Al cuidado exquisito de José Mateos, se nos presenta la
última entrega poética de Daniel Cotta. Un volumen con vocación de reivindicar
la poesía, la magia y la ternura de las pequeñas cosas, esas que son como si nada. Abre el poemario una
reflexión sobre la inutilidad de la
poesía, y bien sabe el poeta que el arte redime al hombre de lo artificial del
quehacer del hombre, como escuchar a Beethoven, que contagia de alegría y de
emoción.
El poemario
se articula en torno a dos conceptos, lo natural y lo artificial. Se
contraponen en la mayor parte de los poemas los elementos de la naturaleza: una
golondrina, el jilguero, las estrellas, el río… frente a lo artificial, lo
construido, la piedra, la palabra, un globo, la cerveza, el semáforo... Siendo
precisamente esto último, paradójicamente, lo más efímero. Al contrastar la
naturaleza y lo cotidiano, como semáforos y autovías, en el marco de un
lenguaje de aroma clásico, la contraposición acaba adquiriendo más cuerpo,
mayor significación.
“El agua de la fuente / aprende, con el hombre, a tener alas” (Chorro)
No es un
enfrentamiento, sino una complementariedad, o un reflejo, como el rostro del
poeta en las nubes, o un casamiento, como en la cerveza, donde se casan “el
cielo con la boca” (Cerveza).
Sigue
teniendo muy buen humor y le gusta jugar (“El motor de un camión en do menor, /
un coche en sí mayor…”) y se muestra tremendamente emotivo en ese canto al amor
a su esposa durante su adolescencia: En
tu viejo instituto. También es nostálgica la mirada a la infancia que
preside varios poemas.
Consigue el
poeta trascendencia sin tocar sino oblicuamente los grandes temas de la muerte
(“Borra ayer del mantel, / no quiero verlo / … / Pon uno nuevo que no huela a
muerte”) y el paso del tiempo, sin vestirse de solemnidad (Huevo con patatas). La trascendencia del sol en la siesta, el
milagro de la naturaleza, el pájaro que vuela al cielo, el rayo de sol que
atraviesa el universo (“La sombra es una flor”) … dotan a la poesía de Daniel
Cotta de una profundidad mística, de un juego continuo entre lo natural, que en
el fondo es Dios, y el hombre. “Todo está siendo, intensamente siendo”,
sentencia.
Gusta de
recrearse también en los paisajes urbanos, en los semáforos y las farolas con
la misma mirada con la que se contempla el paisaje natural o las estrellas. Es
el leitmotiv de este volumen,
confrontar lo natural con lo artificial, cuando lo primero es lo que redime al
hombre, como la nieve, “el milagro blanco / que ha sembrado de estrellas / el
asfalto”.
En una
clara referencia al arpa de Bécquer, el poeta se pregunta ahora sobre la fosa
de vinilo que le aguarda a un nocturno de Chopin. Hay un eco del Neruda de las
odas elementales, dotando de trascendencia a los objetos, en lugar de quedarse
en la recreación de éstos en el sentido meramente material, como Simic o la
escuela concreta de Nueva York. Lo cotidiano de doblar una sábana acaba en la
ternura de un beso y lo cotidiano como milagro, el goce de las pequeñas cosas
tiene la misma perplejidad que la conciencia hacia lo sublime, todo con la
delicadeza de una pompa de jabón que “te estalla y te salpica con mi nombre”.
“Me figuro
que las
estrellas guardan en el cielo
una versión
más grande,
más ancha,
más feliz,
más
expandida,
de mí, que
soy capaz de embotellarlas” [Embotelladas en el techo tengo…]
Como si
nada, así se titula el volumen, y parece que los versos brotan como si nada,
con un lenguaje cuidadamente sencillo, como el que tiene el hábito de cuidar la
conversación, distante de la exhibición retórica y artificiosa, de los caireles
de estrofas y rimas. La labor del poeta ha sido el punto de vista, preguntarse
“¿Qué ojos me pongo para ver la luna?” y conseguir trasladar a unos versos
concisos esa magia. No se puede dudar que Daniel Cotta es un poeta lunático,
sobre todo si tenemos en cuenta las numerosas reflexiones que le suscita el
satélite:
“Imposible atraparla.
La luna no se presta a ser un
verso”
Aunque hemos de reconocerle el
mérito de intentar brillantemente su traducción a un puñado de ellos en los que
se advierte que la intención del poeta a la hora de escribir es la de un tierno
acto de amor, que alcanza a sus seres queridos, pero también a los objetos que
nos rodean y al universo entero que nos envuelve.
Estamos de enhorabuena de poder encontrarnos con un buen y
sabio amigo.