domingo, 28 de mayo de 2017

Libertad para adoctrinar



No es cuestión de imponer una idea sobre las demás, lo que se lleva ahora es pedir respeto para la propia.
Cuando se hablaba del fin de los grandes relatos quedaron desacreditados los intentos por unificar los ideales hacia una utopía compartida. A medida que los filósofos fueron socavando esta certeza, los medios de comunicación y el advenimiento de la democracia de masas hicieron insostenible la pretensión de entusiasmar a un pueblo con un horizonte determinado más allá del deporte. Quizás haya que aceptar que no ha sido tanto Nietzsche y sus cachorros posestructuralistas, ni los estudios culturales, ni el giro lingüístico quienes sean los responsables de esta época de relativismo. Hay muchos más actores en juego y los mecanismos del sistema hacen inviable imponer una ideología a todos.
                Es verdad que existieron momentos en los que parecía que se podía defender la opinión propia frente a otros ciudadanos en igualdad, al menos teórica. Lo que se perdió rápidamente en el camino fue la pretensión de convencer, ese mágico instante en el que ambos interlocutores se dan por satisfechos al llegar a una conclusión quasi hegeliana superando las posturas iniciales. Más bien se ha puesto de moda montar un espectáculo en el que se pueda gritar, se pueda uno mostrar ocurrente, sarcástico o simplemente despectivo con el único objetivo de contentar a los propios. No creo que ningún mitin de los últimos 30 años haya convencido a ningún indeciso, no digamos a alguien contrario. Los actos electorales son para celebración de los militantes de igual forma que las tertulias en los medios son el método para sacar fondos de la publicidad.
                Es curioso el cambio de actitud que presentan quienes estuvieron acostumbrados a tener la verdad y la ley de su lado. Quienes tenían el monopolio de la educación moral, los que controlaban los aparatos del Estado y decidían que unos colores debían estar proscritos mientras que otros recibían culto ahora se ven impotentes para seguir actuando con la misma conformidad. Hubo un momento en el que se les notaba nerviosos, con síndrome de abstinencia, acostumbrados a mandar y sentenciar, se advertía su frustración en exabruptos desde los más variados púlpitos. Ahora, sin embargo, prefieren delimitar su radio de acción y atar en corto a los fieles. En estos tiempos inciertos le dan la vuelta al argumento y pretenden que la defensa de la libertad de expresión consiste en que les dejen pensar como quieran y no les critiquen. Se quejan con rabia de que tras expresar sus ideas machistas o retrógradas les llamemos machistas o retrógrados.
                Lo he comentado muchas veces, la libertad de expresión no es que uno pueda decir lo que le venga en gana y no tenga consecuencias. La libertad de expresión es que puedas criticar –en especial al poderoso– y no te multen por ello. Implica que entras en un terreno de juego de réplicas y contrarréplicas: que si tú protestas por una medida, otros puedan quejarse de tu protesta y así con la esperanza de encontrar un punto de acuerdo o, al menos, que no se llegue a la violencia por defender unas ideas.
