domingo, 25 de octubre de 2015

Individuos por definición


Comencemos por reconocer mis faltas. Me cuesta mucho trabajo definir las cosas, nunca acabo satisfecho de cómo se delimitan los conceptos o los objetos. Inténtenlo con algo cercano. Por ejemplo, prueben a esbozar una definición de “familia”. Seguro que a todos los intentos le puedo encontrar un resquicio de duda, de indefinición, de error… Con los objetos individuales también me cuesta. Me imagino un árbol y no sé realmente dónde acaba su última raicilla y empieza la tierra fértil que le transmite la sustancia. No sé si la comida está dentro de mí o simplemente me atraviesa… En definitiva, me declaro incapaz.
Muchos sociólogos, economistas, etólogos, filósofos, pensadores, en suma, asumen como estadio original del hombre su individualidad. Y establecen una historia retrospectiva como una lucha por conseguir los derechos individuales y la libertad del sujeto contado de uno a uno. La libertad es individual o no lo es. No existe la libertad de un grupo. El individualismo metodológico, le llaman.
Floyd Allport llevó al extremo esta postura cuando denunció lo que él denominó, en 1922, la falacia del grupo social:
"... Nos hemos ocupado tanto hablando de tipos de grupos, intereses de grupo, conciencia de grupo y grado de solidaridad grupal que hemos olvidado que el locus de toda psicología, individual o social, es el sistema neuromotor del individuo [...] el grupo no es un hecho elemental, el análisis debe ir más allá, hacia la conducta de los individuos de que se compone."
F. H. Allport (1923/1985). La falacia del grupo en relación con la ciencia social. En Revista de Psicología Social, 0, 77
Su posición en contra de cualquier análisis marxista es evidente e inmediata, pero su alcance es mayor, intentando desautorizar todo estudio superior al de la psicología o medicina individual: ni psicología social, ni sociología, ni economía que hablase de grupos. Incluso Margaret Thacher, que sentenciaba la muerte de la sociedad cuando sólo admitía la existencia de familias, empresas y Estado, estaría pasándose. Sólo existen individuos que reaccionan, que compran, que deciden, que mueren… Si bien suscita la simpatía de lo simple, de lo provocador, es también patente el rechazo instintivo a esta tesis.
El concepto de fenómeno emergente es un fácil comodín para explicar que no toda la química se reduce a física, que toda la biología no se reduce a química, o que toda conciencia individual es más que la suma de reacciones bioquímicas en el cerebro. Seamos más radicales aún. La propuesta de Allport es tan absurda como intentar describir la digestión sólo a través de la minuciosa acumulación de datos de cada una de las células que intervienen en el aparato digestivo. Aunque fuera en el nivel explicativo, es necesario el grupo social como concepto.
Los think tanks liberales están enfrascados en una lucha en muchos frentes contra cualquier atisbo de comunitarismo/grupalismo en las ciencias. Por ejemplo, el concepto de inteligencia social se aplica a los individuos que saben, o no, lo pertinente en cada situación de confluencia de varios sujetos. La inteligencia de las multitudes es otro ejemplo. Bajo este sugestivo título se hace referencia a la posibilidad, por poner un caso, de averiguar el peso de una vaca a partir de las estimaciones individuales de un número cuanto mayor mejor, de personas que no establezcan relación entre sí. Así conseguimos que no se influyan unos a otros en el error. Coma hierba, millones de vacas no pueden estar equivocadas. Es una manera individualista de concebir las multitudes.
La segmentación del mercado, y del mercado laboral especialmente, es aplicar la máxima del divide y vencerás de una manera desvergonzada arguyendo que no existen grupos, que hay que hacer distinciones, porque todos somos iguales porque somos diferentes. Reivindicar la diferencia como herramienta para aplicarte un horario, un salario y un contrato distinto rompe cualquier solidaridad de grupos y que pierda sentido aquel grito del “obreros del mundo, ¡uníos!” Nadie se siente igual a nadie.
