El
mundo es una mierda. Desgracias de todo tipo, individuales, colectivas,
momentáneas, eternas… se ciernen sobre nuestra vida, amenazan, sentencian. Buda
nos legó dos grandes verdades, la primera es que la vida es sufrimiento. La
segunda, que ese sufrimiento proviene del deseo. Quizás nos valdría no desear
nada en absoluto y evitaríamos cualquier decepción. Sin embargo, nos obstinamos
en creer que vamos a mejorar, aspiramos a encontrar lo que buscamos, a
encontrar, incluso qué buscar y nos embarcamos en proyectos que iluminan
nuestra vida.
Los
filósofos de la Ilustración soñaron que la felicidad se podría conseguir
mediante una fe inquebrantable en el progreso humano, en las herramientas de la
razón y la ciencia para abandonar esas faltas mitologías y supersticiones,
cuentos de brujas y amenazas con el infierno. Liberados mediante la educación
llegaríamos a nuestro estado natural, sin las cadenas de las convenciones
artificiales. Pero el sueño de la razón produjo monstruos. A veces, monstruos
porque la razón dormía y la irracionalidad y el sinsentido se apoderaban del
mundo, a veces porque la razón alcanzaba su sueño y se comportaba como una
reina absolutista, algo caprichosa, siempre implacable, que aplastaba cualquier
atisbo de humanidad en aras del progreso y la ciencia.
De todo
aquel sueño sólo quedó el ansia por lo natural. Se abandonó la fe en el
progreso. Dos guerras mundiales, la barbarie hacen muy difícil confiar en que
la humanidad está mejorando –por mucha ilusión que le ponga Steven Pinker–. La
religión, o la religiosidad, está volviendo a campar, y las gentes disfrutan
con un re-encantamiento del mundo. Terapias naturales que están más cerca del
rito religioso que del ambulatorio, fe en los equipos de deportes más profunda que
en doctrinas y códigos morales. Religiosidad popular que disfruta y se celebra
a sí misma en interminables y recurrentes procesiones y peregrinaciones.
Y, lo
peor de todo, una desconfianza total y absoluta hacia la razón. Compatible con
la fe en la tecnología, los seres humanos de este principios de siglo comparten
una suspicacia hacia cualquier pensamiento: “Bah, es sólo otra teoría”, como si
teoría fuera sinónimo de capricho del gusto de un científico. Y no hablan ni un
Lakatos o un Latour, acusando a la ciencia de ser poco científica, acusa el
hombre de la calle que reclama menos razonamiento, menos pensar y más actuar.
Pensar se ha convertido en sinónimo de desgracia. Cuando piensas, le das
vueltas a algo (es decir, no avanzas), te rallas, te comes el tarro, te entra
una paranoia (pensar es una enfermedad mental)… cuando entiendes una cosa,
caes; los peores ejercicios son los “de pensar”, cuando haces algo mal en la
guardería, te ponen en el rincón de pensar.
Divertirse
es no rallarse, no pensar, ir a lo loco. Ser feliz es, pues, cuestión de
desconectar el cerebro racional y que el inconsciente pulule a sus anchas,
derrochando energía primaria y desatando cualquier inhibición. Miedo me da, y
no sólo por las conexiones con el programa de los totalitarismos que preferían
la acción al razonamiento.
Hay
muchas formas de entender la felicidad, pero creo que se pueden resumir en dos
grandes grupos: la felicidad es completar lo que te falta y la felicidad es
encontrar tu lugar en el mundo. Sobre la primera acepción hay multitud de
chistes, ocurrencias, sentencias, historias. Sobre todo las relacionadas con el
dinero. Mis preferidas son las de Mae West: “el dinero no da la felicidad, pero
calma los nervios” y las de Marx. Groucho, por supuesto: “La felicidad es
cuestión de pequeñas cosas, un pequeño yate, un pequeño chalé, una pequeña
fortuna…”
En
demasiadas ocasiones se insiste en la importancia de las pequeñas cosas, de lo
intangible, de lo que no se puede comprar para la felicidad. No es más feliz el
que más tiene, sino el que menos necesita, como si los ricos necesitaran algo.
Sin embargo, esta concepción se queda estrecha en muchas ocasiones,
independientemente de si ansiamos cosas materiales o inmateriales (véase
pirámide de Maslow).
La
sensación de plenitud, de felicidad intensa, casi dolorosa, como en el síndrome
de Stendhal, tiene más que ver con encajar en el cosmos que con poseer amigos o
joyas. Si bien la razón puede ayudarte a conseguir todo lo que necesitas: un
coche, una pantalla plana, un contacto… parece que para pasarlo bien haya que
abandonarse, dejar de pensar. El universo no puede comprenderse, ¡no pienses!
¡siente!
Imaginemos
un cielo estrellado y un grupo de amigos tumbados en una madrugada de sábado en
el momento en que se está pasando el efecto eufórico del alcohol. Están
pensando, imaginando, cuestionándose sus vidas, programando un viaje, el
futuro. Se ilusionan con unas tiendas de campaña, con el plan del puente, con
las sensaciones que vendrán por las noches, con los olores de la naturaleza…
Todo está en sus mentes. Están sintonizándose, están respirando un mismo aire,
están confluyendo, entre ellos y con el universo. Y ya da igual el suelo duro
en el que están tumbados mirando las estrellas. Da lo mismo que cada uno vaya a
tirar por la mañana a sitios distintos. Da igual que la rutina les alcance
cuando llegue el mediodía. Han sido felices.
No por
nada material, es su imaginación, su razón es la que les ha puesto en el camino
de la felicidad. La que les ha hecho plantearse si hay algo más allá, si se
puede remendar un error antiguo, si se puede perdonar a uno mismo. Los pechos
se han henchido de felicidad porque se sintieron juntos, porque se atrevieron a
soñar el mismo sueño, aunque nunca lo cumplieron, aunque se quedó entre las
brumas del relente de la noche, camino a casa, con los pies pesados y el cuerpo
cansado de realidad.
Soñaron
en voz alta con salir, con escapar, con conocer tierras extrañas. Lloraron
juntos por las tristezas pasadas, por los traumas de no hace tanto tiempo.
Disfrutaron felices de haber creado una burbuja, alejada del mundo, pero muy
real. Han encontrado su lugar en el cosmos. Un lugar en un instante, que se
explota como las pompas de jabón.
La
lucha por la felicidad tiene mucho de sentido individual de entrar en flujo con
el universo, pero también de lucha social y comunitaria para que las
condiciones materiales, la experiencia concreta de la vida de muchos de los
humanos pueda ser tenida precisamente por una experiencia humana. Más allá de
los consejos de los pseudo-Coehlos, debería existir un compromiso general para
romper las alambradas, despejar los caminos para que cada ser humano,
independientemente de en qué sueñe, tenga la oportunidad de sentir su sitio en
el cosmos. En lugar de ir parcelándolo en fronteras, cada vez más pequeñas,
porque el problema no es romper un Estado, es desintegrar una sociedad en
átomos individuales, que se comporten como locas partículas chocando unas con
otras, sin encontrar más sentido que ir contando los golpes.