En
estos tiempos inciertos en los que todo se trastoca y adelanta, en los que es
difícil tener claro qué va antes y qué va después, en los que se reinventa la
historia y las palabras acaban significando caprichosamente surgen debates que
adquieren una inusitada relevancia a nivel cotidiano. Los símbolos se cargan de
un significado más radical, se transforman en marcas definitorias de la
ideología, de la personalidad, de la calaña de cada individuo.
Se
habla de nueva política, aunque demasiado a menudo es difícil distinguirla de
la antigua. Esta nueva política, de plataformas y partidos sin nombre de
partidos parece enfrascada en una lucha simbólica. Poner o no poner la
representación del monarca, retirar o no los símbolos franquistas, evitar que
las mujeres aparezcan mercantilizadas en las celebraciones, desaprobar las
manifestaciones religiosas en las instituciones… Sospecho que es una manera muy
fácil que tienen ciertos poderes fácticos de desacreditar a estos advenedizos.
Espero sinceramente que su política consista en algo más que en corear
eslóganes y tocar las narices del hombre de a pie.
Me
pregunto si tácticamente es buena idea enfrentarse a la opinión pública por
cuestiones meramente simbólicas o si es preferible posponer esta lucha por los
espacios de representación y enfrascarse en problemas más prosaicos como el
reparto de competencias, presupuestos, implementación de políticas de igualdad
más allá de las nomenclaturas… Me lo pregunto seriamente porque sé que la
cultura, entendida en el sentido más amplio, es un ámbito hasta cierto punto
independiente y es un campo de batalla, a veces, tan importante como el
monetario. Ocupar los espacios públicos que tradicionalmente se han arrogado
otros ha resultado efectivo, por ejemplo, en la lucha contra el terrorismo. Es
por eso por lo que no me parece mal la campaña de los llamados autobuses ateos.
Si sólo se manifiestan los creyentes es fácil creer que la dicotomía está entre
los distintos credos, en lugar de poner en juego la ausencia de fe como opción
a tener en cuenta y respetar.
Soy
ateo, y un ateo combatiente. Tengo que confesar que no soy un prodigio de
coherencia y que he cambiado de parecer con el tiempo[i].
Ser ateo combatiente significa que no respeto las ideas de nadie por ser las
ideas de nadie. Respeto a las personas, y en especial, procuro respetar la fe
auténtica, la manera en que cada uno se maneja con cuestiones sobre la eternidad,
la existencia de dios o el fundamento profundo de su moral. Pero, para
discutir, necesito argumentaciones más allá de esa relación personal con dios.
Discutiré cualquier cosa para procurar convencer, que no aplastar. Con-vencer,
vencer con, como me considero convencido cuando alguien me muestra algo
distinto y mejor a lo que yo pensaba.
Por
otra parte, considero que es prácticamente imposible hacer cambiar a otra
persona de ideas, si éstas son profundas. El sentido que tiene escribir estas
palabras, o meterme en discusiones reales o virtuales, es sobre todo quebrar la
hegemonía en el pensamiento. Tendemos a escuchar o a seguir a quienes sostienen
opiniones similares a las nuestras, de esta forma nuestros argumentos se refuerzan.
Sólo nos llegan las posturas más ridículas e indefendibles del contrario, lo
que nos hace más intransigentes en nuestra posición. Escuchar en un debate
tranquilo explicaciones más o menos razonables quizás no nos convenzan, pero
abrirán una brecha en la totalizadora posición de partida.
Así
que, sin pretender convencer a nadie, mi opinión es personal y la comparto por
ese afán que tenemos de compartir ideas. En primer lugar creo que la religión
tiene un papel excesivo en la vida pública española. La católica me refiero. No
me vale el argumento de que la mayoría de la población está bautizada porque
hasta hace no mucho era obligatorio el bautizo. Tampoco me parece que se
mantenga eso de decir que soy “creyente pero no practicante”. Es una manera
bastante hipócrita de considerarse a uno mismo que da fuerzas al sector más
intransigente de la jerarquía católica para exigir un trato preferencial, no
sólo frente a otros credos, también a los que no profesamos ninguno.
Que la
cultura española esté enraizada en el catolicismo es un hecho, pero eso no
quita, precisamente, que tenga que ser para siempre. El castellano que hablamos
se parece pero no es el mismo que el de Galdós y ha cambiado mucho más desde el
de Cervantes. Las costumbres cambian. La tradición no es, al menos para mí, un
argumento serio. Tradicionalmente se ha despreciado a las mujeres, como hacen
muchas religiones, que no les permiten el sacerdocio, y eso no significa que
tenga que ser así. Tampoco comprábamos con tarjeta de crédito ni llamábamos por
móvil.
Además,
festividades como la navidad, son anteriores al cristianismo, y se vistieron
torpemente de religión a lo largo de la edad media. No tiene sentido que el
hijo de José y María naciera en diciembre y los ángeles lo anunciaran a los
pastores que estaban durmiendo al raso. En este clima estarían muertos de
congelación. Las primeras comunidades cristianas lo celebraban en varias fechas
a lo largo del año. Es más bien el intento de hacerlos coincidir con el
solsticio de invierno, dotando de simbología al día más oscuro del año. Parafraseando
a Shakespeare, es justo antes del alba.