La enseñanza personalizada nos iguala porque nos diferencia hasta la náusea, evitando que los contenidos del conocimiento, las experiencias que nos definan puedan ser compartidas. Cada cual ve su programa de televisión cuando le apetece, sus series, compra según sus ídolos, vibra con su equipo… no hay nada que nos iguale. Se quejaba Dash, el hijo de Los increíbles, la magnífica película de los magníficos estudios Pixar, que si su madre decía que todos eran diferentes, aquella era una manera de decir que nadie lo es.
Otra manera contrapuesta es la inteligencia deliberativa, la antiquísima práctica que permite acercarse a la verdad, o al menos, evitar errores a través del diálogo, de la confrontación de ideas. Dicho de otro modo, cuatro ojos ven más que dos.
El individualismo metodológico es una verdadera plaga en economía, sobre todo entre los creyentes de la teoría de juegos y la maximización de costes/beneficios. Al final uno acaba por considerar a los consumidores completos estúpidos irracionales que no son capaces de apreciar la mejor forma de conseguir aumentar el capital. (A este respecto me gustaría recomendar, aunque sólo sea por el título original, los trabajos del economista conductual Dan Arieli: predeciblemente irracionales.) El imposible Eduard Punset fue uno de los adalides de esta postura, dando cobertura y difusión a todos estos visionarios.
En estos días estamos concienciándonos del problema del cáncer. Se organizan actos, recogidas de fondos, se patrocinan eventos para la investigación… pero unas líneas de investigación que procuran averiguar cómo se produce el cáncer en las personas, cuáles son los factores de riesgo, la genética y cómo atajar sus consecuencias. Todo menos atacar al productor del cáncer. Es como si nos invitaran a ingerir mercurio y se destinaran fondos inmensos a averiguar cómo tomar mercurio y no morir, cómo contrarrestar sus efectos y minimizar los daños. Mejor sería eliminarlo de la dieta. Pero eso es una decisión que excede el ámbito individual y atañe a grandes empresas y grandes grupos de presión que no van a permitir que se eliminen los cancerígenos de sus productos, como ciertos plásticos o metales como el aluminio.
Al contrario, se insiste en la voluntad individual, en la necesidad de llevar una vida sana, de tomar los alimentos correctos, de tener hábitos saludables… Y en el caso de enfermar, hacer gala de un espíritu de lucha indomable, de superación y abnegación que nos convierta en héroes. Si enfermas es que no te has cuidado lo suficiente. Si mueres es porque no eras un verdadero luchador. En el momento en el que sabemos, cada vez más a ciencia cierta, que los factores ambientales derivados de la contaminación son el elemento clave, la enfermedad se ha convertido en un problema individual.
El paro, triunfar en la vida, sea cual sea el significado de triunfo, es un problema individual. Fórmate mejor, sé una persona dispuesta a ser flexible, a cambiar de empleo, de sueldo, de categoría, de ciudad. Adáptate, crea tu propia empresa, búscate la vida. Cuando de sobra sabemos que toda la economía está pensada para que ganen los que ya ganan, y todas las maniobras reglamentarias y legislativas tienen el objetivo de evitar que los que no son de la élite, la alcancen. En este nuevo feudalismo del capitalismo desvergonzado se cumple el designio divino de “a aquel que tiene se le dará y a quien no tiene se le quitará”, justificado dentro del paisaje de que cada uno es artífice de su destino.
Triunfar en la vida es una cuestión del sujeto, no de las condiciones sociales y materiales en las que está inmerso. Por supuesto que las personas somos, en una pequeña parte, dueñas de nuestro destino. Y la virtú, como la denominaba Maquiavelo, es la capacidad de aprovechar las ocasiones. Y es necesaria la constancia y mucho esfuerzo para alcanzar muchos de los objetivos que nos proponemos. Pero, por encima de todo eso, no sólo está la suerte, están las leyes sociales, los comportamientos, las manipulaciones, las trampas que hacen nacer a algunos entre algodones y a los más en el duro suelo.
