Edgar
Cabanas es Doctor en Psicología e investigador en la Universidad Camilo José
Cela, investigador adjunto del Centro para el Estudio de las Emociones en el
Instituto Max Planck de Berlín. Eva Illouz es directora de estudios en la EHESS
(París), especialista en el “capitalismo afectivo”, desarrollado en libros como
Intimidades congeladas (2007) O Por qué el amor duele (2012).El tono de
este volumen está adaptado al gran público y, por ejemplo, para situarnos, se
comienza a través de la película En busca
de la felicidad, protagonizada por Will Smith, la epopeya de un hombre que
se rehace a sí mismo. La felicidad de la que se habla es algo tan cotidiano que
nos pasa desapercibido, pero es notable el desplazamiento semántico que ha
sufrido en los últimos años. Ya no es la ausencia del dolor, ni el destino,
“Ahora la felicidad se considera
como un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse mediante la
voluntad; como el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro
auténtico yo; como el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser
vivida; como el baremo con el que debemos medir el valor de nuestra biografía”
(p.13)
La felicidad ocupa ahora un
elemento “central en la definición de lo que es y debe ser un buen ciudadano”
(p. 13), un ciudadano individualista, sincero, determinado, resliente,
automotivado, optimista y muy inteligente emocionalmente. Es interesante
advertir las sutiles diferencias con la teoría clásica del liberalismo sobre la
felicidad. Para Adam Smith y a diferencia de Thomas Hobbes, el hombre es bueno por
naturaleza y tiende a buscar la felicidad, un estado en el que predomina más el
placer que el dolor, decían los enclopedistas. Para alcanzar la felicidad el
individuo pone en juego todos sus recursos y dedicación de manera que aquellos
que consigan alcanzarlos serán felices gracias a su esfuerzo y no al estamento
en el que han nacido. El dinero, la riqueza no solo eran los medios para
conseguirla, son también una manera de comprobar que se ha logrado y de
clasificar a las personas por su capacidad a la hora de alcanzar la felicidad.
En estos tiempos del capitalismo tardío adquiere un tono mucho más de
pornografía emocional, más centrado en los aspectos psicológicos del individuo.
Para
desarrollar estas cualidades es importante advertir la aparición de una escuela
psicológica de la llamada “psicología positiva”, de coaching, que se ha introducido en la agenda académica y política.
Es una manera de confirmar que solo los perfiles psicológicos como el del
protagonista de la película conseguirán la felicidad, porque se la merecen. Es
una ideología epistemológicamente débil y sociológicamente peligrosa. Enraíza
con Hayek, la escuela de Chicago y Thatcher. Fenomenológicamente, en realidad,
produce mayor insatisfacción. BF Skinner, en su celebérrimo Walden 2, incluía una escena en la que
un funcionario preguntaba a los habitantes de la utopía conductista si eran
felices. Una anciana le responde que lo era mientras no le preguntaran, que solo
se sentía infeliz en el momento de contestar a la encuesta.
Los autores
dividen el libro en capítulos centrados en cada uno de estos aspectos, el
capítulo primero se refiere a la felicidad y política, para luego conectar con
una ideología neoliberal con escasa sensibilidad social. El tercer capítulo
reflexiona sobre la flexibilidad y conformidad en el mundo laboral, el
siguiente analiza cómo la felicidad se comercializa, cómo se convierte en un
negocio. El capítulo cinco recapitula el discurso que ha ido colonizando las
evaluaciones de comportamientos: emoción, neoliberalismo, felicidad y cultura
terapéutica.
Para la
sociogénesis del concepto hay que comenzar hablando de Martin Seligman. Al
frente de la Asociación Americana de Psicología (APA) buscaba un campo de
estudio prometedor y rentable. Según sus propias confesiones, tuvo una
iluminación: dejar de quejarse. Con esta consigna alcanzó mucho éxito y recaudó
fondos (incluso la empresa Coca Cola financió estudios sobre la felicidad), se
creó una red académica de institutos y publicaciones. Los profesionales psi y el desarrollo personal se nutre de
la autoayuda para individuos sanos y adaptados. Los autores la acusan de ser
reduccionista con muchas tautologías y contradicciones, así como falta de
fiabilidad, es una especie de “psicología popular pensada por y para el
mercado” (p. 40). La crisis de 2008 fue decisiva para su aplicación masiva, un
poco en el sentido que N. Klein explicaba en La doctrina del shock. Para la psicología positiva, “la felicidad
se postula como una de las principales brújulas económicas, políticas y morales
de nuestras sociedades actuales” (p. 53)1. Así, a pesar de los
recortes económicos y sociales, la felicidad está al alcance de la mano.
