La sentencia
sobre la agresión de la llamada Manada ha provocado una oleada de indignación
que supera las fronteras patrias. Imagino que los aspectos importantes ya las
habrán dicho otros articulistas mucho mejores que yo, más acertados y con mayor
resolución y conocimiento. Sólo está en mi mano añadir algunas reflexiones y
compartir mi indignación.
En una democracia debería darse
por sentado que las decisiones de los jueces pueden criticarse por cuanto somos
ciudadanos libres, con criterios propios y razonamientos que, quizás, puedan
estar más acertados que las sentencias judiciales. De hecho, cuando un tribunal
superior corrige una decisión tomada en otra instancia está dando la razón a
quienes pensamos que los jueces no son infalibles.
En un nuevo acto de mansplaining, nos irán diciendo estos
días que no podemos opinar sobre las cuestiones jurídicas porque carecemos de
los conocimientos técnicos necesarios, que no podemos argumentar sobre las
sutilezas del lenguaje jurídico. Como si fuéramos imberbes, incapaces de
razonar y de saber qué es justo y qué no. Precisamente son los vericuetos del
dialecto procesal los que permiten que podamos
sentenciar cómo queramos. ¿Qué es violencia? Pues depende, en el caso
del referéndum ilegal de Cataluña, es violencia, por eso se trata de un delito
de rebelión. Pitar un himno o llevar una camiseta de determinado color es
violencia. Tuitear chistes sobre la
mano derecha de un dictador es violencia. En cambio, que cinco fornidos
muchachos en un zaguán estrecho se impongan a una chica, no implica violencia,
por lo tanto, no hay intimidación. A este retorcido razonamiento se agarran
para distinguir entre violación y abuso sexual. Creo que cualquier persona
adulta entenderá que la decisión de los jueces es bastante discutible.
También nos dirán que mostrar el
desacuerdo con los jueces no es democrático, que supone un riesgo autoritario,
que es una concesión al populismo, una especie de linchamiento. Sería ridículo
que sí vieran una violencia en las manifestaciones, o en los escraches al
ministro y no en el caso que se ha juzgado. Abusan de la palabra linchamiento,
con mala fe, para dar la impresión de que son multitudes que buscan la horca
para unos inocentes. El grito de estas manifestaciones es de solidaridad con la
víctima y exigiendo que la sentencia se ajuste a los hechos que ella misma
describe. Y se pide sin violencia, con gritos, con indignación, pero sin
violencia.
En el caso que nos ocupa llama
la atención de manera muy llamativa que la descripción de los hechos sea tan
minuciosa y que, sin embargo, la conclusión no alcance lo que parece claro. La
superioridad física de los condenados, el espacio reducido, el hecho de actuar
en grupo, por no hablar de que tenían previamente planeado actos similares
parecen indicar que los hechos han sido más graves que un caso de abusos
sexuales. Violación parecía ser el término que debería haber aparecido. Y no
solo no han sacado la conclusión del tipo “blanco y en botella”, es que uno de
los jueces, además de tener una actitud reprobable en los interrogatorios,
sostiene un voto particular en el que claramente indica a la defensa cómo debería argumentar
su recurso. No sé cómo serán las relaciones
sexuales a las que está acostumbrado, pero las imágenes –y cómo las han
interpretado sus colegas– hablan de otra realidad muy distinta.
Si una mujer sufre abusos o una
violación, ha estado claro el mensaje. La denuncia no añade sino humillación y
sensación de desamparo. Lo peor es que, personalmente, es la sentencia que
esperaba. Me da la sensación de que la correlación de fuerzas entre el machismo
y el patriarcado frente al feminismo organizado ha motivado este tipo de
sentencias. Los jueces han pretendido “resistir” la presión mediática de las
feministas y no ceder ante su chantaje censor. y, de paso, dan alas a los
machistas cerriles para que vayan soltando por sus comentarios a las noticias y
en las redes sociales, que son las víctimas de esta dictadura feminista. Para
ellos los jueces han tenido que ceder y condenar a algo a los muchachos porque,
en caso contrario, las feministas pondrían el país en llamas. Encima son las
víctimas.
Visto lo visto, menos mal que la
opinión pública se está volcando en forma de manifestaciones, de muestras de
solidaridad con la víctima y de indignación hacia el sistema judicial. Si
fuésemos más tibios no descartaría una sentencia absolutoria. Un juez de los
tres lo ha visto normal.
Repulsión máxima me producen aquellos
articulistas que buscan las excusas más peregrinas para enmascarar su machismo,
esforzándose puerilmente en encontrar un mínimo respetable –que no consiguen–
para coincidir con la sentencia, para parecerles excesiva o para darle la razón
al juez discrepante que vio excitación donde los demás vieron –vemos– una
monstruosidad. Y luego dicen preocuparse por el futuro de sus hijas en un mundo
en manos de las feministas.
Por otra parte, también me produce repulsión las bienintencionadas
críticas, como la de algún líder político en alza, que se plantean la cuestión
de que ellos comprenden la indignación en cuanto a padres. O sea, que las
mujeres sólo merecen respeto por ser las madres, las hijas o las esposas de un
varón. Esa condescendencia es otra muestra más de que el machismo está en la
médula de nuestra sociedad.
A mi no me indigna la sentencia
pensando en mis hijas. Me indigna porque soy persona.