domingo, 27 de septiembre de 2015

Un pequeño escrito sobre la felicidad.


El mundo es una mierda. Desgracias de todo tipo, individuales, colectivas, momentáneas, eternas… se ciernen sobre nuestra vida, amenazan, sentencian. Buda nos legó dos grandes verdades, la primera es que la vida es sufrimiento. La segunda, que ese sufrimiento proviene del deseo. Quizás nos valdría no desear nada en absoluto y evitaríamos cualquier decepción. Sin embargo, nos obstinamos en creer que vamos a mejorar, aspiramos a encontrar lo que buscamos, a encontrar, incluso qué buscar y nos embarcamos en proyectos que iluminan nuestra vida.
Los filósofos de la Ilustración soñaron que la felicidad se podría conseguir mediante una fe inquebrantable en el progreso humano, en las herramientas de la razón y la ciencia para abandonar esas faltas mitologías y supersticiones, cuentos de brujas y amenazas con el infierno. Liberados mediante la educación llegaríamos a nuestro estado natural, sin las cadenas de las convenciones artificiales. Pero el sueño de la razón produjo monstruos. A veces, monstruos porque la razón dormía y la irracionalidad y el sinsentido se apoderaban del mundo, a veces porque la razón alcanzaba su sueño y se comportaba como una reina absolutista, algo caprichosa, siempre implacable, que aplastaba cualquier atisbo de humanidad en aras del progreso y la ciencia.
De todo aquel sueño sólo quedó el ansia por lo natural. Se abandonó la fe en el progreso. Dos guerras mundiales, la barbarie hacen muy difícil confiar en que la humanidad está mejorando –por mucha ilusión que le ponga Steven Pinker–. La religión, o la religiosidad, está volviendo a campar, y las gentes disfrutan con un re-encantamiento del mundo. Terapias naturales que están más cerca del rito religioso que del ambulatorio, fe en los equipos de deportes más profunda que en doctrinas y códigos morales. Religiosidad popular que disfruta y se celebra a sí misma en interminables y recurrentes procesiones y peregrinaciones.
Y, lo peor de todo, una desconfianza total y absoluta hacia la razón. Compatible con la fe en la tecnología, los seres humanos de este principios de siglo comparten una suspicacia hacia cualquier pensamiento: “Bah, es sólo otra teoría”, como si teoría fuera sinónimo de capricho del gusto de un científico. Y no hablan ni un Lakatos o un Latour, acusando a la ciencia de ser poco científica, acusa el hombre de la calle que reclama menos razonamiento, menos pensar y más actuar. Pensar se ha convertido en sinónimo de desgracia. Cuando piensas, le das vueltas a algo (es decir, no avanzas), te rallas, te comes el tarro, te entra una paranoia (pensar es una enfermedad mental)… cuando entiendes una cosa, caes; los peores ejercicios son los “de pensar”, cuando haces algo mal en la guardería, te ponen en el rincón de pensar.
Divertirse es no rallarse, no pensar, ir a lo loco. Ser feliz es, pues, cuestión de desconectar el cerebro racional y que el inconsciente pulule a sus anchas, derrochando energía primaria y desatando cualquier inhibición. Miedo me da, y no sólo por las conexiones con el programa de los totalitarismos que preferían la acción al razonamiento.
Hay muchas formas de entender la felicidad, pero creo que se pueden resumir en dos grandes grupos: la felicidad es completar lo que te falta y la felicidad es encontrar tu lugar en el mundo. Sobre la primera acepción hay multitud de chistes, ocurrencias, sentencias, historias. Sobre todo las relacionadas con el dinero. Mis preferidas son las de Mae West: “el dinero no da la felicidad, pero calma los nervios” y las de Marx. Groucho, por supuesto: “La felicidad es cuestión de pequeñas cosas, un pequeño yate, un pequeño chalé, una pequeña fortuna…”
En demasiadas ocasiones se insiste en la importancia de las pequeñas cosas, de lo intangible, de lo que no se puede comprar para la felicidad. No es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita, como si los ricos necesitaran algo. Sin embargo, esta concepción se queda estrecha en muchas ocasiones, independientemente de si ansiamos cosas materiales o inmateriales (véase pirámide de Maslow).
La sensación de plenitud, de felicidad intensa, casi dolorosa, como en el síndrome de Stendhal, tiene más que ver con encajar en el cosmos que con poseer amigos o joyas. Si bien la razón puede ayudarte a conseguir todo lo que necesitas: un coche, una pantalla plana, un contacto… parece que para pasarlo bien haya que abandonarse, dejar de pensar. El universo no puede comprenderse, ¡no pienses! ¡siente!
