domingo, 29 de abril de 2018

La indignación no es cuestión de semántica


La sentencia sobre la agresión de la llamada Manada ha provocado una oleada de indignación que supera las fronteras patrias. Imagino que los aspectos importantes ya las habrán dicho otros articulistas mucho mejores que yo, más acertados y con mayor resolución y conocimiento. Sólo está en mi mano añadir algunas reflexiones y compartir mi indignación.
                En una democracia debería darse por sentado que las decisiones de los jueces pueden criticarse por cuanto somos ciudadanos libres, con criterios propios y razonamientos que, quizás, puedan estar más acertados que las sentencias judiciales. De hecho, cuando un tribunal superior corrige una decisión tomada en otra instancia está dando la razón a quienes pensamos que los jueces no son infalibles.
                En un nuevo acto de mansplaining, nos irán diciendo estos días que no podemos opinar sobre las cuestiones jurídicas porque carecemos de los conocimientos técnicos necesarios, que no podemos argumentar sobre las sutilezas del lenguaje jurídico. Como si fuéramos imberbes, incapaces de razonar y de saber qué es justo y qué no. Precisamente son los vericuetos del dialecto procesal los que permiten que podamos  sentenciar cómo queramos. ¿Qué es violencia? Pues depende, en el caso del referéndum ilegal de Cataluña, es violencia, por eso se trata de un delito de rebelión. Pitar un himno o llevar una camiseta de determinado color es violencia. Tuitear chistes sobre la mano derecha de un dictador es violencia. En cambio, que cinco fornidos muchachos en un zaguán estrecho se impongan a una chica, no implica violencia, por lo tanto, no hay intimidación. A este retorcido razonamiento se agarran para distinguir entre violación y abuso sexual. Creo que cualquier persona adulta entenderá que la decisión de los jueces es bastante discutible.
                También nos dirán que mostrar el desacuerdo con los jueces no es democrático, que supone un riesgo autoritario, que es una concesión al populismo, una especie de linchamiento. Sería ridículo que sí vieran una violencia en las manifestaciones, o en los escraches al ministro y no en el caso que se ha juzgado. Abusan de la palabra linchamiento, con mala fe, para dar la impresión de que son multitudes que buscan la horca para unos inocentes. El grito de estas manifestaciones es de solidaridad con la víctima y exigiendo que la sentencia se ajuste a los hechos que ella misma describe. Y se pide sin violencia, con gritos, con indignación, pero sin violencia.
                En el caso que nos ocupa llama la atención de manera muy llamativa que la descripción de los hechos sea tan minuciosa y que, sin embargo, la conclusión no alcance lo que parece claro. La superioridad física de los condenados, el espacio reducido, el hecho de actuar en grupo, por no hablar de que tenían previamente planeado actos similares parecen indicar que los hechos han sido más graves que un caso de abusos sexuales. Violación parecía ser el término que debería haber aparecido. Y no solo no han sacado la conclusión del tipo “blanco y en botella”, es que uno de los jueces, además de tener una actitud reprobable en los interrogatorios, sostiene un voto particular en el que claramente  indica a la defensa cómo debería argumentar su recurso. No sé cómo serán las relaciones  sexuales a las que está acostumbrado, pero las imágenes –y cómo las han interpretado sus colegas– hablan de otra realidad muy distinta.
                Si una mujer sufre abusos o una violación, ha estado claro el mensaje. La denuncia no añade sino humillación y sensación de desamparo. Lo peor es que, personalmente, es la sentencia que esperaba. Me da la sensación de que la correlación de fuerzas entre el machismo y el patriarcado frente al feminismo organizado ha motivado este tipo de sentencias. Los jueces han pretendido “resistir” la presión mediática de las feministas y no ceder ante su chantaje censor. y, de paso, dan alas a los machistas cerriles para que vayan soltando por sus comentarios a las noticias y en las redes sociales, que son las víctimas de esta dictadura feminista. Para ellos los jueces han tenido que ceder y condenar a algo a los muchachos porque, en caso contrario, las feministas pondrían el país en llamas. Encima son las víctimas.
                Visto lo visto, menos mal que la opinión pública se está volcando en forma de manifestaciones, de muestras de solidaridad con la víctima y de indignación hacia el sistema judicial. Si fuésemos más tibios no descartaría una sentencia absolutoria. Un juez de los tres lo ha visto normal.
                Repulsión máxima me producen aquellos articulistas que buscan las excusas más peregrinas para enmascarar su machismo, esforzándose puerilmente en encontrar un mínimo respetable –que no consiguen– para coincidir con la sentencia, para parecerles excesiva o para darle la razón al juez discrepante que vio excitación donde los demás vieron –vemos– una monstruosidad. Y luego dicen preocuparse por el futuro de sus hijas en un mundo en manos de las feministas.
Por otra parte, también me produce repulsión las bienintencionadas críticas, como la de algún líder político en alza, que se plantean la cuestión de que ellos comprenden la indignación en cuanto a padres. O sea, que las mujeres sólo merecen respeto por ser las madres, las hijas o las esposas de un varón. Esa condescendencia es otra muestra más de que el machismo está en la médula de nuestra sociedad.
                A mi no me indigna la sentencia pensando en mis hijas. Me indigna porque soy persona.

