de todas esas entidades que hacen tambalear la ansiada  serenidad, cima de difícil tránsito que se aleja como el horizonte. Nos zarandean la ira y el desánimo y, por mucho que nos insistan en que podemos dominar nuestras emociones, nos vemos incapaces una y otra vez, de no sucumbir a la alteración del ánimo ante una injusticia o de ahogar un grito de alegría. A lo sumo, con suerte, templamos un poco por control, un poco por educación, un poco por hipocresía social.

En general no hay problema, parecemos capaces de andar por la vida sin que los equilibrios hormonales y afectivos nos influyan demasiado. Al menos eso nos gustaría creer. En cambio, sí que somos capaces de advertir cómo los demás son poco duchos en el arte del control, se enfadan demasiado pronto y con demasiada intensidad, su alegría parece falsa de tan exagerada, su pena, casi fingida… Y, al contrario, recelamos de quienes mantienen una cara de póker ante las adversidades de la fortuna.

Nos gustaría ser estoicos. Y eso se entrena, hay que hacer ejercicios continuos y no estamos exentos de caer. El gran Marco Aurelio, cuyas notas todavía podemos leer con agrado y de las que podemos aprender, sucumbió al orgullo y erigió su columna sensiblemente más alta que la de su predecesor el emperador Trajano. El placer y la ira son compañeros que tendemos a aguar para hacernos más fáciles las relaciones con los demás, incluso más sencilla la conversación con uno mismo.

Otras veces preferimos abrazar la alegría. Y nos cuesta. Menos mal que la humanidad ha aprendido en las diferentes civilizaciones atajos para conseguir un estado de euforia. Las culturas han instaurado, no sin esfuerzo, la coordinación y sincronía entre grupos enteros en momentos determinados de antemano. Fiestas programadas para la alegría y el alborozo, regadas abundantemente con alcohol etílico diluido en sabrosas variedades, y, en no pocos casos, aderezados con sustancias cuestionadas por la autoridad. También es cierto que hay momentos en los que parece lógico que varios individuos coincidan en la misma sensación de entusiasmo, bien porque su equipo ha ganado un trofeo, o porque un par de ellos decide comprometerse ante la comunidad y la autoridad para toda la vida. De todas formas, por si acaso, no dejan de ofrecerse en estos momentos, las pequeñas ayudas de mamá y papá.

Tristemente hay fases en las que no es la alegría la que reina. Se corona la tristeza y el abatimiento, que, desgraciadamente, también tienen un alto nivel de contagio. ¿Quién puede decir que el dolor de un ajeno es demasiado? ¿Quién tiene la vara de medir la adecuada proporción de sufrimiento que le corresponde a un adiós, a una traición, a un golpe helado? Si la alegría es difícil de descifrar, mucho más complicado es desentrañar, literalmente sacar de las entrañas, el dolor ajeno.

La alegría del otro nos puede incomodar por excesiva, o puede ser objeto de envidia, pero, a fin de cuentas, no nos atañe en sí misma. Que los vecinos demuestren su alborozo no me quita nada, no me inquieta salvo que les tenga inquina o guarde en mi corazón el monstruo verde de los celos. En cambio, el dolor de los demás nos interpela de manera directa. La humanidad, es decir, lo que nos hace humanos consiste en gran medida, en la apreciación del dolor ajeno. Estamos predispuestos a atender el insufrible llanto del bebé porque precisamente se nos hace insufrible. Debemos estar pendientes de lo que a un congénere le ha herido para no pasar por el mismo trance. Hay muchos más vocablos para distinguir grados de dolor, enfado, tristeza, decepción que para la alegría o simplemente para demostrar que la vida sigue igual.

De las pocas cosas que todavía admiro de Rousseau está su perplejidad ante una sociedad en la que nos alegremos del mal ajeno. Es sorprendente que podamos reírnos con colecciones de vídeos en los que se acumulan golpes, caídas, catástrofes. Es más sorprendente aún el triunfo de los realities que se basan en dosificar el sufrimiento de los participantes. Cientos de miles de espectadores están pendientes de cómo unos hacen sufrir a otras y otras les devuelven la jugarreta.

Nada más humano que solidarizarse con el sufrimiento de alguien. La empatía, dicen, es ponerse en el lugar del otro, comprender su dolor o su alegría, sus motivos y sus decepciones. Para una sociedad democrática, en realidad, no hace falta que todos seamos empáticos, sino que nos tengamos respeto. Más aún, debemos tener respeto precisamente con aquellos con los que nos cuesta tener empatía. Respeto no quiere decir darles la razón o ser condescendientes perdonavidas. Respeto es aplicar el mismo rasero legal tanto si nos gusta como si no nos gustan los comportamientos. Respeto es tratar con dignidad a un delincuente cuando es preso o condenado, y no deberíamos, sin embargo, ser empáticos con su crimen.