Precisamente es el altruismo una estrategia que trae de cabeza a los antropólogos y biólogos más centrados en un mal entendido evolucionismo. Si la existencia se convierte en la lucha por la vida, entonces hay que hacer todo lo necesario para nuestra supervivencia, así caigan los demás. En el conocido best seller, El gen egoísta, se intenta conjugar la supervivencia del individuo con la genética, se recurre al concepto de meme, que son las unidades de memoria que se transmiten. De este modo se puede ser egoísta y dar la vida por los tuyos. Lo que pretendes es hacer pervivir tus propios genes. En un altruismo generalizado, no te preocupan tus propios genes, sino que ayudando a los demás conseguirás que los demás te ayuden. Una mano lava la otra. ¡Hay que ver la de vueltas que hay que dar para salvaguardar el interés egoísta de las evidencias generosas y sociales de los seres humanos!
Ojo, una cosa es que el hombre sea social y otra muy distinta que sea gregario, que es la manera despectiva con la que los individualistas recalcitrantes se rebelan. Los seres humanos somos empáticos por naturaleza, colaboramos y ese ha sido nuestro gran acierto evolutivo. Nos ayudamos por naturaleza, vamos en conjunto por naturaleza…
La unidad de análisis en sociología y en historia debería ser, al menos, la familia. Sloterdijk, consciente de que nunca somos uno sólo, que siempre vamos, al menos en dúos, hablaba de la madre y el feto, del daimon que nos acompaña como un ángel de la guarda, de que en cada momento podemos ser cinco, entre los presentes y los fantasmas que nos sobrevuelan. Somos herederos de millones de generaciones.
Y, de una manera más prosaica, somos familias cuando Patricia Botín hereda un imperio, cuando Amancio Ortega se perpetúa en su hija, cuando nos esforzamos en dar a nuestros hijos, no sólo un futuro, sino nuestro pasado en una cuenta corriente y en una casa familiar. Por eso luchan para que no haya trabas ni impuestos en las sucesiones, para que todo pueda fluir de una generación a la siguiente. Así se perpetuaron en Zaragoza las mismas familias prerromanas, simplemente adaptando su nombre Casius, commes Cassius, Banu Qasi o conde Casio. La narración de la historia no tendría sentido si no comprobáramos las estrategias familiares, los contagios de clase y gustos, las alianzas matrimoniales y los cierres a que nuevos ricos contaminen la estirpe.
No tiene sentido analizar el individuo como mónada, como si fuésemos seres solitarios en la bolera, vagando sin rumbo como zombies que no se hablan entre sí, autistas más que autónomos. No somos Robinson Crusoe, el mundo no es la isla, que estaba habitada mucho antes por Viernes… perdemos la perspectiva si nos empeñamos en poner el microscopio encima de cada individuo, en lugar de ampliar a grupos familiares, a castas, a clases, comprobando cómo se imaginan a sí mismas, cómo se definen, como se imitan, cómo se aprende a ser persona dentro de tu grupo. Como escribió José Agustín Goytisolo para su hija Julia:
 Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.

domingo, 18 de octubre de 2015

Y la búsqueda de la felicidad.



De nuevo volvemos sobre el tema de la felicidad. Me sorprende, ahora que me toca repasar con los alumnos las diferencias entre la Revolución Americana y la Revolución Francesa, la aparición entre los americanos del derecho a la búsqueda de la felicidad. Evidentemente no puede aparecer el derecho a ser feliz, porque eso no depende de uno mismo, sino, en gran parte, de las circunstancias. Resultaría chocante que Mariano Rajoy o Pablo Iglesias prometieran en sus mítines que van a luchar porque todos tengamos derecho a la búsqueda de la felicidad.
Dejemos de lado que esa búsqueda era entendida, mayormente, como una especie de carrera por asegurarse un sustento, unas condiciones de vida, en fin, los escalones iniciales de la famosa pirámide de Maslow, que, bien sabemos, se consiguen con dinero. No discutiremos de nuevo esta cuestión, porque hay una pregunta más básica, ¿qué es la felicidad?