                Hay un montón de temas sensibles en los que la tradición entra en conflicto. (Iba a escribir con el progreso, pero me temo que es difícil decidir qué es progresar en estos tiempos confusos). El Tribunal Supremo acaba de dictaminar que los colegios que segregan por sexos no discriminan, que, particularmente a mí me suena a la monserga racista de “iguales pero separados”. Pero no es importante para el caso el fondo de la cuestión, sino la manera en la que se mantiene la discusión. Básicamente, los partidarios de los colegios segregados no pretenden imponer su modelo al resto de la sociedad –para empezar, tendrían muy poco éxito–, lo que exigen es respeto para su manera de entender la educación de sus hijos. De todas formas, es un primer paso en una pendiente resbaladiza: se comienza delimitando ámbitos para luego ir extendiendo su influencia poco a poco. De los colegios segregados a las “playas familiares” donde no se practique el top less para proteger a los hijos –como si un pezón femenino pudiera perturbar el sano desarrollo de un infante más que unas ideas rígidas en cuanto a la moral–, y de ahí, en adelante.
                Este caso es muy significativo porque tropieza con un eslabón clave en la perpetuación de las formas sociales: la educación de los hijos. A partir de ahí surgen todos los temas espinosos, todos los que tienen que ver con el adoctrinamiento de los “progres”. De ahí surge la negativa a tratar temas de la Memoria Histórica, de la supuesta “ideología de género”, de temas como los refugiados, la plusvalía, el pensamiento crítico… en fin, la maldad intrínseca del relativismo cultural como suprema ideología totalitaria. A los ojos de estos padres preocupados, cualquier intento de contradecir su relato es una intromisión, un adoctrinamiento. Ellos no pretenden que sus hijos decidan por sí mismos, sino apartarlos de cualquier desviación herética. No confían en que sus ideas prevalezcan por sí mismas, temen la influencia de cualquier otra. No quieren la libertad de pensamiento de sus hijos, lo que quieren es seguir adoctrinándolos ellos en sus propias y cerradas ideas. Creen que sus hijos son de su propiedad.
                Lo bueno de vivir en sociedad es que tiene uno la oportunidad de contrastar opiniones y material genético, eso es lo que nos hace fuertes como especie. Practicar la endogamia no hacen sino ponernos en una situación de vulnerabilidad. Someterse al escrutinio de los demás nos pone a prueba. Sería una verdadera lástima mantener unas ideas durante toda la vida sólo porque decidiste no contradecir a tu padre a los 15 años y te has cerrado a escuchar cualquier otra versión.
                Estos guardianes de la fe ni siquiera escuchan los argumentos de los demás, no pretenden convencer y por eso se creen muy tolerantes. Su intolerancia es tal que no consienten la convivencia entre las ideas, solo la confrontación. Así son los debates, en los que se intenta humillar al contrario, no razonar, sino imponer. Por supuesto que saben que no van a conseguirlo, lo que hacen es un parapeto, un repertorio de frases a usar como un crucifijo cuando el vampiro izquierdista, anarquista, ateo, progre, podemita les espete cualquier contradicción.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Reseña de Marina Centeno: Erosión. Lord Byron Ediciones. 2015