Pero, si lo que nos hace humanos es ese hilo interior que nos tira cuando vemos un semejante que sufre, ¿cómo podemos cuestionar que se actúe mostrando esa solidaridad? Ya ha pasado el tsunami informativo alrededor del falso ataque en Malasaña. Afortunadamente no fue ningún asalto de una banda de homófobos encapuchados, y es lógico que mostremos nuestra indignación ante la falsedad de quien intentó escabullirse de un problema personal metiéndose en otro muchísimo peor. Lo que me parece una barbaridad es criticar a quienes se movilizaron para mostrarse cercanos a la supuesta víctima: las asociaciones del colectivo de gays y lesbianas, muchas otras del tejido civil y, por supuesto, las fuerzas de seguridad comandadas por el ministerio de interior.

Si no somos capaces de movilizarnos por un ataque como el que se produjo, ¿qué clase de sociedad somos? Si nos mantenemos cautos y no respondemos como un resorte –pacífico, cívico, democrático–, ¿qué nos espera ante las injusticias? Imaginemos que la policía o el ministro de interior se hubiese colocado de perfil hasta esperar confirmación, ¿de qué se le hubiera tachado? Este no fue un arranque de ira divina del Estado contra no sé sabe qué homófobo; no fue una excusa para encarcelar a los judíos o para aprobar una ley que recortara libertades cívicas. La policía no dejó de investigar lo que le pareció poco congruente, siguió las pistas más sospechosas y en menos de 72 horas supo dar con la respuesta. ¿Qué tipo de instrumentalización política fue esta? ¿De qué nos estamos lamentando ahora?

Sinceramente, si no somos capaces de movernos del sillón ante el anuncio de un ataque de encapuchados –como sí nos movimos ante un fingido secuestro etarra–, nuestra sociedad estará abocada al desastre, a la insolidaridad, a la atomización. Y si ya tenemos pocas oportunidades, divididos, no tendremos ninguna.

Y nos van avisando escuadrones en desfile con manos alzadas al modo romano.

sábado, 11 de septiembre de 2021

Reseña de Ben Clark: ‘Círculos negros’. Antigua Imprenta Sur, Málaga, 2011

 


Este libro es un objeto de arte, fruto del preciso trabajo de José Andrade en la Antigua Imprenta Sur de Málaga, la que fundaron Emilio Prados y Manuel Altolaguirre en 1925 para la revista Litoral, donde editaron primeras obras de poetas de la generación del 27. Está compuesto a mano y bajo el cuidado de José Antonio Mesá Toré. La huella de cada tipo en la página se puede apreciar al tacto. Ben Clark recopila una serie de poemas elegíacos, un paso en el duelo, dedicado, como se indica a personas fallecidas recientemente, Manel Marí, poeta ibicenco; Guadalupe Grande, Pablo Aranda o la editora Belén Bermejo osu tío Robert Derek Saul, pintor y paracaidista muerto a causa del Covid. El duelo es descrito, se desenvuelve entre imágenes diversas, encarnándose de manera cercana y sentida: “Eso te haría gracia. Que un poema elegíaco / hablara de un crustáceo / decápodo que escucha tu sei morto, / mientras él mismo muere entre salmones / y señoras pidiendo perejil /…/ Una piedra es mejor que un langostino / como imagen poética / pero el muerto está muerto, eso no cambia” (Passar el missatge).

Los recuerdos y el aprendizaje se hacen presentes en la memoria: “Es lo único que sé, lo único que aprendí / de su oficio: que hay pocas cosas sólidas, / que es rara la escultura / que no contenga el eco del secreto” (Hipiquienne). Luego llegan las consecuencias y el hueco: “El peso del dolor vino a nosotros / y llenamos su vaso de palabras / hasta hacer del dolor algo ligero, / compacto, transportable” (Poetas de Ibiza). Una imagen de la infancia puede ser el elemento clave para el sentimiento de la pena: “[Se lo advirtió Nintendo el niño que me habita: / todo lo que no guarda acabará perdido.]” (¿Desea guardar?).

