El ser
humano tiene una naturaleza confusa. Hay momentos históricos en los que, como
recordaba Hanna Arendt, se primaba lo social como la esencia de la humanidad.
Cuando estamos en casa cocinando, comiendo, durmiendo… somos igual que los
animales. Lo que nos hacía humanos era la convivencia en el ágora, la política,
el negocio, la filosofía… Sin embargo hemos conocido muchos filósofos
solitarios, gruñones, cascarrabias como aquel que buscaba al hombre bueno con
una linterna y quería más a su perro. O el contradictorio Rousseau, tan
partidario de la bondad del ser humano como desconfiado con la sociedad, a la
que culpaba de todos los males.
Nietzsche
escupía sus frases contra la multitud aborregada y situaba la valía del hombre
en la cantidad de soledad que puede soportar. La virtud de la vida exige el
coraje para huir a la montaña como un caminante solitario. David Henry Thoreau,
de carácter quizás más pacífico, vivía feliz en Walden, su cabaña apartada de
todo rastro humano.
Aparte
de algunos memes y frases memorables
en libros o revistas es bastante poco probable que el común de los mortales
haya leído a Thoreau o se haya familiarizado con Nietzsche, sin embargo, el
prestigio de la soledad ha quedado como un lugar común, como un lema que, de
tan repetido, no se cuestiona. Se asume que es así.
Como en
tantas ocasiones no es casualidad, este valor de la soledad está con consonancia
con el individualismo propio del liberalismo y del empirismo más cerril. Las
raciones individuales salen más caras que los tamaños familiares. Y eso sin
tener en cuenta la mala fama que tiene la familia. Una mala fama que se repite
como un mantra en todas las series de televisión, en todas las tertulias
mañaneras, en todas las películas sesudas. La pareja es una carga, los hijos
son preocupaciones, madurar es sinónimo de envejecer y así no queda más remedio
que acomodarse en una imagen de un Peter Pan que no deje de ser niño.
Pero
todas esas incomodidades ocultan las satisfacciones intrínsecas a la vida en
pareja y en grupo. Por eso aparecen mensajes de contra-inteligencia alabando el
compañerismo, el trabajo en grupo, el sacrificio en aras del bien de la
empresa, del país, de la humanidad.
Y entre
dos aguas nos intentamos manejar.
La
balanza, creo que hay pocas dudas, se inclina en este principio de siglo hacia
la soledad más que hacia la comunidad. Las estrategias encuadran a los demás, a
los otros en el Otro, como decía hace poco Enrique
Carretero, obstáculo o competencia. La vida es así. El mundo funciona así.
Se
confunde la ambición con la codicia. Se puede ser ambicioso queriendo escribir
el poema que más conmueva los corazones, pero se es codicioso cuando se intenta
triunfar en el mundillo dándose a conocer a toda costa, ninguneando a los
colegas, peloteando a las editoriales, pidiendo favores, vanagloriándose de
cualquier cosa. Y si es así en algo tan poco productivo como el mundo de los
poemas, el escenario de las grandes finanzas debe ser aterrador.
Lo malo
del asunto es que, como en las películas americanas de detenciones y juicios,
todo lo que digas podrá ser utilizado en tu contra. Ante la avalancha de
avaricia y de adoración al dinero, aparecen personas que se resisten y proponen
una economía más humana, una perspectiva colaborativa, sin billetes de por
medio: bancos de tiempo, intercambios desinteresados, voluntariado,
organizaciones ciudadanas que puedan hacer un poco más digna la vida de los
descontentos de la modernidad. Pues hasta estas buenas voluntades son
doblegadas en servicio del Gran Sistema, todas son manipuladas para conseguir
que todo lo que pueda ser un negocio sea un negocio. En el mejor de los casos,
dan oxígeno a un mundo corrupto, en el peor, se convierten en cómplices de este
sistema económico.
El
individuo, ese gran invento para enfrentarse a la Doctrina de la Santa Madre
Iglesia, para enfrentarse al Rey Absoluto, para edificar un mundo de derechos…
se convierte en el verdugo de la felicidad a la que había prometido buscar. El
individuo rompe los lazos que hacían la vida más humana, se empeña con un
delirio suicida en apartarse de sus congéneres. Así seré más fuerte, más alto,
más grande, más autosuficiente, más hombre…
Y así,
con el orgullo con el que fue capaz de construir la Torre de Babel, el
individuo atomizado destruye todas las demás aspiraciones que no sean la
codicia sin límites. Una carrera hacia ningún sitio. No podemos extrañarnos de
que cunda el desánimo y la apatía, que los grandes relatos se queden en tweets de 140 caracteres que cambiamos
de hashtag mil veces, que no seamos
capaces de mantener la ilusión.
Cualquier
concesión a los demás es una debilidad que no podemos permitirnos. Cualquier
detalle de amabilidad, una hipocresía. Brutalmente honestos, cruelmente
sinceros. Quemando los puentes con los semejantes. Nuestro cuarto, nuestro
castillo. Un cuarto propio, clamaba Virginia Woolf. Un cuarto propio conectado,
pedimos ahora, nos dice Remedios Zafra, que nos una a las redes sociales
virtuales cuando no sabemos mantener las corporales. Nos da pánico asumir que
necesitamos a los demás. Ni siquiera como los erizos de Schopenhauer, trágicamente
conscientes de que su necesidad de calor les hace unirse y sus púas, alejarse.
Elevamos las púas a la categoría de emblema de la especie, desechando todo lo
demás que nos define.
No
somos capaces de ajustarnos a un tiempo, confundimos el mañana con el futuro,
no queremos mirar al pasado aunque añoremos con fascinación las grandes
batallas. Olvidamos su sufrimiento y el dolor, ensalzamos el heroísmo para ser
nosotros pequeños héroes de andar por casa, cuya única hazaña sea darnos
cabezazos todos los días contra un muro que no se mueve. Contra un muro que es
nuestra muralla, nuestro caparazón, nuestra coraza. Ese muro que nos protege
son los otros, los demás, la sociedad. Ellos, que nos permiten vivir a nuestro
antojo, son nuestro enemigo.
Así de
insensato es el hombre solitario.