Tengo en mente el estudio, patrocinado por cierta marca de bebidas refrescantes que ahora anda a la gresca con los ERES ilegales y que se niega a readmitir a los despedidos, y dirigido por el mediático profesor de economía que nos hizo creer que era uno de los hombres más sabios del país. En ese estudio se concluían dos cosas, en primer lugar que para ser feliz no basta con tener dinero, ni un buen trabajo, ni amigos, ni sueños o aspiraciones, ni todas esas cosas que creemos imprescindibles, es que, además, tenemos que tener el dinero suficiente, el trabajo en el que tengamos la sensación de control, buenos amigos que nos apoyen y nos dejen nuestro espacio, etcétera, etcétera. O sea, que si no te falta nada y todo es de calidad, entonces serás feliz. Pues no, resulta que la felicidad no está en conseguir lo que ansiamos, sino en la antesala de conseguir lo que queremos. No está en el beso sino en el instante previo al beso.
Creo, además, que hay una confusión en los conceptos, llamamos felicidad a cualquier cosa. Somos capaces de desgranar en multitud de términos, con cientos de matices: tristeza, melancolía, rabia, indignación, desasosiego, inquietud, ira, dolor… Y es normal, es imprescindible saber expresar cuál es nuestro pesar para comunicar a los demás cómo pueden ayudarnos en momentos duros, evitar una indigestión o un hombro para llorar amores perdidos.
Con los estados de bienestar hay una menor concreción, pero también está la felicidad, la alegría, la euforia… Los filósofos griegos dedicaron mucho tiempo a saber diferenciar unos de otros, porque si bien está muy claro que hay que evitar el dolor, dependerá de nuestro objetivo la utilización de unos mecanismos u otros, elegir un camino o quedarse quieto.
Por ejemplo, si nuestro objetivo es competir en una disciplina olímpica, tendremos que asegurarnos una importante cantidad de dolor, imprescindible en los entrenamientos para conseguir la forma física necesaria. Si pretendemos, en cambio, evitar cualquier perturbación, ni siquiera haremos el intento de ver por televisión dichos juegos olímpicos, para que no se acelere nuestro pulso con la emoción o nos hunda en la decepción un mal resultado.
La felicidad es distinta si aspiramos a la alegría que si necesitamos serenidad. Los jóvenes parecen más tendentes a identificar la felicidad con la alegría, por eso pueden tolerar dosis muy altas de tensión con tal de conseguir la adrenalina. Serán felices practicando deportes de riesgo, tirándose por un puente o atravesando la campiña a toda velocidad.
Quienes identifiquen la felicidad como el opuesto al aburrimiento y al tedio, podrán disfrutar de paraísos artificiales, aunque luego lleguen acompañados de resacas, de mal cuerpo y náuseas, de pérdida de neuronas y de riesgos más serios a largo plazo. Sin embargo, entender la felicidad como la serenidad ante los contratiempos de la vida pondrá el objetivo vital en entrenarse lo mejor posible para que nada nos perturbe. Ni lo bueno ni lo malo alterarán nuestro ánimo, como el tristemente famoso poema de Kipling “Si” (lo siento, desde que Aznar dijo que era su poema favorito no hago otra cosa que encontrarle fallos).
Si la felicidad es la euforia no se comprende la felicidad como serenidad. Y la identificación con uno u otro extremo se aprende, se pone de moda… Y todo lo que se pone de moda, al menos para mí, es sospechoso. Por supuesto que hay personas más tranquilas que son felices con el dolce far niente, viviendo en la plenitud de una tumbona al fresquito en verano y al solecito en invierno. Y hay quienes no pueden soportar en una silla ni dos minutos y medio. Para cada uno la felicidad está en un lugar distinto. Por eso hay diversidad de destinos en los operadores turísticos.
Quizás sólo sea porque la sociedad actual sólo valora la juventud, pero la felicidad que nos venden está en el dinamismo, el cambio, la euforia. No es la imagen de un viejecito andando tranquilo por un sendero para dirigirse a la comida familiar. La felicidad es el goce individual, lo que nos habla también del concepto de ser humano que constituye el canon. A partir de la juventud, todo son minutos de descuento.