Desde el punto de vista del autor, es la poesía la que puede servir de símbolo para describir lo terrible de la ausencia, lo que está oculto: “De mis propios poemas me interesa la sombra / que a veces aparece debajo de los versos / si llevo muchas horas” (Las marcas del cantero). Es el refugio y la solución, el salvavidas y el proyecto de utopía: “Por si acaso, no traigo más que un libro / con el que guarecerme, / por si el agua diluye este dolor, / por si lo que diluvia es la alegría” (Belén Bermejo); “Cuando escribo me acerco a las respuestas, / soy resilente y listo como un tordo / cuando escribo despacio / sobre el papel que, luego, en una hora, / o puede que en un año, leeré / con desesperación y con urgencia / porque no sabré nada de la vida” (Poemas adentro). Por eso es tan importante que nunca sea capaz de mentir, que bajo las metáforas y las imágenes, la lírica sea la verdad más profunda: “Que este poema diga la verdad” /… / Que escribas un poema para mí / (aunque no sepas lo que estás haciendo). / Que no me dejes solo ante la muerte” (Desearía); “apreciado lector, lectora, yo, / que de entre mil poetas más notables / he obtenido la ofrenda de tu tiempo, / puedo decirte ahora / que la suerte no existe para nadie / que no haya sido amado mientras ama” (A escribir de otra suerte).

Vuelven a aparecer poemas narrativos como El tremor o Retrato de Gamel Woosley en el dique de levante mientras que se van encadenando las reflexiones filosóficas desde lo más cotidiano: “Puede que todo acabe siendo polvo / pero eso hoy no me sirve, aquí, tan solo” (En la tumba de Edward Thomas); “Un hombre es como un árbol, Dijo Nana, / lo que echamos de menos es su sombra.” (Las vías). Una experiencia que Ben Clark utiliza como herramienta para sobrellevar la angustia: “Amor cuyo recuerdo me inmuniza el aliento / y no hay, ya, nada nuevo que pueda hacerme daño” (Inmunizados).

 “Es hermoso el amor con buenas vistas,

con viajes y dinero para almuerzos

en restaurantes caros el amor

es siempre verdadero, puro, eterno.

 

Es perfecto el amor cuando hay un coche

tapizado de cuero y GPS

integrado; el amor, que no te engañen

así es mejor, le pese a quien le pese.

 

Porque si uno elimina las miserias

que entorpecen los días de los pobres,

y cambia por gozo y por belleza

 

todos los besos son mucho mejores;

cada conversación es trascendente

y todas las caricias son de fuego.

 

[Tenemos lo difícil; nos tenemos.

Lo único que nos falta es el dinero.] (Descubriré que el amor es mejor)

Ben Clark no es un poeta que se recree en la torre de marfil del poeta. Siempre ha demostrado incardinarse en la vida, de ahí sus poemarios narrativos como el celebrado Los perros de Shackleton, quiere infiltrarse, inmunizarse y contaminarse: “Los niños, en misión: / infestar mi escritorio con su vida, / colmar este silencio desde pereza” [Desde mi escritorio oigo a las niñas (Desescalada)].

En el sentido poema dedicado a Lara Cantizani, confiesa: “No determina el agua lo que es isla /…/ Su condición depende de otra cosa: / de que existan por siempre los apátridas, / los náufragos, los locos descastados” (Teoría de las islas) “Me propuse crear un gran poema. / Pero en vez de escribir llamé a mi hermano / y estuvimos hablando de la infancia /…/ y ahora estoy aquí, / delante del papel, extenuado / por tanta poesía y sin haber / escrito todavía un solo verso” (Gajes del oficio). Más tarde, en Pacto de amor, apuesta por el remedio: “La solución es simple: / olvidémonos siempre del ayer; / convirtamos el hoy en un refugio; / jurémonos amor hasta mañana”.

martes, 7 de septiembre de 2021

Reseña de Carlos Roberto Gómez Beras: ‘Un largo suspiro’. Isla Negra ediciones. 2021

Puentes de papel: CARLOS ROBERTO GÓMEZ BERAS. UN LARGO SUSPIRO

Carlos Roberto Gómez Beras nació en República Dominicana y “(re)nació” en Puerto Rico. Es catedrático, editor y poeta. Ha obtenido en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Poesía. Primero, el que otorgó el PEN Internacional de PR a Viaje a la noche (1989), Mapa al corazón del hombre (2012) y Árbol (2017); luego, el que recibió Errata de fe (2015) del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Además, ha publicado: La paloma de la plusvalía y otros poemas para empedernidos (1996); Aún (2007, volumen que reúne los cuatro libros escritos entre 1989 y 1992); Utánad (2008, selección en húngaro y español); Sobre la piel del agua (2011, antología personal); Árbol (2017, publicado en serbio y español, en 2018); y Sólo el naufragio (2018). Sus poemas han sido traducidos, además, al francés, inglés, italiano, estonio y alemán.

