miércoles, 27 de diciembre de 2017

Reseña de Daniel Cotta: “Como si nada”. Libros de Canto y Cuento. Colección DKV. 2017



Al cuidado exquisito de José Mateos, se nos presenta la última entrega poética de Daniel Cotta. Un volumen con vocación de reivindicar la poesía, la magia y la ternura de las pequeñas cosas, esas que son como si nada. Abre el poemario una reflexión sobre la inutilidad de la poesía, y bien sabe el poeta que el arte redime al hombre de lo artificial del quehacer del hombre, como escuchar a Beethoven, que contagia de alegría y de emoción.

            El poemario se articula en torno a dos conceptos, lo natural y lo artificial. Se contraponen en la mayor parte de los poemas los elementos de la naturaleza: una golondrina, el jilguero, las estrellas, el río… frente a lo artificial, lo construido, la piedra, la palabra, un globo, la cerveza, el semáforo... Siendo precisamente esto último, paradójicamente, lo más efímero. Al contrastar la naturaleza y lo cotidiano, como semáforos y autovías, en el marco de un lenguaje de aroma clásico, la contraposición acaba adquiriendo más cuerpo, mayor significación.

El agua de la fuente / aprende, con el hombre, a tener alas” (Chorro)

            No es un enfrentamiento, sino una complementariedad, o un reflejo, como el rostro del poeta en las nubes, o un casamiento, como en la cerveza, donde se casan “el cielo con la boca” (Cerveza).

            Sigue teniendo muy buen humor y le gusta jugar (“El motor de un camión en do menor, / un coche en sí mayor…”) y se muestra tremendamente emotivo en ese canto al amor a su esposa durante su adolescencia: En tu viejo instituto. También es nostálgica la mirada a la infancia que preside varios poemas.

            Consigue el poeta trascendencia sin tocar sino oblicuamente los grandes temas de la muerte (“Borra ayer del mantel, / no quiero verlo / … / Pon uno nuevo que no huela a muerte”) y el paso del tiempo, sin vestirse de solemnidad (Huevo con patatas). La trascendencia del sol en la siesta, el milagro de la naturaleza, el pájaro que vuela al cielo, el rayo de sol que atraviesa el universo (“La sombra es una flor”) … dotan a la poesía de Daniel Cotta de una profundidad mística, de un juego continuo entre lo natural, que en el fondo es Dios, y el hombre. “Todo está siendo, intensamente siendo”, sentencia.

            Gusta de recrearse también en los paisajes urbanos, en los semáforos y las farolas con la misma mirada con la que se contempla el paisaje natural o las estrellas. Es el leitmotiv de este volumen, confrontar lo natural con lo artificial, cuando lo primero es lo que redime al hombre, como la nieve, “el milagro blanco / que ha sembrado de estrellas / el asfalto”.

            En una clara referencia al arpa de Bécquer, el poeta se pregunta ahora sobre la fosa de vinilo que le aguarda a un nocturno de Chopin. Hay un eco del Neruda de las odas elementales, dotando de trascendencia a los objetos, en lugar de quedarse en la recreación de éstos en el sentido meramente material, como Simic o la escuela concreta de Nueva York. Lo cotidiano de doblar una sábana acaba en la ternura de un beso y lo cotidiano como milagro, el goce de las pequeñas cosas tiene la misma perplejidad que la conciencia hacia lo sublime, todo con la delicadeza de una pompa de jabón que “te estalla y te salpica con mi nombre”.

            “Me figuro
            que las estrellas guardan en el cielo
            una versión más grande,
            más ancha,
            más feliz,
            más expandida,
            de mí, que soy capaz de embotellarlas” [Embotelladas en el techo tengo…]

            Como si nada, así se titula el volumen, y parece que los versos brotan como si nada, con un lenguaje cuidadamente sencillo, como el que tiene el hábito de cuidar la conversación, distante de la exhibición retórica y artificiosa, de los caireles de estrofas y rimas. La labor del poeta ha sido el punto de vista, preguntarse “¿Qué ojos me pongo para ver la luna?” y conseguir trasladar a unos versos concisos esa magia. No se puede dudar que Daniel Cotta es un poeta lunático, sobre todo si tenemos en cuenta las numerosas reflexiones que le suscita el satélite:

Imposible atraparla.
La luna no se presta a ser un verso”

           Aunque hemos de reconocerle el mérito de intentar brillantemente su traducción a un puñado de ellos en los que se advierte que la intención del poeta a la hora de escribir es la de un tierno acto de amor, que alcanza a sus seres queridos, pero también a los objetos que nos rodean y al universo entero que nos envuelve.