Nos venden felicidad al comprar un dulce, al participar en un concurso, al adquirir una vivienda o una sartén. Hay un anuncio que vende un coche cuya mejor cualidad es la seguridad. Y para ejemplificarlo ponen a una niña pequeña riéndose en una avioneta haciendo piruetas. La seguridad, que podría pertenecer a la esfera de la felicidad/serenidad, no puede mostrarse más que con la felicidad/alegría. La razón la veo clara, la felicidad como resistencia a la adversidad no necesita de nada, al contrario, es la cualidad de ser feliz sin nada, como los cínicos, que podían comer carne cruda y si podían evitar el cuenco, mejor, menos ataduras. Y vender cosas necesita una felicidad del disfrute, de nuevas sensaciones, de nuevos juegos, de innovación continua. Las ataduras son para que no dependamos de los demás en nuestra resistencia a la opresión, el resto está en manos del mercado. La felicidad vende. Para ser felices hay que comprar.
Por cierto, la niña tiene una risa nerviosa. No me pondría yo en su lugar.

lunes, 12 de octubre de 2015

Cuidado con lo que protestas


Una de las fascinaciones más grandes de las redes sociales es la transmisión “libre” de noticias y apreciaciones. Nos indignamos y espantamos ante noticias que no salen en los medios y servimos de correa de transmisión con la vana esperanza de que nuestro “me gusta” y “compartir” vaya a cambiar el mundo.
Creo que las batallas en el ámbito epistémico se juegan casi en victorias pírricas. Ganar implica muy poca ventaja. Denunciar por internet, el ciberactivismo, a menudo sólo aspira a conseguir romper el pensamiento único, simplemente dar una voz discrepante ante la avalancha de consignas. Por eso, de vez en cuando, me meto en los comentarios para ser disonante, un poco la voz que clama en el desierto y un poco tocanarices. Con respeto, intento que sea con respeto.
En estos últimos días he visto algunas campañas un poco sorprendentes, sobre todo porque uno acaba en un círculo de personas que más o menos son afines. Si estuviera en otro ámbito, con otro círculo de amigos virtuales seguramente vería más post anti-Podemos, a favor de cientos de vírgenes o glosando las virtudes de la copla. Pero somos lo que somos y nos juntamos con quienes nos juntamos.
He visto una campaña, digo campaña porque recoge firmas y porque ataca desde diferentes frentes, sobre el impuesto de sucesiones. Por lo visto, no lo he comprobado, en Andalucía se pagan más impuestos de sucesiones que, por ejemplo, en Madrid. Sabía que Madrid lo había bajado porque cuando el gobierno del PP lo propuso, en Estados Unidos, ni la facción más ultraliberal se había atrevido. Esta tasa grava la transmisión de una riqueza que el sujeto no ha sudado, que corresponde a sus progenitores. El argumento a favor de su supresión tiene que ver con que el padre ya ha pagado por esa riqueza. Y es cierto, pero también lo es que el descendiente no ha merecido cobrarlo, no se debe a su trabajo, su esfuerzo, su inteligencia a la hora de invertir, sólo en sus genes (y a lo mejor, ni eso, en los casos de hijos naturales desconocidos). Este es un impuesto que se aplica a partir de cierta cantidad, 500 000 euros, creo. Por eso veo que es un impuesto que redistribuye la riqueza de la clase alta y su supresión beneficia a los más ricos. Quizás tú puedas heredar una casa de tus padres, que será vieja y necesitará reparaciones, unas acciones o un dinerillo ahorrado, que es ínfima ventaja frente a la que ha tenido Patricia Botín o tendrá la descendencia de Amancio Ortega. ¿Por qué vamos a quitarlo? Dejaremos de ingresar de los impuestos de las grandes herencias lo que mermará las arcas del Estado, menos para sanidad, pensiones, educación…. Lo sorprendente es que lo pidan personas de todas las clases sociales. Incluidas las más bajas.