El título completo es Un largo suspiro y otros epitafios y, efectivamente, se compone de dos partes, la primera inspira una serie de poemas en los que el deseo, el amor es el protagonista, un amor pasional de gran intensidad lírica: “Ven, abre la puerta / abre las piezas / o abre mis venas…”. A ratos desengañado (“Algo saben las putas / que ignoran los conejos / quizás sentir, quizás llorar”), a ratos nostálgico (“¿Dónde se extravió ese amuleto tibio / que algunos llaman deseo: / en qué ático, en cuán esquina rosada?”), pero sobre todo, consciente de que el amor deja su huella no en la memoria de los otros (“Pero nadie preguntará por nosotros / que alguna vez fuimos eternos / como dos ánforas llenas de vino. // Pero nadie nos dedicará una tonada, / un día festivo o una calle / porque solo estaremos vivos”), sino en la de los cuerpos que recuerdan, como una herida es un recuerdo, el gozo y el dolor (“Pero nada nos salvará de la alegría / enferma, carcomida y maloliente / de sabemos libres de todo lo dicho”).

Y otros epitafios, la segunda y más extensa sección, no se refiere literalmente, o al menos, no necesariamente de manera literal, a epitafios sino a las marcas que deja la ausencia: “Esto no es quejido que se pierde en la bruma / sino una mano que recoge unos insomnios / con la luna como testigo de ese milagro” (Casi un epitafio). Continúa el amor pasional, con el gusto tan romántico de hibridar el amor con la muerte: “El amor con sus espesos rituales en un hábito triste” (Seis miniaturas).

El poeta refiere las desventuras de un amor que se resiste a desaparecer: “No invoquemos ya los modos / del decir entre tú y yo / porque nosotros es un velo ceniciento, / que encerrado en el baúl del ático / espero por su aliento y palabra” (Nosotros); “No culpemos por la verdad / de estos espejismos y secuestros / al oráculo, al deseo o al ajenjo más fino. / Sólo es real lo que nuestros cuerpos callan” (Las fiestas). En un tono confesional se interroga: “¿Qué era?, sino mi deseo de ti / hecho rapto, herida y, luego, vacío. / ¿Qué soy?, sino lo recuerdo de los otros que una vez pretendí ser hasta el infinito” (Sonata). Y, con esa misma intimidad, dialoga, interpela: “Caemos en el placer / de creernos dichosos / en exilios, en vacío, / así como una tarde / se separa, sin lamentos, / la barca, el horizonte y la orilla” (Ese otro otoño).

Hay un lamento propio de cualquier epitafio que se estima en un quehacer poético: “Todo lo que levanto con mis manos / lleva su acertijo letal y su fecha. // Vivo herido por una amarga epifanía: / en la cura de lo bello nace del opio del deseo” (Poética). Porque, para Carlos Roberto Gómez, amor y poema son indisolubles, uno provoca, el otro remite al primero: “Entre la bruma de las palabras / evoco tu recuerdo que se ofrece / puñal duro, seco y brillante” (Epitafio); “Decirmos nos empujó al deseo. / Hacernos nos condujo a esta fe enferma” (Credo). Un dolido quejido, casi un grito que penetra en la piel (“Tu mano corta por dentro / sobre la vida y sobre la muerte / como una niña asustada”) y destroza: “Solo queda tu nombre deshecho, / para recordarme que hay ausencias vivos / hechas de algo que ni siquiera es ceniza” (S…), acierta a reconocer el poeta.

Estos epitafios más que la certificación de un amor que ha terminado, ofrecen el paisaje desolado de quien se resiste a dejar el corazón aparte, quien todavía lucha por mantener si no el amor, al menos el recuerdo de la herida: “Te busqué sin encontrarte / porque eras intento, herida y olvido” (Una pequeña herida). Imágenes como la del naufragio o la de la crucifixión, de la muerte, de la huida son las que pueblan este paisaje: “Como quien contempla un naufragio / te veo flotar entre tus sábanas /…/ Por eso te refugias en ese placer / de practicar frente a un espejo roto / esa muerte lenta y sola que no mata” (La amante de Onán).