Erosión es el primer poemario escrito por la poeta mexicana Marina Centeno (Progreso, Yucatán) y el único disponible por ahora en España. Sus poemas se encuentran en diversas antologías y ha sido traducida al inglés, francés, italiano, catalán, portugués, rumano, húngaro y árabe. Entre sus libros se destacan Quietud (UADY, 2012), Inventivas (UADY, 2013), Interiores (UADY, 2014), Mi bolsa de poemas (Libro artesanal, UADY, 2014), Tres líneas (UADY. 2015), Poemas del Mar / Poemele Marine (Edición rumano-español Ediciones de HLC Bucarest Rumanía, 2016) y DÉCI +(MAS) (UADY, 2017).
            Aunque en su reciente última entrega practica la exigente forma estrófica de la décima, en este poemario prefiere el verso libre. Con suave musicalidad, en verso libre o blanco, el tono de Erosión es básicamente lírico, con un componente sensual e incluso sexual muy importante.

“Un presagio llena de azul los lagrimales
en puñado abstracto de salitre
que se estrella en el aire

Hay un cuerpo vencido
acostado al borde del pasado

La soledad arruga las cortinas
y a jirones deslava los ocasos

El sol cae
mitiga temblores hacia el centro
aunque el himen se rompa” (III)

            Los versos destilan emoción y hondura filosófica: “Sabemos que la luz produce sombras / aun así nos sobra oscuridad” (XIV). La madre (XXIX) es una gran figura para la poeta: “Crece indomable en procesión de agua / extensa / como madre envejecida” (XXV)
            Destacan en su poesía el uso de técnicas surrealistas, cercanas, por ejemplo, al chileno Raúl Zurita: “Me inundas / cuando tus manos aprietan caracoles / que se desparraman por mi espalda” (XX). O en el poema dedicado a Emilia Centeno: “Por qué –Emilia– si te beso península te devuelves océano” (XXIII).
            En el universo poético de Marina Centeno el paisaje de Yucatán es esencial, no como decorado, sino como protagonista presente en el discurso poético. No es la añoranza de un locus amoenus, es mucho más. Del mar provienen las metáforas, en el mar se sitúa la acción, el mar es el símbolo y el decorado. La belleza de cada detalle, el sol, los niños jugando, las cuerdas, los botes. Abundan las metáforas marinas: “Como se arruga el mar cuando erosiona / en una mancha gris sobre la arena / … / El mar finge indiferencia y reparte su anchura / cuando atraviesa como espada erecta / el hueso de la mesa costera” (IV), “Soy agua de sal – lo has comprobado  / llego desde la voz hasta el cansancio / para ganar terreno en bajamar (VI). El vaivén entre el paisaje y la metáfora, entre el interior del yo, poético y sensual, y el paisaje que le sirve de marco y de significante en la metáfora: “Llegamos juntos a la noche / a gastarnos la piel como tortugas / que mapean la arena con los dedos” (XII). Parece que le habla al mar como un amante, o al amante como el mar: “porque vienes y vas contra corriente / atestando tu hombría en el cimiento” (XIII), “Yo soy dársena / Tú hierro” (XVI)
            Todo gira en torno al concepto de erosión: “Fuimos amantes al descender el agua / corroídos de tiempo que frisaba nuestros labios” (XIX). Se introduce tanto el paisaje que los cuerpos se identifican con los elementos, las olas, el malecón. El mar como símbolo del paso del tiempo, las mareas suben y bajan (como en Marina Casado, Mi nombre de agua), la erosión como paso del tiempo (el reloj que lo mide), la erosión como producto del paso del tiempo: “Entre la corriente un poema se extingue / deja un triste reposo que todo lo deslava” (II).
            Los poemas se presentan en una especie de conversación, una voz que habla en primera persona y que se dirige a otra. La mayor parte de las veces responde a los requerimientos entre amantes. La cursiva acentúa en carácter de conversación. Una coherencia temática que le da la unión a los poemas como un único poema dividido en escenas. Se nota también en la utilización de las mismas imágenes en varios poemas: océano, poesía, sexo:

“El viento juega a desafío
cuando vienen los nudos a cimbrar las palmeras

Se lanza en erotismo como un dios que dispone
latigando la costa con la lengua

Se vierte en escándalo
al poema que gasta el desparpajo
en ajetreo histérico de niebla
que deteriora al mundo
porque llega de lejos la tristeza

Te lo decía –amor– cuando amanece
hay un hambre de azul por los rincones

y un impulso de luz sobre la muerte.” (XXIV)

            Erosión es una historia de amor. Podemos intuir una historia de amor, de idas y venidas, de olvidos y recuerdos.

“Puede el viento acomodar a los números
horrorizar a las fechas
como inquieto kamikaze de velamen en tormenta
que persigue a las nereidas
mientras la proa se hunde en su líquida respuesta

Voy a nombrarte: nunca

Mi pozo insondable
Oscuridad y pureza” (VIII)

            Se celebra la venida –y acometida– del amante, y se extraña su ausencia: “Si no vuelves se erizarán los muelles / morirá la tarde entre la marejada / y una ola de sangre ensuciará los bordes / donde las embarcaciones permanecen / espumando catástrofes de agua” (XXV)
            El final del libro trata sobre la pérdida: “Ya no yazgo en ti / porque el subtítulo es la muerte / cuando la estridencia estalla” (XXVI). Con tintes más trágicos: “Un sol negro eyacula su crepúsculo / por temblor de líquido se asfixia / para morir de ausencia” (XXVIII), “El horizonte no conduce a nada / pero aún está –atenazando el futuro– / con sus trazos inciertos / y sus malabares imperdonablemente sucios” (XXXII). Continúan poemas sobre la añoranza, el deseo de regreso: “si regresaras –amor– que sea en junio / cuando el faro violenta su hambre / en el indómito gris del infinito” (XXXIV).
            Erosión se convierte en un emocionante ejercicio de reflexión en clave lírica de cómo el tiempo pasa por nuestros cuerpos y sentimientos, como erosiona y transforma el propio paisaje, el amor, a nosotros mismos.