El
individualismo está en la esencia de esta concepción de la felicidad que, para
teñirla de cientifismo, llega a ser resumida en una fórmula matemática: F
(felicidad) = R (Rango fijo) + V (Voluntad) + C (Circunstancias), R es un 50%,
V un 40% y C un 10%. Es decir, el 90% son factores individuales de carácter
psicológico. Según la crítica Bárbara Ehrenreich: “Si lo que los psicólogos
positivos dicen es cierto, entonces ¿para qué reclamar mejoras laborales,
mejores escuelas, barios más seguros, un justo sistema de pensiones o una
sanidad universal y de calidad” (cfr. p. 68). Si se afirma que “El dinero no
influye significativamente en la felicidad” (p. 69) –algo más que
cuestionable–, es evidente que el mensaje encaja con el conservadurismo
político. Y además, se ha superado el esquema del liberalismo clásico que
reivindicaba el papel de la riqueza como medio para alcanzar la felicidad.
Ahora se postula el coaching, el mindfulness, cuidarse a uno mismo: “los
individuos de las sociedades neoliberales post-2008 han interiorizado la
creencia de que deben buscar en su interior la fuerza de voluntad necesaria
para salir del atolladero por sí mismos y resistir la resaca del declive
económico generalizado” (p. 74). Se prefiere educar para la felicidad, en lugar
de afrontar la multiculturalidad o la exclusión social, la brecha educativa
entre pobres y ricos, recortar las becas, precariedad en el profesorado. Todo
este discurso a pesar de que las evidencias ofrecen un mayor estrés y número de
suicidios: “La mayoría de los niños y adolescentes no tienen problemas serios,
pero estos programas les harán pensar que sí los tienen” (p. 87).
Otra
película de Hollywood, Up in the air,
“ilustra bien hasta qué punto las técnicas emocionales positivas se han
convertido en algo fundamental en las empresas para gestionar trabajadores “(p.
94). La simbiosis entre el mundo laboral y la psicología son muy antiguas,
desde Elton Mayo y los estudios de marketing. Se pasamos de la pirámide de A.
Maslow sobre las necesidades personales a focalizar el esfuerzo en la felicidad
es fácil desplazar los conceptos, como el de “seguridad” en el trabajo, que se
ha ido diluyendo con el capitalismo flexible. Richard Sennett ya advirtió que
otorgar mayor autonomía al trabajado, le da mayor responsabilidad, que es una
falsa autonomía. Trabajar por “proyectos” efímeros y hablar de “capital humano”
insisten en la misma dirección.
“La función de la psicología en
el trabajo consistía principalmente en ofrecer a los trabajadores técnicas y
herramientas para adaptarse mejor a sus condiciones laborales –combatir el
estrés, convertir los fracasos en oportunidades, facilitar la flexibilidad, ser
más competitivos y productivos, etc. –,
pero no para cambiarlas” (p. 100)
Un ethos ligado a la nueva ética del
capitalismo, el “ethos emprendedor”
(p. 103) se está instalando en la cultura de la empresa. La valoración de la
vocación, un ideal propio de profesiones liberales difícilmente se puede
aplicable a repartidores o empleados de limpieza, pero incluso a ellos se les
fuerza a una flexibilidad permanente. La desregulación de las relaciones
laborales requiere instalar en los trabajadores los conceptos de resiliencia,
adaptabilidad, autonomía en la transferencia de la responsabilidad de las
empresas a los mismos trabajadores. Los resultados son, a veces, aterradores
por el número de suicidios, como en ciertas fábricas de Renault.