Estamos crucificados al amor,

escribirían en un cadáver exquisito,

Jesús y Sartre” (Un cadáver)

La lucha interna que se desarrolla entre el pasado y el presente es uno de los símbolos de un amor que no se acierta a representar más que como contradicciones: “He escapado de mi para encontrarte. / He hurgado en ti para encontrarme. /…/ Nadie saldrá ileso de este trámite. / Nadie saldrá ileso de este trámite. / Nadie caminará solo por la playa. / Tú y yo nunca llegaremos a tocarnos” (Un castigo); “Y yo, ingenuo, trato de apagar tu hoguera / con el orín sagrado de un niño muerto” (La hoguera). El amor que se relata apunta a encontrarse en el otro y viceversa, seré tu espejo, decía Lou Reed: “Mi mano que vuelva sobre tu espejo. / Mi ceniza que cruza tu frente. / Mi mirada que nombra tu fuego. / MI gota que sangra tu lienzo. / Mi lengua que descansa en tu perla. // Tu deseo es partida y retorno invisible” (Un retrato).

La sensación de derrota es mucho más intensa por cuanto no sabemos cómo cerrar, cómo terminar, como hacer desaparecer la herida: “El pasado muere en el ayer, / pero, a veces, no sabemos cómo matarlo” (El pasado); “He llegado hasta tu olvido /…/ He llegado hasta tu extravío / para encontrarte en tu ausencia” (Tu olvido). Los afectos pueden ser crueles y mucho más poderosos y sabios que la propia conciencia: “Solo el deseo sabe / dónde el alma termina / y luego comienza, de nuevo” (Epitafio II). Un deseo encarnado, literalmente, hecho carne: “Tu cuerpo es una frontera /…/ Tu cuerpo es el horizonte que se espeja / en el naufragio de los días” (Tu cuerpo, mi horizonte); “Tu cuerpo es un paisaje lavado por las lágrimas” (Tu cuerpo, mi paisaje).

Tras toda la lucha y la derrota, dice el poeta, “Después, el mundo quedará / inerte, opaco, lejano pero latiendo / como quedan las cosas / cuando las hemos extraviado” (Un bodegón). La conclusión de este hermoso relato de la ausencia:

“¿Parias? ¿Suicidas? ¿Ingenuos?

 

Solo me queda esperar como un faro

frente al mar vacío de tu mirada.

 

Esto no es un poema, es un largo suspiro” (El último epitafio)

 

domingo, 5 de septiembre de 2021

Del pasado efímero. La recuperación de la memoria visual a través de las redes sociales

La memoria colectiva es un concepto frágil, incómodo. Le pasa un poco como a lo de la opinión pública, que acaba significando un consenso más o menos conseguido entre los articulistas, tertulianos y editoriales de los principales medios de comunicación. Solemos referirnos a la memoria colectiva como una especie de marca sentimental sobre ciertos acontecimientos bien traumáticos, bien festivos que marcan, de alguna forma, el corazón de los conciudadanos, al menos de bastantes de los que conozcamos.

Maurice Halbwachs lanzó un concepto novedoso de memoria colectiva dentro de una reflexión sociológica sobre lo que él denominó marcos sociales de la memoria. Cada recuerdo particular está integrado, ¿qué duda cabe?, en un momento sociohistórico que puede vincularse a él o no, pero que siempre condiciona el valor que pueda tener al margen de la significación personal e intransferible del recuerdo en sí. Tenemos que reconocer que una foto de la niñez de nuestros abuelos pertenece a un imaginario especial que puede ser encuadrado precisamente por las convenciones –sociales y técnicas– de la fotografía. El posado ha evolucionado de manera muy evidente y un espectador entrenado puede deducir el momento de una instantánea por la postura corporal de sus personajes.

La fotografía por sí misma tiene ya un volumen denso de estudios sociológicos, desde los clásicos trabajos de Freund, Bourdieu o Susan Sontag. Todos ellos dirigen su análisis enriqueciendo la lectura de las imágenes, su contexto y su significado, tanto o más que la impresión que nos suscita la visión. Walter Benjamin acuñó  el controvertido concepto de aura, el prestigio de la lejanía, que, coincidiendo con los augurios de Adorno, acabarían durante la producción industrial de los productos en general, y de la fotografía en particular. Esta advertencia debe tomarse con precaución pues hemos comprobado que los objetos fabricados en serie pueden ser también dotados de aura, no solo porque Warhol tomara un bote de detergente para hacer de él un objet d’art, sino porque las marcas en sí mismas se han esforzado en fabricar un aura con el mismo empeño que en la fabricación del producto en sí. Para muchos mitómanos la portada original de un disco ya posee un aura, a pesar de que se vendieran cientos de miles de copias. Es el paso consecuente de las tiradas de grabados en las que cada una de las hojas se considera un original.

