Black Mirror se está
convirtiendo en una serie de culto. Creada por Charlie Brooker y lanzada desde
la plataforma Netflix, goza de las bendiciones de la modernidad. Ya posee una
legión de seguidores que discuten los posibles significados del título y
celebran la aparición de nuevos episodios, analizando las implicaciones y la
sutileza de cada plano, diálogo o referencia.
Con
un aspecto muy cuidado y con guiones que aportan a la vez variedad y una imagen
de marca, Black Mirror nos describe un futuro no muy lejano que
se parece demasiado al presente. Una especie de advertencia sobre los peligros
de las nuevas tecnologías y del uso que poderosos agentes, grandes
corporaciones, políticos o el propio Estado, están haciendo de ellas. Black
Mirror es la lucidez que necesitamos para prevenirnos. Las distopías que
sirven de marco a la mayoría de los episodios se nos antojan versiones
explícitas de un mundo que ya vivimos. Nos atraen porque son verdad, porque
sospechamos que son verdad ya. Si a esto sumamos una realización muy eficaz y
unos golpes de trama sorprendentes, no es de extrañar que vayan ganando
seguidores y, lo más importante, consolidándolos con las nuevas temporadas.
Esto es muy meritorio porque el fan que disfruta con este tipo de productos es
muy exigente y volátil. Lo mismo que encumbra la primera temporada, tira por
tierra la siguiente y espera con mezcla de ansiedad y sospecha el anuncio de la
última.
Los
episodios de Black Mirror tienen, por supuesto, sus altibajos. Los hay
más logrados y otros que son más espectaculares que efectivos. Sorprende, por
supuesto, que sea un solo guionista el encargado de plantear escenarios tan
diferentes unos de otros. Por eso son mini series de pocos episodios por
temporada, para no quemar la creatividad demasiado rápidamente y cuidar la
realización como si fueran películas a estrenar en salas de cine. Así son los
tiempos de esta nueva edad de oro de las series, que quizás no podamos ya
denominar televisivas, porque son consumidas desde diferentes dispositivos
(legales e ilegales).
Uno,
que ya tiene bastantes años, encuentra parecidos razonables con el mundo de los
cómics de su adolescencia, 1984 (luego Zona84), Cimoc, Comix,
Creepy…, los relatos de ciencia ficción de Ray Bradbury y de Isaac
Asimov (por entonces mis preferidos) y los episodios de la Dimensión Desconocida
(The Twilight Zone). Pude leer bastantes, aunque no fui un fan. Las
historias que recuerdo jugaban con las apariencias y con las preconcepciones,
imaginaban mundos muy distintos en apariencia, pero que se parecían en el fondo
a las reacciones humanas. Muchos de los guionistas parecían tener una visión
lúcida de los males del capitalismo y, de la naturaleza humana en general.
Pasiones, pulsiones, expectativas, motivaciones dirigían las acciones de mutantes
espaciales, soldados de dictaduras totalitarias…
Sin
embargo, hay una diferencia. Lo que era misterioso e inquietante de aquellos
episodios tenía que ver con lo desconocido, la dimensión quizás espiritual,
quizás inquietante de inteligencias extraterrestres, es sustituido por la
certeza de que es la tecnología quien maneja la trama, literalmente un deus
ex machina. La tecnología lo arregla todo, lo causa todo, es el fin último
de cada episodio. No hay que buscar nada, está ahí desde el principio. Son las
tecnologías de la información y la comunicación las que organizan el mundo. Y
nosotros, meros terminales que reaccionan ante sus reglas del juego. Todo tiene
una explicación perfectamente racional, cosa que no ocurría en las propuestas
del siglo XX, que siempre dejaban una puerta abierta a la espiritualidad, a que
hubiera explicaciones que el hombre no fuera capaz de comprender, a que
existieran realidades más allá de nuestras pobres mentes encerradas. En Black
Mirror, frente a la tecnología, sólo queda la naturaleza humana, la penosa
y miserable naturaleza humana.
Teniendo
como referencia toda una tradición, me da la sensación, y esto es algo
personal, de que son algo superficiales. A medida que uno se mete en la trama
de un episodio, es cierto que engancha el desarrollo, espera los giros
inesperados y se deja llevar por todas las implicaciones sociológicas o morales
que sugiere el argumento. El poder de las redes sociales, la manipulación
consentida por el uso de dispositivos, la aquiescencia hacia una realidad que
sabemos es falsa. Nada que no se haya descrito antes en otras novelas,
películas o series. Pero lo hace de una manera muy superficial, para que sea
apto para el consumo masivo. Por un lado, no se diferencia gran cosa de las
advertencias que los padres más asustones hacemos a nuestros hijos. No
compartas tanto en las redes sociales, que no son reales, pero sí que son
reales sus consecuencias… que nos maneja el gobierno, que las grandes
corporaciones, etcétera, etcétera. Por otro lado, situar la acción en un futuro
tecnológicamente más avanzado permite cualquier acción, por muy inverosímil que
sea. No hay problema en explicar, si se utiliza internet y aparatitos modernos,
se puede controlar la mente, buscar en los recuerdos, borrarlos o localizar a cualquiera.
Hay
episodios inquietantes, como Oso Blanco (White Bear) que basan su
atracción en el malestar de la brutalidad que está sucediendo y la que está a
punto de pasar. Por eso está uno con el corazón en un vilo con la serie,
esperando un susto, un grito, un monstruo. No falta algo de sexo. Los
protagonistas gozan de indudable atractivo mientras que los antagonistas pueden
carecer de ello.
Después
de sucumbir a la fascinación de la realización del episodio. Mientras
desconectas el sentido crítico y te dejas embaucar por la magia de la
televisión, todo parece maravilloso. Cuando vuelves atrás y le das vueltas al
argumento y al mensaje, quizás es entonces cuando ves que es algo de humo,
moralina y miedos difusos. Los últimos minutos de cada episodio se reservan
para un giro sorprendente que trastoque todo lo que estabas predispuesto a
pensar inducido por las pistas que dirigen hábilmente los realizadores. Como la
crítica a la gordofobia en la primera temporada, son reflexiones más o menos
trilladas, una oposición al progreso casi de manual, no hay posibilidad de
imaginar otras sociedades. Imagino que Žižek
podrá desmontar la serie para sacar todas las implicaciones, todo el texto
oculto. Por lo pronto sabemos que su episodio
preferido es el primero de la segunda
temporada (En picado, Nosedive). Black Mirror es carne de comentario intelectual con ínfulas, advirtiendo de
los peligros de la sociedad que se avecina.
Igual es que me estoy volviendo un viejo
protestón al que no le gusta nada y protesta con cada modernidad que le gusta a
los jóvenes. En fin, todos podemos ser Žižek, just for one day.