En más
de una ocasión me he referido a la libertad de expresión, que debe tener los
menores límites posibles. También hay que tener en cuenta el momento y la
función de lo que se dice, quién lo dice y cómo lo dice. No es lo mismo que yo
exprese ser antitaurino en la barra de un bar que en clase con niños pequeños. No
es lo mismo que lo diga un juez en un auto que un vecino en un panfleto. De
igual forma que un “guapo” o un “señora” puede significar muchas cosas
diferentes dependiendo del tono con el que se diga.
Un
especial cuidado, creo, hay que tener con los medios de comunicación de masas.
En estos medios, como la prensa o la televisión, se debe distinguir muy
claramente la publicidad de los programas, y la opinión de la información. Por
supuesto esto es muy teórico, porque es muy difícil, y eso lo sabemos los
aficionados a la sociología del conocimiento, que se pueda hacer una división tajante
entre lo que los números parecen “cantar”, y la melodía que los “expertos”
llevan ya tarareada de casa. Se debería exigir a los informativos más seriedad
y rigor que durante las tertulias. Los participantes en los debates pueden
expresar sus gustos y sus disgustos, pero no deberían mentir descaradamente, ni
tergiversar. Aun así se podría disculpar en el fragor de la disputa.
Lo que
sí me parece digno de analizar es la masiva reacción de los medios de
comunicación ante determinados temas. Una reacción que acaba por trascender a
las llamadas redes sociales, lo que es síntoma de que la consigna ha sido
asumida por muchos ciudadanos. Digo consigna porque no se trata de una simple
afinidad de posiciones, es que se repiten machaconamente los argumentos, los
ejemplos, las palabras.
Uno de
los procesos más importantes en la socialidad es la empatía, y, en especial,
los procesos de indignación. A través de la indignación nos ponemos en el lugar
de la víctima, sufrimos como propia su injusticia. Es una emoción muy potente y
puede movilizar radicalmente, no sólo a personas individuales sino a grupos
enteros. Los motines y los linchamientos son tristes ejemplos de esa
indignación.
Lo que
me llama la atención, podríamos decir que me indigna, es la disparidad en las
indignaciones de mucha gente. Hay personas que se indignan por unos motivos y
no por otros, eso es lógico, lo raro es que no se sientan ni siquiera aludidos
cuando la causa es muy similar. Ejemplos hay muchísimos en política. Lo que nos
parece una reacción brutal de unos, a los rivales le parece un “¡zasca!” digno
de aplauso. Unos insultan al populismo
y, a la vez, piden respeto para los que votan a los populares. Los insultos de un antiguo cantante a una
política, esos no indignan tanto. Hay dictaduras que sí y dictaduras que no.
Esta
semana de sanfermines tenía que salir el tema de los toros. No queda otra. Como
en la feria de San Isidro o a raíz del Toro de la Vega. Son los momentos en los
que unos y otros sacan sus argumentos y se entabla, no una danza, como le
gustaría al profesor Emmánuel Lizcano, sino una dura batalla en la que unos
atacan y otros defienden, unos buscan los puntos débiles y están cargados de
razones.
Estoy
en contra de los toros. No porque me gusten los animales, en realidad, no
quiero tener trato con ellos. Que se queden en su sitio y yo, tan contento, en
el mío. Sin embargo, los argumentos de los defensores de la tristemente llamada
“fiesta nacional”, sinceramente, no me convencen. Una tradición no es, al menos
para mí, fuente de legitimidad absoluta. La discriminación de la mujer y de las
minorías, la esclavitud, el rechazo a la medicina son tradiciones que,
afortunadamente, van desapareciendo. Que sea una fiesta legal está en sintonía.
La esclavitud fue legal, la prohibición de ejercer de notario y dar fe para la
mujer no se abolió hasta la II República. Hasta bien entrados los años 70 la
mujer no podía ni tener cuenta bancaria propia. Y todo era legal. Los
argumentos basados en la buena vida del toro de lidia y en la igualdad de
fuerzas entre el toro y el hombre son peticiones de principio. Me suenan a
autojustificaciones de quienes están acostumbrados al toreo. Creo que hacer
daño como forma de arte sólo podría tener una lejana justificación si son dos
adultos que consienten. Pero, en fin, cada uno puede tener su opinión.
A
través de las redes sociales hay quienes dicen alegrarse de la muerte de un
torero. Inmediatamente saltan las denuncias, el periodismo investigador a la
búsqueda de la verdad, los escandalizados en las mismas redes. En realidad no
hay tantos comentarios de este tipo, pero sí que son muy comentados y
recomendados. No creo que la vida de una persona y la de un animal deban tener
la misma consideración, lo que no significa que unos u otros no tengan
consideración ninguna. Pero ahí están los indignados medios y los comentaristas
que aprovechan para acercar el ascua a su sardina. Un periódico monárquico
denuncia estos comentarios y los sitúa dentro del “amparo de los populistas”.
Un columnista que los compara con ETA. La verdad es que la frase a la que se
refiere era amenazadora, pero prefiere hacer referencia a la banda armada antes
que a mafiosos. Por algo será.
Se
produce un atentado, indigna si es en Francia y no si es en Bagdad. Las
víctimas son inocentes si están viendo fuegos artificiales y no lo son tanto si
están en un bar de ambiente homosexual. Parece que nos identificamos con unos y
no con otros, siendo tan similares los hechos que, sinceramente, me preocupa.
También
están los que amplían su indignación hacia el enemigo. A partir de este
momento, todos los que tienen la misma religión son igualmente sospechosos.
¿Por qué no todos los que tengan la misma barba, el mismo color de ojos… o que
sean varones? Hay muchos tipos de musulmanes igual que hay muchos tipos de
católicos. Creo recordar que el terrorismo del IRA tenía un componente católico
también, para no irnos muy lejos. Indigna a la gente ya cualquier tipo de
emigrante que provenga de un país de mayoría musulmana, sea la persona o no
religiosa. Viene del Magreb, ¡hay que tener cuidado!
Y de
paso, arremeter contra todos los que piensan, pensamos, que la única forma es
la paz y el diálogo. Acarreamos la denigrante etiqueta del “buenismo”, que, por
lo visto, es la causa de todos los males. Pero, que yo sepa, los buenistas nos
indignamos con las injusticias, más incluso que otros más “realistas”, pero
nunca cargamos con armas, ni bombardeamos, ni dirigimos camiones o aviones
contra población inocente. Ni siquiera damos capotazos.