Uno de los aspectos fundamentales en el estudio sociológico de la fotografía debe abarcar su distribución y consumo. Se pueden diferenciar, indudablemente, los soportes puesto que ellos determinan la manera en la que pueden ser observadas y disfrutadas. Los soportes digitales aportan una inmediatez entre el disparo y la visión mientras que los soportes basados en el papel fotográficos solían tener un tiempo de espera relacionado con el revelado, normalmente, también, encargado a un agente externo. La inmediatez para compartir archivos digitales a través de servicios de mensajería y las redes sociales permite el consumo de imágenes a escala masiva. Instagram se basa casi exclusivamente en las imágenes. Hasta hace no mucho, la publicación de imágenes comportaba unos gastos, no solo económicos. Además del desembolso a la hora de comprar la publicación, implica una infraestructura específica, exposiciones, libros, revistas… Esta fase de la distribución, consumo y almacenamiento ha cambiado radicalmente. Simplemente con un teléfono móvil con conexión a internet pueden recopilarse millones de fotos, en el dispositivo, en la cámara o en las redes sociales. Listas para ser consumidas y valoradas.

La nostalgia en las redes sociales se concreta en muchísimas publicaciones relacionadas con objetos y recuerdos y se organizan grupos para compartir fotografías antiguas de las distintas localidades. La labor de sus administradores y de sus integrantes es encomiable. Están sacando a la luz una cantidad ingente de material que podría perderse si siguieran en manos particulares. La digitalización de estos materiales se está haciendo de manera individual y altruista, sin protección pública. Es cierto que a veces se hace de manera poco profesional, sin acreditar y con poca calidad. Aun así tenemos a nuestra disposición un archivo enorme.

La recuperación de estas imágenes ayuda a la conservación  de un patrimonio y a poner en común una memoria colectiva. La significación de estas fotografías está evidenciada en los comentarios, que, por su parte, ayudan identificando los personajes y las fechas. Es una labor masiva de individuos concretos que bucean en estos fondos para sacar a la luz un pasado particular que se convierte en un marco general para la memoria colectiva.

Cuando se descubrió la célebre maleta de negativos de Robert Capa que se creía perdida después de la Guerra Civil, todos pudimos asistir a la revelación de un secreto, a la ceremonia de una fuente histórica de primer orden que, además, estaba dotada de una sensibilidad estética y un compromiso que pesaban tanto como los documentos en sí. Poco a poco todos estos administradores de grupos, todos los colaboradores y todos los que comparten y comentan ayudan a que maletas de negativos desconocidos se vayan perdiendo.

Gracias a estas colecciones se tiene material para documentar los cambios urbanísticos. Las costumbres. Hay fotografías temáticas de futbolistas, maestros, de paisajes, monumentos. Hay documentos gráficos muy valiosos en sí mismos porque ofrecen vistas de procesos de cambios urbanísticos justo en el momento en el que se produjeron. Ayudan a poner caras a los rostros que tenemos asociados a una infancia que quizás no fuera la nuestra, sino la de nuestros ancestros.

A veces estos fondos documentales gráficos sirven para una publicación en papel. Una publicación convencional que luego tiene que ser puesta a disposición del público por los canales habituales y que exigen un desembolso de los particulares y, normalmente, de algún tipo de institución, como los ayuntamientos o las extintas Cajas de Ahorros. Mientras tanto, agradezcamos la labor de subir a las redes las fotografías de un tiempo pasado, ese que conforma la memoria y la identidad, en el que nos sentimos a la vez, cómodos y extraños, dentro y fuera, curiosos y protagonistas.

Son materiales históricos, antropológicos dignos de un celo mayor por parte de las autoridades. Tampoco conviene olvidar que todos esos materiales pertenecen a las redes que usamos para compartirlos. Y que, además, todo lo que subamos ahora de nuestra realidad cotidiana no contará con esos celosos guardianes que rebuscan en cajas de lata, escanean y comparten. Todo estará ahí arriba, en los novísimos soportes que dependen de la tecnología para ser contemplados. Para la fotografía convencional en papel un poco de luz era suficiente. El cierre de la popular aplicación Tuenti hace unos años supuso un pequeño terremoto para las memorias de muchos adolescentes y jóvenes, ahora no tanto, que perdieron sus recuerdos por el descuido de no almacenarlos en otros soportes. Quizá sean los archiveros quienes son más conscientes de la dificultad para conservar unos documentos que dependen tanto de la tecnología, efímera cada vez más, incompatible entre equipos, demasiado popular como para ser tenida en consideración seria.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Reseña de Carmen Salas del Río: ‘Salitremente’. OléLibros. Col. Imaginal. 2021

 SALITREMENTE | CARMEN SALAS DEL RIO | Casa del Libro


La nueva entrega poética de la gaditana afincada en Granada, Carmen Salas del Río, ahonda en la trayectoria poética consolidada desde El cantar de las caracolas (Olélibros, 2020),  La mirada del tiempo (Esdrújula, 2019) y Manto del alma (ExLibric, 2016). Gerardo Rodríguez Salas se encarga de un intenso prólogo donde se desgranan los elementos fundamentales de la poética de la autora, que, en este poemario rezuma Ángel González, no solo en las citas, los poemas están impregnados de la visión poética del maestro.

