Decíamos ayer que la identidad
grupal supone un reto y suscita quizás más problemas de los que solventa. Pero
la identidad individual no es menos problemática. La identidad grupal nos
identifica como miembro de una comunidad, resalta lo que nos hace iguales a
otros. Las tribus urbanas podrían ser el más florido ejemplo de este proceso.
Pero no sólo de disfraces vive la identidad, identidad grupal es la nacional,
la de género, la combativa en un determinado frente... Decíamos que esta
energía desplegada de la identidad como nexo común, como re-ligio en sentido
literal y primigenio, lo que nos hace “nosotros” frente a un ellos. Es un
cemento social especialmente poderoso y un fabuloso disparador motivacional.
Pero, ¿existe más allá de la
adscripción a un grupo alguna característica que nos identifique? Parece ser
que sí, que podemos rastrear en nuestras actuaciones unos patrones de conducta,
errores o aciertos, un algo, quizás difuso, que nos hace únicos. Algo
reconocible a través del tiempo, de los ambientes, apreciable por los demás y
por nosotros mismos. Esto es típico tuyo.
Aunque la genética claramente
inclina hacia algunas peculiaridades, no es el ADN, debe ser algo más, porque
dos gemelos idénticos tienen identidades distintas. ¿Dónde deberíamos buscar?
Tenemos la certeza de que somos predecibles, para nosotros y para los demás.
Sin embargo tenemos la sensación de que podemos actuar de manera sincera, somos
nosotros mismos, y podemos actuar de manera algo fingida. Somos amables por
educación, nos mordemos la lengua, nos cohibimos o procuramos ser más alegres
de lo que nos pide el cuerpo. En diferentes situaciones somos distintos, ¿cómo
podemos asumir que tenemos una identidad? ¿Somos realmente idénticos a nosotros
mismos?
Creo, más bien, que tenemos
cierto aire de familia. Decíamos ayer que podía ser debido a la disonancia
cognitiva que tiende a eliminar de nuestra memoria los sucesos que no cuadran
en la narrativa concreta que nos hemos asignado. Yo soy muy torpe hablando con
la gente. Pero si lo haces muy bien. Bueno, mi trabajo me cuesta. Pues no se
nota. Somos extraños, tenemos demasiadas excepciones a nosotros mismos.
Convivir, concedemos, consiste en
manejarnos más o menos resueltamente con unas máscaras. La máscara de
dependiente amable, la máscara de consumidor estricto, la máscara de votante
ilusionado. Notamos un cansancio por gastar energía en adoptar personalidades
fingidas. Y es cierto que a veces forzamos nuestra conducta, nuestros afectos,
bien por contagio o por interés. Y llegamos a casa para descalzarnos los
zapatos de la calle que nos aprietan, quitarnos la ropa entallada, dejar
cuidadosamente el pantalón y la chaqueta para que no se arruguen y volverlos a
usar al día siguiente. Nos desmaquillamos la sonrisa y miramos la televisión
con la cara inexpresiva de quien necesita un reposo y estiramientos para evitar
las agujetas. Sólo nos sentimos nosotros mismos en casa, con los nuestros, o
mejor, en soledad, cuando no tenemos que hacer ningún esfuerzo.
Esta impresión se consagró a
partir del nacimiento de la sociedad burguesa y el romanticismo, cuando la
tarea del héroe fue enfrentarse titánicamente a la tiranía de la sociedad
encorsetada. Sin embargo nos contaba Hanna Arendt que en la Grecia clásica los
hombres sólo se sentían verdaderos hombres en el ágora, en la plaza; en la
casa, en el oikos, sólo se realizan las tareas propias de la
subsistencia, lo mismo que hacen los animales, comer, dormir, procrear...