“Pasará el invierno –lo aseguro
volverá la luz en mansedumbre
a tornarse tropel dentro del ojo.

Volverá el cansancio que delata
volverá a destruirnos a centímetro
una y mil veces
hasta corroer nuestros gritos

Mientras erosionamos –lacios
tú a golpe de mar
y yo en el cimiento

Las olas repitiéndose la culpa
sobre un cuerpo que no es suyo
en pausa que moja los labios
y amontona lodo en las comisuras

No sabemos qué existe detrás del horizonte
cuando se hunde el sol sobre una mancha roja
que el tiempo diluye en el abismo” (IX)

lunes, 22 de mayo de 2017

Memoria y secreto



Lidiar con asuntos del secreto es francamente peliagudo en unos tiempos donde conviven dos regímenes imperativos sobre el guardar o divulgar. Por un lado, aparece como sacrosanto nuestro interior, al que nadie debería tener derecho de acceso si no es previa autorización y con cautela, y por eso nos escandaliza la facilidad con la que las aplicaciones informáticas acceden a nuestros datos y la insensatez de muchos adolescentes –y no tanto– colgando momentos íntimos en las redes.
                Pero, por otro, se impone el imperativo categórico de no guardarse nada, de contarlo todo, a los amigos, a la pareja, al terapeuta… Hablar sin vergüenza de todo, como el que descarga un peso insoportable. Contar las cosas es la liberación. Es un mandamiento básico en cualquier tratamiento para un trauma. ¿Cómo conjugar esta aporía? En una democracia, por supuesto, no debería haber nada condenado al secreto y de igual manera nada debía tener la obligación de ser dicho. Todo puede explicitarse, pero no existe la obligación de hacerlo. Todo puede callarse, pero nadie obliga al silencio. Todo quizás no, porque están los secretos que atañen a la seguridad nacional, las fórmulas magistrales de algunos productos, el secreto de las claves de las comunicaciones o de las cuentas bancarias, los amores inconfesables, reductos de nuestro interior a que a nadie atañen.
                Hace algún tiempo escuché a Almudena Grandes reflexionar sobre el silencio que tres generaciones han guardado sobre la Guerra Civil y la represión franquista. Los represaliados y sus familiares lo mantenían en secreto por temor a las consecuencias: se había convertido en un estigma haber sido un rojo. Los verdugos tampoco hacían gala de sus crímenes y, poco a poco, fue desapareciendo de las conversaciones. La segunda generación no escuchó a sus mayores hablar por cualquiera de los dos motivos, así que también callaron. Han sido los nietos o los biznietos de los represaliados los que han movido esto que se ha dado en llamar Memoria Histórica, unos cuantos entre la amnesia consentida por la masa.
                No necesito entrar aquí en justificar la necesidad de reparación de estas páginas no aclaradas de la historia. Más aún cuando defiendo que no se puede obligar al silencio de nadie. Charlando esta semana con dos miembros de un grupo sobre Memoria Histórica, me contaban cómo habían realizado las investigaciones. Sobre todo, historia oral, entrevistas, charlas, que siempre intentaban documentar en archivos, documentos, fotografías. La gente comenzó a estar dispuesta a hablar con el auge que empezó a tener la Memoria Histórica, pero, me comentan, se cerraron en banda en el momento que los del Partido Popular se pusieron a criticar.