Carmen Salas divide el libro en varias secciones. Poesía y camino es la primera que funciona casi como introducción, un preludio de lo personal (“Hoy me gustaría / ser el arroyo de las caricias recibidas”, Piel adentro) y lo poético (“Bienvenida poesía, / ya no sabría vivir sin ti, / por eso te quiero libre” para comunicar emociones, hacer soñar, ser respuesta a las preguntas del mundo y “camino de recuperación / siguiendo la senda de la vida”, Poesía y camino) junto con la esperanza hacia el porvenir que se irán completando en el libro (“esperando al futuro / al otro lado del miedo y del egoísmo”, Al otro lado del miedo).

La añoranza del mar y todas su implicaciones, la nostalgia de la infancia, la simbología de sus elementos, el agua, la sal, la arena protagonizan de forma clara todo el volumen, pero especialmente se encuentran en Piel salitre: “Quisiera ser capaz / de borrar de tus aguas / la aflicción y el tormento / que late en tus entrañas” (Mediterráneo). Se advierte una posición de madurez, casi de inventario: “No hay nada más hermoso que tu hacer” (Inevitable otoño); “La vida es a veces esa luz / que utiliza el material de los sueños / para hacer resonar el corazón” (La vida es tu anhelo).  Las estaciones, y este es un libro otoñal, traducen una metáfora clara de las etapas vitales: “Aquel día de tormentoso octubre / de vientos, lluvia y hojas amarillas / me despedí en silencio del trabajo. /…/ Cuantiosas cartas de amor y de abrazos / de brazos pequeños y ojos grandes // Desde aquel día me tocó inventar otra historia para mi tiempo inédito / en el flamante otoño de mi vida” (Inventar el otoño); “Ya no me embellece la juventud / ni los sueños a largo plazo” (Como una carta sin alas). Pero no es un lamento, ni un carpe diem crepuscular, se trata de la asunción de las posibilidades vitales y de la forma en la que uno (una), se construye y se disfruta: “descubre todos los diálogos de la esperanza” (La danza de la palabra).

No significa que no se eche de menos el pasado: “Añoro aquellas días del intenso deseo / tan llenos de emociones que nos maravillaban / las mágicas palabras que incitaron el morbo” (Más amor). La nostalgia, es cierto, se vive casi como un disfrute en retrospectiva: “Mantener el hechizo de un querer / que sin querer llegó / en nuestro otoño” (Surco del deseo). De hecho, este es uno de los temas que más se repiten en Salitremente. El deseo y, especialmente, cómo se vivía el deseo en el pasado, es la capa de salitre que nos deja el mar cuando salimos tras un baño en el momento de más calor del verano: “desde el lapso de tiempo que me habitas (lobo), / solo tú puedes sanar esta herida / solo yo abandonarme a tus brazos / y a ti” (Una intensa chispa). Todo ello envuelto en la ternura de quien comparte la intimidad verdadera: “La distancia nos invade / se aguarda cada vez / que el miedo se agiganta / y el alma va encogiendo” (Bajo mi pelo). Será la escritura lo que metabolice estas sensaciones: “Toca seguir blandiendo la palabra, / como se blande el sable ante el dragón / por los viejos derechos abatidos” (La verdad del poeta); “me inunda la ilusión de poetizarlo / sobre la piel desierta de un folio” (La piel desierta de un folio).