No sé si la sociedad actual está
en lo correcto al considerar que sólo mostramos nuestra identidad cuanto más
estemos en soledad, sin que nadie nos mire ni nos juzgue. No sé si los griegos
eran más sensatos al considerar que la esencia del ser humano era la polis,
la sociedad. Sólo pienso en el sufrimiento que conlleva considerarnos a
nosotros mismos traidores a nuestra propia causa personal. Sentirnos fingidores
constantes. Si nos hemos definido como personas tímidas nos produce cierto
resquemor mirarnos a nosotros mismos en las reuniones sociales y comprobar cómo
nos desenvolvemos, a lo mejor debemos cambiar nuestro descriptor. No somos
tímidos, somos
personas-en-general-tímidas-que-podemos-gestionar-las-relaciones-sociales-con-cierta-competencia.
Unas veces defendemos
ardientemente unas causas para luego sorprendernos adoptando posturas contrarias.
Ser fiel a uno mismo lo convertimos en un imperativo por encima de cualquier
obligación con nosotros mismos o con los demás. Defendemos unas ideas porque en
cierto momento nos parecieron razonables y a partir de ahí cambiamos antes de
coche o de pareja que de ideas. Y orgullosos estamos. En realidad vamos
cambiando, nos vamos adaptando, vamos evolucionando, no somos los mismos de un
día para otro, ni tiene por qué gustarnos la misma música -que no nos gusta-,
ni tener la misma sensibilidad para las comidas.
Somos personas que nos
contradecimos, que vemos la paja en el ojo ajeno y somos incapaces de ver la
viga en el propio. Y nos parece bien, cambiamos de códigos morales y
lingüísticos atendiendo a la situación y malo sería que no lo hiciéramos. Nos
pueden desagradar los animales y tener mascota. Podemos ser muy generosos en
ocasiones y muy mirados. Podemos ser xenófobos y tener amigos marroquíes. A
veces vemos más allá de nuestras limitaciones y complejidades para darnos una
coherencia que no tenemos.
Aceptémoslo, no tenemos una
identidad inmutable, inalterable como una roca al paso del tiempo. Debemos
cambiar, y de hecho cambiamos. En el tiempo, a lo largo de los años. Eso es
sano. Y también es sano cambiar con respecto a las situaciones. No pretendo
hacer un elogio de la hipocresía o transfugismo, sólo creo que asirnos a una
identidad constreñida nos acarrea muchos más problemas que considerarnos seres
multiformes.
Sencillas normas como procurar no
hacer daño, traer más felicidad y belleza al mundo son tareas más que
suficientes para estar satisfechos con nosotros mismos y que requieren
habilidades diferentes. Una orquesta funciona con diversas voces y cambios de
ritmo.
La identidad es algo en constante
construcción y en constante evolución. Es inevitable, pero cuidado también con
ese lema importado del deporte por el que siempre hay que mejorar, implementar,
alcanzar nuevas metas. Como Rilke en su oda a un torso antiguo: “Has de cambiar
tu vida”. Convertir una carrera de continuo perfeccionamiento es propio de
deportistas pero no necesariamente de una vida plena. No es necesario esa
constante evaluación, con sus buzones de sugerencias para el alma y el cuerpo.
Descubrir la propia identidad ya parecía a los griegos suficiente tarea para
llenar una vida. Por eso en el oráculo de Delfos recomendaban conócete a ti
mismo.
Por mucho que mantengamos ciertos
rasgos, por mucho que seamos genio y figura hasta la sepultura, no somos un
monolito, somos identidades multiformes y cambiantes, irresponsables y
calculadores, románticos y pragmáticos, en mayor o menor medida. Muy de mucho,
y poco de otras cosas. ¿por qué no? La identidad personal es como el Argos, la
nave de Jasón cuando buscaba el Vellocino de Oro. En el viaje tuvieron que
reparar el barco y tuvieron que sustituir todas y cada una de las piezas que lo
componían. Al terminar el periplo no quedaba ninguna de las piezas que lo
comenzara, pero todos reconocían la misma nave.
Unos cambiamos radicalmente,
otros mejoran, la mayoría nos echamos a perder, y todos nos transformamos con lentitud.
En estos casos me gusta recordar unos versos de Walt Whitman:
“Me
contradigo, sí, me contradigo.
Soy inmenso, ¡contengo
multitudes!”