Imaginemos un cielo estrellado y un grupo de amigos tumbados en una madrugada de sábado en el momento en que se está pasando el efecto eufórico del alcohol. Están pensando, imaginando, cuestionándose sus vidas, programando un viaje, el futuro. Se ilusionan con unas tiendas de campaña, con el plan del puente, con las sensaciones que vendrán por las noches, con los olores de la naturaleza… Todo está en sus mentes. Están sintonizándose, están respirando un mismo aire, están confluyendo, entre ellos y con el universo. Y ya da igual el suelo duro en el que están tumbados mirando las estrellas. Da lo mismo que cada uno vaya a tirar por la mañana a sitios distintos. Da igual que la rutina les alcance cuando llegue el mediodía. Han sido felices.
No por nada material, es su imaginación, su razón es la que les ha puesto en el camino de la felicidad. La que les ha hecho plantearse si hay algo más allá, si se puede remendar un error antiguo, si se puede perdonar a uno mismo. Los pechos se han henchido de felicidad porque se sintieron juntos, porque se atrevieron a soñar el mismo sueño, aunque nunca lo cumplieron, aunque se quedó entre las brumas del relente de la noche, camino a casa, con los pies pesados y el cuerpo cansado de realidad.
Soñaron en voz alta con salir, con escapar, con conocer tierras extrañas. Lloraron juntos por las tristezas pasadas, por los traumas de no hace tanto tiempo. Disfrutaron felices de haber creado una burbuja, alejada del mundo, pero muy real. Han encontrado su lugar en el cosmos. Un lugar en un instante, que se explota como las pompas de jabón.
La lucha por la felicidad tiene mucho de sentido individual de entrar en flujo con el universo, pero también de lucha social y comunitaria para que las condiciones materiales, la experiencia concreta de la vida de muchos de los humanos pueda ser tenida precisamente por una experiencia humana. Más allá de los consejos de los pseudo-Coehlos, debería existir un compromiso general para romper las alambradas, despejar los caminos para que cada ser humano, independientemente de en qué sueñe, tenga la oportunidad de sentir su sitio en el cosmos. En lugar de ir parcelándolo en fronteras, cada vez más pequeñas, porque el problema no es romper un Estado, es desintegrar una sociedad en átomos individuales, que se comporten como locas partículas chocando unas con otras, sin encontrar más sentido que ir contando los golpes.

martes, 22 de septiembre de 2015

No soy español, español, español.



Hace muchos, muchos años, adolescente todavía, acostumbraba a leer las tiras cómicas de Mafalda. Gran parte de mi sentido del humor y de mi educación sentimental, que diría Luis García Montero, provienen de esa niña argentina. En una de sus ocurrencias pretendía presentar una redacción a base de preguntas: ¿aman los argentinos Argentina porque nacieron allí, los turcos a Turquía porque nacieron en Turquía o los javaneses a Java porque nacieron en Java? “Patriotismo y comodidad” la titularía.
A mí no me haría falta ninguna explicación más, pero el río anda revuelto estos días con las elecciones catalanas y precisamente se me ha adelantado Fernando Trueba. Tengo que confesar –este blog parece un confesionario- que yo tampoco me siento español. Ni catalán, por supuesto. Quizás tenga un defecto emocional, pero no me siento atado a ningún terruño. Acostumbrarme a caminar por mi pueblo, o por la Granada de mis tiempos de estudiante, o por la Sevilla de recién casados me trae recuerdos y los disfruto, pero eso no me hace identificarme con los colores, los olores y las formas.
Quizás sea un desagradecido, pero no creo que los lugares, por muchos recuerdos que me traigan, sean los responsables de nada. No estoy orgulloso de ser español. Tampoco avergonzado. Me siento más identificado con aspectos, imágenes, actitudes que poco entienden de fronteras. Estoy más cerca de algunas canciones de un canadiense afincado en los Estados Unidos como Neil Young que de las sevillanas que no se pueden bailar de Ecos del Rocío. ¿Debería sentirme culpable por no llevar en las venas el ritmo de la rumba?
Uno puede estar orgulloso de lo que hace o deja de hacer, pero no de una tradición en la que no ha tenido responsabilidad. Me sorprende cómo los partidarios acérrimos del individualismo se entusiasman con rituales ancestrales, con tradiciones, con costumbres comunitarias seculares. Cada uno es libre de hacer lo que le venga en gana, repetir incansablemente las acciones que generaciones anteriores han realizado, pero es llamativo que esa sensación de comunidad conviva sin problemas en mentes que rechazan hasta la propia noción de sociedad. No existen grupos sociales, sólo individuos, nos dicen, pero luego desfilan con mantilla porque así lo hicieron sus antepasados.