Piel silente recoge, en cambio, la voluntad consciente de reservar algunos aspectos de la interioridad de la poeta. El silencio necesario para la introspección, para reflexionar y rememorar: “No confíes en el tiempo de nuestro reloj” (El eco de un silencio); “Escondo palabras. / Detrás de los silencios no se ven” (Lo que la memoria esconde); “Quiero robarle su silencio a la brisa / me traerá escondidas y en secreto / tus veladas te quieros” (Quiero robarle su silencio a la brisa). Es una opción que no se entiende si no es dentro de una pareja, donde los afectos y el paso del tiempo van tallando un material incomprensible a ojos ajenos: “No vivo en soledad ningún momento / y sin embargo / siento tu desertar” (Silencio que reverbera); “tragarme los orgullos del infierno / confinado a la fuerza / donde no se ven grietas / y las palabras se contorsionan yermas, // se meció el silencio / en las orillas de todas mis playas” (Un silencio pugna por salir). Es un silencio, también, lleno de esperanza:

“Nada más bello

como la noche azul

de tu deseo” (Haikus del silencio)

El silencio se rompe y comienza una conversación, Como arena, se desenvuelve entre deseos y añoranzas, en la búsqueda de la belleza como quien está pendiente de encontrar una caracola entre la arena durante un paseo por la orilla: “Toda la culpa del mundo fue a buscarla / todo el peso de sus palabras cayó sobre ella” (Idilio). Un reducto de autenticidad y libertad que no puede demostrarse sino en la búsqueda: “Yo persisto anhelando ser sirena” (Sempre libera); pese a los contratiempos y sinsabores: “A esa fuerza no la matan / aunque mata al poeta” (Itaca 2020); “Quien sana la Tierra y su lamento” (Tierra). De una intensa ternura y deseo son las confesiones que se hacen en voz baja a quien está a tu lado: “La belleza es sentir tu mirada / recomiendo mi cuerpo /…/ La belleza es esa palabra amable / que te conquista el país extranjero” (La belleza);“De repente te descubro observando mis ojos” (Ojos de luna); “Tu mirada benevolente borda / las recientes arrugas que me adornan” (Piel de arena).

De mente es el reverso de esta complicidad y se recrea en pensamientos sombríos, tristeza, soledad, naufragios: “Cuando llegó la madre de todos los naufragios // descendió con ella la soledad / y las noticias ácidas” (Cuando el presente tiembla); “No me fisgues, tristeza, / vuélveme la espalda y / desvanécete tras de / mi sonrisa, cansada / de cuantiosas pugnas a contracorriente” (Memoria de lo absurdo).

“Pensando en ti me enredo en el poema

/…/

Que solo tú me sepas y me encuentras” (Pensando en ti)

Cuéntame un cuento o Mirada de un sueño roto dan cuenta de una poesía comprometida, diferente al tono confesional en el que se desarrollan otros poemas: “Por eso nunca borro / el espectro completo de vivencias / las huellas que la vida / en mi cara dibuja, / mientras me miro / día a día / en el espejo / de la existencia misma” (En el espejo). La metáfora del camino no hace más que ahondar en la palabra en el tiempo machadiana: “Somos aves / atravesando el tiempo” (Somos aves); “Has tenido que pasar tormentas, / viajes, miradas, lluvia y añoranzas / para entender por qué me gusta tanto, // por qué subyuga morir en el poema” (Morir en el poema); “Los transportes huecos del silencio / hoy han escarbado la realidad / de incertidumbres y miedo al futuro / de madres preocupadas por sus hijos” (Oda a la fragilidad). El recurso a la lluvia, al paisaje, a la atmósfera que nos envuelve permite colorear emocionalmente estos poemas: “No te diré que aspiro / a irme, con esa lluvia / que entreteje las nubes” (No te diré);  “Llueve en la calle y en ti, / es lluvia ácida que hoy te impregna /…/ La lluvia resquebraja / las palabras crueles y sin sentido, / el absurdo discurso / de quien con menosprecio las pronuncia” (Lluvia ácida).

Carmen Salas del Río se interroga y se cuestiona: “Lleva en sus estrofas / el cansancio de los años / de no dejar abrir / la caja de Pandora que me habita” (La noche en blanco). Mira hacia atrás, hace balance con un ambiente semejante al de Pizarnik en varios poemas: “Con otros ojos ahítos de tantas experiencias / elaboro un bosquejo de la vida, / presagio mi cuerpo atravesado por el tiempo / mas no ensartó mi muerte en su trazado /…/ ¿Qué es eso, sino habitar la vida / con otros ojos?” (Con otros ojos); “El firmamento me nombra / y un tropel de pájaros me requieren / para que juntos alcemos el vuelo” (El firmamento me nombre)

 “Deja que el viento pase

pero atrapo los besos que no damos,

pero atrapo los besos,

cobijo los abrazos

cobijo los abrazos que se pierden

/…/

Dejo que pase el viento

ya viene tan henchida

de mimos y caricias

liberando alborozo y nuestras risas” (Cuando se te cae la vida)

Una colección de poemas en la que encontramos ternura, compromiso, denuncia, sal, silencio y un grito, una conversación, el paso del tiempo y vivir.