La obsesión
por la felicidad se hace central para el crecimiento personal:
“La felicidad se construye sobre
una ambivalencia narrativa que combina, por un lado, la promesa de convertirse
en la mejor versión de uno mismo con, por otro lado, la asunción de que ese uno
mismo (el “yo”) está en estado de permanente incompletitud” (p. 122)
Por eso,
convertir la felicidad en un estilo de vida, “gestionar las emociones” (curioso
el uso del verbo procedente del vocabulario de administración) necesita unos
“hábitos de felicidad” interiorizados y automáticos, que incluyen pautas de
consumo. Es el reverso tenebroso de C. Rogers, el proceso de convertirse en
persona a través de estas terapias (el colmo, las apps de coaching digital)
impone una exigencia de autenticidad que no es más que convertirse en una
marca. De ahí el éxito mediático de los free
lances, influencers, youtubers… Todos ellos con el imperativo
de ser felices, de florecimiento, proceso continuo e infinito, lanzando sin
cesar nuevas dietas, experiencias… que prometen “tu mejor yo posible”.
Los
postulados centrales de la ideología de la felicidad y del discurso científico
insisten en:
“la felicidad como concepto
científico medible; como algo puramente individualista y centrado en uno mismo;
como un proceso continuo e insaciable de crecimiento; como la meta más
importante que perseguir en la vida; y, por último, como el criterio más
relevante para decidir sobre el valor de la propia biografía y el tamaño de los
propios éxitos y fracasos” (p. 152)
Y se empieza
a establecer una división entre emociones positivas y negativas, asociando de
manera poco científica, las emociones positivas con las acertadas. Pero las
emociones son complejas y pueden ser a la vez buenas y malas, positivas y
negativas: “la ira empuja a los individuos y colectivos a oponerse a la
opresión, a la injusticia y a la falta de reconocimiento” (p. 163). Sloterdijk
ha insistido en su ensayo Has de cambiar
tu vida en esta necesidad y también ha recalcado, en Ira y tiempo, cómo en una democracia, los partidos políticos se
convierten contenedores de ira, lo que, por otra parte, les otorga la energía
para emprender los cambios.
Esta
consideración, por su parte, acaba por crear nuevas patologías. Seligman empezó
estudiando la indefensión aprendida y, al ver que ciertos individuos se
resistían, acabó postulando que “el optimismo es la causa de que ciertas
personas triunfen en la vida y, entonces, el fracaso es la consecuencia de una
deficiente constitución psíquica” (p 166). Es el tan traído y llevado concepto
de resiliencia. Un don que parece poder aprenderse y practicarse en los
diversos cursos que estos psicólogos y coaches
ofrecen, pero que sin, embargo, se postula como una cualidad innata. Otro
concepto en la misma línea es el CPT, o crecimiento
post-traumático. El protagonista de La
vida es bella es un ejemplo de que en la desgracia uno siempre puede
elegir. Estos puntos de vista dan pie a descalificar a los periodistas,
pensadores y ONGs que tratan los problemas sociales porque, en lugar de
utilizar el pensamiento positivo, van “exagerando” el mal. Lo que es cierto,
como sostienen los autores es que “reprimir las emociones y los pensamientos
negativos no solo contribuye a justificar jerarquías sociales implícitas y a
consolidar la hegemonía de ciertas ideologías” (p. 175-176), además, obligan a
que seamos “nosotros los que tenemos que adaptarnos” (p. 180).
Queda, por
supuesto la sospecha de los intereses espurios, “aunque si bien no está del
todo claro cuánto han contribuido los científicos y expertos de la felicidad a
mejorar la vida de la gente, no hay duda de que estos científicos, expertos y
otros vendedores sí que han obtenido enormes beneficios” (p. 181). Sin embargo,
quizás lo más grave es que los especialistas en pensamiento positivo son poco
permeables a las críticas. Por otra parte, en la línea que recomiendan los
autores, es ahora más necesario el pensamiento crítico, para analizar el mundo
y plantear soluciones, “no como individuos aislados, sino como sociedad” (p.
184).
La cultura
de la queja es posible que sea un callejón sin salida, pero la del conformismo
es un suicidio social. Son tiempos para recordar la llamada Oración de la serenidad, atribuida al
teólogo y politicólogo Reinhold Niebuhr (compañero de Hans Morgenthau): “Señor,
danos la gracia de aceptar con serenidad las cosas que no podemos cambiar,
coraje para cambiar las cosas que se deban cambiar y sabiduría para distinguir
unas de otras”.
Notas
1. En cierta forma recuerda un famoso
chiste que se lamentaba de la situación de Cuba, en la que un extranjero
pregunta a un cubano sobre diferentes aspectos y éste siempre decía: “no nos
podemos quejar”. El extranjero, intrigado, inquiere, “¿por qué quieren irse
entonces”, a lo que el cubano responde: “porque no nos podemos quejar”.