No creo que nadie seriamente crea que unas tierras, el agua de un manantial o el aire que se respira puedan variar el ADN de nadie y hacerlo más tolerante, más bailarín o más trabajador. Ni más risueño o austero. Somos las personas que vivimos y aprendemos unas de otras, nos imitamos y nos desencantamos. Y ahí tenemos responsabilidad de hacer o deshacer, continuar tirando papeles al suelo o comportarnos civilizadamente como en otras latitudes. Aprendimos el latín mejor que el inglés, y tarareamos canciones de los Beatles, disfrutamos de la pizza y de los rollitos de primavera, ¿por qué la paella va a ser mejor que el cus-cús? ¿Por qué el fino mejor que el champagne? ¿por qué rechazar Halloween y no celebrar todo lo celebrable?
Haber nacido en Rota, el mismo pueblo que vio nacer dos poetas de la talla de Ángel García López o Felipe Benítez Reyes no me hace escribir mejor, por mucho que me empeñara en copiarlos en mi adolescencia y juventud. Ser de la misma región que Picasso no he ha dado ninguna habilidad con el lápiz o los pinceles. ¿Por qué tengo que sentirme orgulloso por algo que yo no he llevado a cabo? Son sus méritos, no los míos. Y disfruto lo mismo de todos ellos como de T.S. Elliot, Sándor Márai, Stefan Zweig , Tagore, Turner, Rembrand y tantos otros aunque no hayan pisado más acá de los Pirineos.
No me siento responsable de las atrocidades de la Leyenda Negra, que, sinceramente, creo que son ciertas en gran medida. Tampoco creo que los demás países estuvieran mejor. Barbaridades las cometen todos los pueblos. Mi postura tiene más que ver con el universalismo de la raza humana que con el desapego a la sociedad. Debemos luchar por un mundo más justo, y las banderas, los himnos, las fronteras no hacen otra cosa que consolidar las desigualdades y la injusticia. Provocan que el pobre defienda al rico en su riqueza matando a pobres igual que él con la excusa del patriotismo.
No me siento responsable, repito, de algo sobre lo que no tengo control ni ha dependido de mí. Nací, o mejor, me nacieron en mi casa, frente a la estación. Si hubiera llegado un poco más al sur mi vida sería muy distinta. ¿Qué culpan tienen los habitantes de Somalia o de Haití de vivir en países más que pobres? Culpa tienen los que permiten, e incluso votan a gobiernos que mantienen esa injusticia. Los seres humanos no nacemos “de” un país, nacemos “en” un país, en un lugar que cambia de frontera, como el filósofo alemán Kant que nació en Rusia.
Las elecciones catalanas están movilizando el miedo de una manera vergonzante. Las mayores catástrofes vendrán si se independizan, repiten machaconamente los medios. Me recuerda un poco a los anatemas contra el divorcio. Además, me da la sensación de que si el referéndum se celebrara en todo el territorio estatal, muchísimos votarían que Cataluña saliera de España, si es posible soltando amarras como si fuera un iceberg a la deriva. Otros votarían para que se quedara simplemente para fastidiar. Pero, si mamá y papá ya no se quieren, ¿por qué seguir juntos?, ¿por qué sufrir? Echémosle un vistacito.
En el fondo me da igual, en este mundo globalizado todos estamos dirigidos por los mismos. Da igual ser cabeza de ratón o cola de león. Ojo, hablo a nivel de los discursos, porque el movimiento independentista tanto como el nacionalismo español están movilizados por causas mucho más serias que una bandera o un himno. Hay mucho en juego y mucho que tapar. Los eslóganes del tipo “España nos roba” ocultan mucho. No olvidemos que los impuestos los pagamos individualmente, no por regiones.
Vivo en España, voto en España, consumo y pago impuestos en España. No tengo problema con eso. En algún sitio hay que vivir. Igualmente habría que pasar una temporadita por tierras extrañas para añorar esta tierra. Me lo apuntaré. Pero mientras tanto me parece algo ridículo sentirse inflamado de emoción porque la selección española de baloncesto haya ganado un torneo.
Las palabras de Fernando Trueba han despertado mucho revuelo y se le exige que devuelva las subvenciones y las ayudas. Debo estar un poco lento, pero no entiendo por qué. A Sergio Scariolo, que ha dirigido fantásticamente la selección de Pau Gassol, no se le exige una adhesión inquebrantable a la bandera rojigualda.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Refugiados



Estamos asistiendo a una crisis importante con los refugiados. Una crisis principalmente para todos los que desde Siria o Afganistán se ven expulsados por una guerra que dura ya demasiado. No son emigrantes, nos dicen, son refugiados. Como si huir de una miseria total desde Mali, país azotado por la violencia como el que más, fuera una categoría distinta a la de escapar de la guerra civil en Siria.
Nos recalcan que muchos son como nosotros, de una clase media, con sus trabajos, su vida cotidiana similar a la que podemos tener aquí, pero que la desgracia de la guerra los hace recoger lo poco que pueden cargar y aventurarse a cruzar medio continente para buscar seguridad. Y no falta quienes les acusan de codicia, de quererse aprovechar de la opulenta vieja Europa y sus ayudas. Hay que ser rastrero.