También me ha sorprendido una horrible fotografía en la que supuestamente un terrorista del Estado Islámico aparece con una cabeza cortada en la parte de la izquierda, y sonriente con sus hijos en la derecha. El texto identifica ambos varones y denuncia que ahora es refugiado en Austria, o Alemania, en Europa en suma. Es una campaña xenófoba contra los refugiados, muy en consonancia con las declaraciones de algunos miembros del PP que dejaban caer, como si no quisieran, que entre los refugiados habrá muchos terroristas. La verdad es que no sé cómo se han podido conseguir dos fotos de una misma persona en dos contextos tan diferentes. ¿No resulta sospechoso? A mí sí. La primera foto, la truculenta, es de una calidad mediocre y el protagonista luce una barba típica de los árabes. Y es lo que más se reconoce en la segunda. Además, la sonrisa satisfecha parece decirnos, ¿veis?, he conseguido colarme en vuestro mundo, vuestra solidaridad es estúpida y me ha permitido vivir de vuestras ayudas. Pues asumimos la fotografía y nos indignamos ante esos asesinos despiadados que impunemente se aprovechan de nuestra buena fe. No quiero mostrar la imagen, pero la prensa ya ha denunciado esos montajes.
Como un largo post que cuenta que un amigo de un amigo que trabaja en el INEM conoce el caso de un norteafricano que está solicitando una ayuda. Después de una parrafada con todo lujo de detalles nos enteramos que ha trabajado seis meses y lleva viviendo de nuestra ingenuidad más de año y medio. Y pretende seguir así. Imagino que, por pura probabilidad, algún inmigrante ha conseguido algún subsidio. Lo dudo mucho por la dificultad de conseguirlos para todos. Seguro que también hay quienes viven de la picaresca en todos los ámbitos. Estas historias son las que se repiten en los círculos neoliberales, en las cadenas de radio y prensa digital para que todos asintamos. Verdad, yo conozco uno que no quiere trabajar y prefiere cobrar el paro. Y encima es un moro. Eso sí que no puede ser, tenemos que dejar de dar esas ayudas y que espabilen… que no pueden vivir siempre de la sopa boba. Y así nos indignamos y nos vamos volviendo, no indiferentes al sufrimiento del paro, sino que pasamos al lado oscuro de la ira contra los que son como nosotros. De nuevo los más poderosos han conseguido quitarnos nuestros derechos, empeorar nuestras condiciones laborales, y encima nos enfrentan unos con otros, como si la culpa de perder sueldo y lo que en justicia nos pertenecía fuera, causado por estos pícaros. No, definitivamente no. Pícaros los ha habido siempre y especialmente los vemos en las altas esferas. Son ellos los que dan el pelotazo de millones de euros, ¿cuántas ayudas de cuántos meses se sacan de cuatro millones de euros? Pues no, preferimos indignarnos con los cuatrocientos de un parado de origen marroquí. Despiertan nuestra xenofobia y nuestro rencor y lo redirigen para que ellos no se vean afectados. Conozco un estudio británico, citado por Anthony Giddens, que valoraba el montante de ayudas conseguidas de manera fraudulenta entre los trabajadores. Por cada libra que cobraban de más, había diez libras de ayudas que no se pedían.
Y, para trivializar un poco, por internet también he visto un artículo del Huffington Post, en el que podemos aprender mucho de la vida a través de ocho frases del personaje Sheldon Cooper. Este simpático físico sufre el llamado síndrome de Asperger, un cuadro del espectro autista. La redactora pretende que tengamos como modelo a alguien que tiene una especie de minusvalía. Como si el objetivo de la humanidad fuera comportarse como autistas, considerándonos interesantes sólo a nosotros mismos, rechazando las convenciones sociales que no entendemos, arrogantes, incapaces de intimar con nadie, tristes porque los demás son estúpidos. Un modelo de ciudadano no solidario, incapaz de serlo. Ese es el ideal de hombre al que damos un “me gusta” y compartimos con la típica sonrisa de “me río porque es verdad”.
Tenemos que estar alerta con estas campañas, con estos movimientos que pueden parecer razonables. Y quizás lo sean. Puede que sus imágenes estén trucadas, o que los datos, simplemente, estén falseados, por eso tenemos que filtrar, actuar con prudencia y razonando a qué le damos nuestro asentimiento. Quizás acabemos trabajando para el enemigo y ayudando a justificar un mundo cada vez más injusto, sin que nadie alce la voz para denunciarlo.