                Cada cual es libre de decir o callar, de expresar sus opiniones sobre los más diversos temas, pero las palabras tienen consecuencias. La oleada de revisionismo sobre el franquismo y la represión abunda en la idea de que no hay que remover el pasado. Unos, como Reverte, planteando una falsa equidistancia: fue una contienda fratricida porque los españoles somos así, obviando los condicionamientos sociales de uno y otro bando. Otros, como Payne con el refrán de que entre todos la mataron y ella sola se murió, ni unos ni otros, ni dentro ni fuera hicieron nada por mantener la República. Intelectuales que acusan a la izquierda de mirar sólo al pasado mientras que otros, directamente falsean los datos: que si en Guernika no murieron tres mil personas, tan sólo cuatrocientas noventa y tantas, porque estaba el día muy malo y no había mucha gente en el mercado… Políticos acusando con desfachatez de buscar subvenciones cuando en estas investigaciones, normalmente, los familiares tienen que poner dinero. Y suma y sigue.
                Se ha escrito y reescrito la historia de la desamortización o la industrialización en España, no hay que asombrarse que se ponga en entredicho la inmaculada Transición. Cada cual, con argumentos y documentación puede expresar su punto de vista, con la responsabilidad de no condenar al silencio. La cuestión es que, como en cualquier debate historiográfico, hay que seguir investigando a escala local para luego generalizar los resultados. Y para ello es necesario hablar con libertad, no resucitar los fantasmas de un pasado franquista cuando lo sensato era no entender de política. La prepotencia de muchos impide que los familiares puedan, sin presiones, continuar su búsqueda, como si el deseo de encontrar los cuerpos de los represaliados fuera una manera de comenzar de nuevo una guerra civil. Subyace la idea de que, en cierto modo, merecían esa muerte, y que revivir su recuerdo conllevara inmediatamente al conflicto. El dictador sigue en su mausoleo, con todos los honores, mientras que hombres y mujeres comunes siguen en fosas, en cunetas, perdidos. Unos hablaron y su voz se escucha en el Valle, a otros se les recomienda no hablar, mantener el secreto vergonzoso de sus familiares.
                ¿Qué ganan los que critican a los que trabajan en la Memoria Histórica? Si fueran descendientes de los verdugos entiendo que no quieran ser conscientes de las vergüenzas de sus familiares, pero normalmente no es el caso. Verdad, justicia y reparación para las víctimas no lleva a ninguna guerra, a no ser que te empeñes en defender a los golpistas.
                Una fractura similar podemos observarla en el País Vasco, cuando significarse como no nacionalista estaba proscrito. La lucha por la palabra incluía no sólo hacer uso de ella, sino ocultar, hacer oculta cualquier otra, mostrando un consenso falso. Tuvieron que morir inocentes y rebelarse los inocentes para que se escuchara su discurso, para que no se mantuviera en el secreto su disidencia de esa violenta imposición de nacionalismo colérico. La situación, con ETA, e incluso sin ella, requiere de un valor importante porque las heridas y las amenazas están muy recientes. Más lejanas quedan las víctimas de la represión franquista, que no piden sino reparación. Menos hay en juego salvo un encubrimiento fariseo del franquismo.
Decía el maestro Juan de Mairena que el diablo no tiene razón, pero tiene razones, y en una república democrática hay que escucharlas todas. No es cuestión de pedir permiso para hablar, es poder hablar sin permiso. Y no todos tenemos las mismas oportunidades de hablar, ni el mismo poder para defendernos. Es de responsabilidad democrática permitir a las víctimas enterrar a sus muertos.
En la tragedia griega, Antígona quiso enterrar a los suyos pese a la prohibición de Creonte. El grito de Antígona es la voz de los que sienten a los suyos y desafían la norma que el poder ha impuesto arbitrariamente. Fue condenada a muerte y, para evitarlo, se suicidó. Aprendamos la lección de los clásicos. No vayamos a condenar nosotros ni a permitir que el suicidio de la voz acabe en el silencio.