En el fondo, aunque no en la forma, es por lo que se han decantado la mayoría de los gobiernos europeos, comenzando por el nuestro. Para azuzar más el miedo siempre viene bien sacar a relucir la posibilidad del terrorismo, amenaza difusa donde las haya, la miseria económica, incluso la poca estética de estas pobres gentes que huyen, que afean las estaciones de tren. El caso de Hungría, por lo que nos cuentan, es especialmente duro.
A Grecia, que nació para martillo, del mar le caen más clavos, Turquía y el Líbano están más que saturados. No hubo problemas mientras que se apiñaban millones de refugiados en esos interminables campos del desierto. Ahora es cuando nos molestan en la conciencia.
Si te gustan los refugiados, métetelos en tu casa, gritaban algunos. Y eso han hecho. La ciudadanía ha estado por delante de las autoridades mostrando la solidaridad, ayudando a pasar fronteras, llevando comida, ropa, ofreciendo sus coches y sus casas. Esta lección queda muy por encima de rastreros como la famosa reportera húngara que pateaba y zancadilleaba refugiados.
Todavía se me encoje el corazón con la fotografía, probablemente preparada, del pequeño Aylan Kurdi. Mucha emoción en ese niño que parece dormido. Y como a mí, a muchísimos más les ha conmocionado la tragedia, aunque supiéramos que miles de niños estaban y siguen sufriendo en la guerra, ahogándose en pateras, muriendo de fiebre en campos de refugiados. Pero todo tiene un límite. Muestras de solidaridad a gran escala surgieron en toda Europa.
Y en ese momento las autoridades políticas cambian el discurso. Ahora toca el Welcome Refugees! De ayuntamientos a las más altas autoridades europeas la xenofobia torna solidaridad. Que Mariano Rajoy cambie y donde dije digo digo Diego es extraño, porque casi nunca dice nada, pero ahora acata responsablemente, sensatamente, las órdenes de los señoritos de la Unión Europea.
Siguen las voces que intentan camuflar sus miedos con discursos pretendidamente solidarios, que si hay recortes, que si hay pobreza en España, que si eso de acoger refugiados es postureo progre... que no se trata de abrir fronteras por abrir, que primero nosotros y luego ya veremos. Si tanto les importaban los recortes, ¿por qué no estaban en las calles protestando? ¿Por qué no han votado en contra de quienes realizan los recortes? Si no quieres guerras, no les vendamos armas, no nos encarguemos de crear y alimentar los conflictos, porque en Siria se aprovechó la Primavera Árabe, la necesidad de Rusia de contar con aliados en el Próximo Oriente con la necesidad de Estados Unidos de tener un enemigo tangible, en este caso el Estado Islámico, y una guerra que mantenga en marcha la industria armamentística…
Por lo visto hay que tener un certificado de residencia, unos genes en rojo y gualda para poder recibir las migajas de ayudas solidarias. Menos mal que los españoles nunca hemos tenido que emigrar, ni por causas económicas ni huyendo de una guerra civil…
Y los países árabes, ¿por qué no los acogen? Esta derivación es fantástica porque así pueden resonar los prejuicios contra la religión. La islámica, por supuesto, porque nosotros, los católicos somos mejores, más tolerantes y caritativos. Sinceramente, no tengo ningún aprecio a estos países gobernados por dictaduras teocráticas, a las que tenemos que adular para mendigar su petróleo. Lo que más me indigna de estos discursos es que vienen en su mayoría de sectores conservadores, de los que se quejan de que desaparezca la religión de los colegios, de quienes debían vender todo lo que tienen y dárselo a los pobres, coger su cruz y seguir al nazareno. Esos que hablan de caridad cristiana y no tienen la más mínima decencia humanitaria. ¿Qué pasaría tras una inundación o un terremoto, dejaríamos de conceder ayudas de emergencia porque hay que pagar el rescate a los bancos o los subsidios a los parados de larga duración?
Me asusta pensar que los políticos no digan lo que dicen porque lo piensen realmente, sino porque aspiren a ser aclamados por la multitud. Y así parece. Al principio, enarbolando la bandera de la xenofobia, luego la de la solidaridad. Manejando su política a golpe de encuesta.
No obstante es interesante que esto suceda, porque demuestra que los políticos nos necesitan, tienen que contentarnos, más allá de difundir mensajes canallas y miserables que nos enfrenten a unos contra otros. No creo que nadie, por mucho gabinete de prensa y muchas televisiones nacionales y autonómicas, pueda hacernos cambiar de idea sobre algo, pero sí que pueden despertar nuestros más bajos instintos o pueden apelar a nuestro corazón solidario y humanitario. No les dejemos que puedan subsistir alimentándose de nuestros miedos, de nuestros rencores y nuestro odio.