           Estamos de enhorabuena de poder encontrarnos con un buen y sabio amigo.


martes, 26 de diciembre de 2017

La cartografía biográfica




Stole me a dog eared map
And called for you everywhere
    Iron & Wine

En pocos días he tenido la oportunidad de visitar lugares que conozco muy bien con la intención de mostrárselos a personas que no los conocían de nada. Uno tiene la intención, al principio, de enseñar los hitos más importantes, lo que diríamos, la visión turística de la ciudad, iglesias, monumentos, plazas emblemáticas… pero van asaltando los lugares de la infancia. Aquí nací yo, aquí me bautizaron al día siguiente. Detrás de ese callejón estaban las casas de los maestros, donde pasé mi infancia y adolescencia. En ese estanco conocí a mi mujer. Esto lo llevan unos primos. Ahí presentamos la revista, en estos bares entraba cuando era joven. El muelle que marcó con tantas noches. Las casas que trascalan, donde las chicas entraban como para visitar a alguien y salían por la calle paralela, dejando a los impertinentes que las seguían, esperando con un palmo de narices. En este bordillo me senté un día después de haber metido la pata. Esta fue la playa donde paseamos tantas veces.
                Los paisajes que me han ido acompañando desde el pasado van cobrando una inesperada vida. Inesperada porque soy de los que se sienten extraños en cada sitio. Como llegado cuando la película lleva empezada un tiempo y, aunque pillas el argumento, eres el intruso, con la sensación de no saber todos los detalles que los demás sí conocen bien unos de otros. Si fuera de las personas que aman su pueblo, o de aquellas otras que tienen su patria en la infancia sería comprensible este ejercicio de añoranza. Pero no va por ahí mi sentimiento. Es, más bien, la constatación de la acumulación de recuerdos que están encarnados en distintos puntos del mapa.
                Paseando por la capital sucede lo mismo. Hay tantos rincones que son especiales. Siempre voy a recordar la papelería de la calle Sierpes donde compro el calendario todos los años, y también el rincón donde el sol deja unas sombras más adelante. Los lugares que han desaparecido, las tiendas donde compré un anillo, una cesta, los discos. El bar donde leí aquel horrendo libro. Los paseos con el carrito de bebé. Las vueltas buscando el cine. Galerías de arte que echaron el cierre y muchos rincones que parecen que han desaparecido o que quizás sólo hayan estado en mis sueños.
                Son caprichosos los recuerdos y más aleatoria su cartografía. No siempre van acompasados. ¿Por qué siempre aparecen en mis sueños esta calle y no la contigua? ¿Por qué un beso y no el siguiente? El tiempo también hace de las suyas y alterna edificios que se desdibujan con solares construidos, el paisaje se altera con negocios que se hunden, tiendas de discos, librerías que se arruinaron, calles que se hacen peatonales, nuevos edificios que se derrumban y transmiten la extraña sensación de que el espacio es conocido, pero también nuevo y extraño.
                El cuerpo ha marcado unos territorios en el mapa, ha olvidado muchos y lo sabe. Es sensible. La piel se eriza y un acongojamiento sube por la garganta. También por esa cartografía emocional, por todos los lugares imaginados y recordados. Por la luna que se ocultaba entre los árboles y por las nubes que descargaban cortinas de agua cerrando el paso al autobús que se iba.
                Uno ya va cumpliendo unos años y es indudable que tiene una vida a las espaldas. Muchas vidas. Los paseos imposibles cogidos de la mano. Los besos que todavía emocionan. Los taxis callejeando por el laberinto de las aceras llenas de gente, de los rincones del centro más turístico subrayan otra ciudad distinta de la que ven los visitantes. Conviven en capas las vivencias de quienes, asombrados, no dejan de llevar la cara levantada, buscando cada uno de los lugares que vienen recetados en su mapa turístico con los recuerdos, eléctricamente cargados de emociones, que se fijan en otros rincones, en los escaparates de tiendas que ya no están, en bancos del parque, consultas de médicos, agencias de viajes... Agencias que nunca recomendarán poner el foco de la cámara en objetivos tan banales.
La melodía que suena al pasar la mano por cierta reja, al pisar por esos lugares se acompaña con los olores que vuelven contundentes, el azahar, la primavera en las terrazas, el calor de las noches de verano… Así la ciudad compone una sinfonía caótica en la que las melodías se van entreverando y quizás sean audibles sólo para algunos. Y quizás suene al unísono para quienes sepan escucharlas, para los que tienen en sus poros el oído del recuerdo. No valen las narraciones, no valen los mapas. La ciudad, las calles, el pueblo, los rincones tienen la memoria geográfica del espacio de los recuerdos, de la identidad que uno va esparciendo a lo largo del tiempo. Apenas si los recordamos en el vaivén diario, en el tiovivo cotidiano que aturde nuestros días y nuestras noches. Sólo es necesario tener la oportunidad, aunque sea en silencio, para que afloren los recuerdos, todos los sitios que hemos compartido, todos los lugares en los que hemos sido.