¿Se
puede celebrar la navidad, hacer regalos y no ir al trabajo siendo ateo? Yo
creo que sí, que todos aceptamos nomenclaturas y rutinas aunque sabemos que no
son ciertas. Por ejemplo, seguimos diciendo que el sol sale, cuando sabemos
perfectamente que es la Tierra la que gira sobre sí misma. Aceptamos el
descanso dominical, que es el día del señor. Paramos de trabajar el día de la
Hispanidad, o día de España, o día del Pilar, que ya me tienen liado. Por
cierto, la semana de siete días tiene que ver con el ritmo lunar y la mayoría
de los santos son celebraciones paganas.
Regalar
me parece bien, es una oportunidad de mostrar tu cariño, aunque, he de
reconocer que molesta un poco tener que hacerlo cuando las tiendas están a
rebosar. Y es un poco latazo comprar por comprar, sobre todo a aquellos con los
que no tienes una afinidad desbordante. También se regalan en los aniversarios,
en los cumpleaños… cualquier motivo es suficiente.
Lo que
me parece impropio es que las instituciones públicas se sitúen con una fe
determinada. Un belén en un colegio, por ejemplo. No me parece oportuno. Ni
siquiera me parece adecuado que se imparta religión en los colegios (que merece
debate aparte), ¿cómo se va a representar una religión concreta en un espacio
que es de todos, ateos, cristianos, musulmanes…? El crucifijo en las aulas ha
desaparecido y nadie lo ha echado de menos, pero estoy seguro que muchos
cristianos protestarían y otros bramarían para que volviera porque es nuestra
cultura. La mía no, ¿por qué va a presidir mi clase? Ni siquiera estoy de
acuerdo con tener una foto del jefe de Estado o una bandera.
El
ejemplo norteamericano es paradigmático. Es una sociedad en la que la religión
ocupa un lugar muy importante, pero cada uno con la suya. Un episcopaliano, un
judío, un luterano han aprendido a vivir en comunidades que comparten el
espacio. Hay templos que sirven a varios cultos, así que no tienen ninguna
marca externa de ninguna religión concreta. Han conseguido crear una navidad
vaciándola de contenido religioso. Más allá del frenesí consumista, los
estadounidenses han inventado una tradición, con sus valores de hermandad y
buena voluntad. Tienen también su figura, “Santa”, que representa estos valores
que trascienden cualquier credo, como todas las películas navideñas se encargan
de repetir todos los años.
Yo,
como ateo, no pienso que sea necesario un ente superior que nos haya creado, y
si lo ha hecho, mi resentimiento o su sentido del humor no tienen límite. Las
religiones, cada una a su manera, han intentado que los hombres se sientan mal,
los propios con las culpas y los pecados, el resto, por no compartir la fe y
merecer la condenación eterna. Respeto que otros puedan tener sus convicciones,
pero preferiría que no tomaran las calles como si no hubiera ninguna duda de
sus ideas y costumbres. Me gustaría hacer notar que sí, que me molesta la
hipocresía de representar un belén y no tomar medidas contra los desahucios,
que se hable de epifanía y se criminalice a los emigrantes y refugiados, que se
hable de hermandad y de paz y se masacren países enteros. Habría que recordar
que los capellanes castrenses bendicen las bombas que destrozan vidas y
predican poner la otra mejilla. Por eso, y mucho más, creo que los símbolos
religiosos, los que tradicionalmente están en el país donde vivo, y los que
están en otros países, son símbolos de distancia entre los hombres y encarnan
unos valores con los que se han iniciado guerras. Por eso estoy en contra.
No digo
que haya que imitar a los americanos, como tristemente acabaremos haciendo,
digo que es posible crear un espacio público en el que la religión no esté
presente institucionalmente. Un espacio público donde quepan todos los credos,
incluso el ateísmo. Sin prohibir ninguno, pero cuidando especialmente que
ninguno se sienta superior. Si alguien quiere su celebración, que la organice,
con el límite, evidente, de respetar todas las ideas y sin que ninguno acabe
montando un belén. Mientras tanto, disculpen, que estoy pensando en los regalos
de las fiestas que vienen.
[i] Me
parece absurdo mantener unas ideas con las que no me siento a gusto si soy
capaz de actualizar el sistema operativo de mi ordenador. Haber defendido una
posición de adolescente no me parece motivo suficiente para seguir
defendiéndola. Mis ideas son las mejores, simplemente porque si encuentro que
las de los demás demuestran ser más efectivas o más inteligentes, las cambio.
Es lo que tienen las ideas. Procuro actualizar mis razonamientos y las bases de
mis juicios en la medida de lo posible. Así que tampoco me extraña que en el
pasado haya tenido puntos de vista sensiblemente diferentes.