domingo, 22 de abril de 2018

Teoría eléctrica del amor



El mundo de las metáforas es apasionante y más apasionante es, nunca mejor dicho, el mundo del amor. La experiencia del amor es tan intensa que el lenguaje demuestra ser una herramienta muy poco eficaz para transmitir las emociones que suscita, o para simplemente, expresarse y comprenderse. Hielo abrasador,  fuego helado, libertad encarcelada… la paradoja y el oxímoron parecen ser los únicos medios que pueden acercarse a la pasión.
                Los estudiosos que se han ocupado de ello, como los encargados de analizar el deseo, tropiezan también con las complicaciones de un sentimiento poliédrico, para el que unas lenguas se desdoblan, como en el griego clásico (filia, ágape, eros) y otras se asimilan, como en la sociedad americana actual que cobija en San Valentín a los amores más románticos con las amistades más castas.
                Los programas de citas, los date shows, son experimentos muy sugerentes, no porque seamos tan ingenuos de pensar que se expresan con sinceridad y que no está nada en el guion, que todo es espontáneo. Nada de eso, son interesantes desde el punto de vista de la sociología porque las explicaciones están racionalizadas, es decir, tamizadas por el filtro de lo que los personajes –o los guionistas– piensan que es socialmente adecuado. La deseabilidad social es una manera muy básica de acercarnos al Imaginario.
                Poco a poco estos programas han establecido unos parámetros muy concretos de cómo debe aparecer el enamoramiento a la vez que ofrecen salidas honorables a la decepción y el fracaso. No parece socialmente aceptable decirle a la cara a un participante que no quieres una segunda cita porque su aspecto físico no le parece atractivo. Por supuesto, se puede comprobar que no todos los llamados son educados y caballerosos. Los hay que, bajo el escudo de la honestidad brutal y la sinceridad primaria, sueltan lo primero que han pensado, retratándose mucho más éstos que los pobres rechazados.
                La excusa estrella es: no ha surgido la chispa.
                La metáfora eléctrica del amor es brillante –valga la ocurrencia– porque recoge y actualiza el concepto romántico del enamoramiento fortuito, con la belleza del instante y la peligrosidad del incendio. Supera, además, el universo metafórico de la enfermedad y las locuras de amor en paralelo a un proceso de patologización de la vida cotidiana que tan bien estudia Eva Illouz (si no encuentro el amor nunca podré ser feliz, y no lo encuentro porque tengo algún déficit psicológico que impide las relaciones).
                La chispa del amor permite salir airoso a quien se ha decepcionado con el físico, o la personalidad del partenaire, sin tener que ofender. No eres tú, tampoco soy yo, es que no ha surgido la chispa. La chispa que salta cuando se conectan dos cables con mucha tensión. La conexión no es la adecuada, salvando así la autoestima de ambos pretendientes. No es culpa de nadie, no es mi decisión. Yo sólo constato que no ha surgido “la chispa”.
Consigue, también navegar entre las turbulentas aguas de la libertad y la atracción. En lugar de una conquista –metáfora bélica intolerable para describir las relaciones humanas–, se prefiere el magnetismo –animal o no– de la corriente eléctrica. La paradoja de la cárcel de amor de Diego de San Pedro o la libertad encarcelada de Quevedo tornan ahora fenómeno electromagnético.
                La chispa es el elemento no predecible, la irracionalidad que se convierte en la razón del amor y del desamor. Justifica que no se despierte –bonita metáfora también– el deseo ante una pareja que puede tener, a priori, las mejores cualidades; y justifica que sintamos la atracción por alguien que, en nuestro interior sabemos, no nos conviene. Camufla algo torpemente el deseo y deja entrever la tensión sexual, que es otro término de la metáfora eléctrica del amor.
                El magnetismo fue un término muy usado para describir el encanto, el charme, de ciertos individuos que disfrutaban –y mostraban– mucho éxito en la seducción. Si bien Juan Tenorio o Miguel de Mañara eran unos canallas irresistibles, pero unos canallas –como diría Holly Golightly en Desayuno con Diamantes–, el magnetismo de los seductores del siglo XX es irresistible y físico, hijo del mesmerismo, muy lejos de los hechizos y las pócimas amorosas medievales. El canalla engaña, el seductor no, quien cae en sus redes sabe que está siendo engañado, pero se siente irresistiblemente atraído, como las limaduras de hierro ante el imán.
                Para un roto y para un descosido, la falta de chispa es la causa de la ruptura de las parejas, la llegada de la monotonía, las frustraciones acumuladas, los desencuentros y las decepciones, la falta de magia porque y a todo es conocido, acarrea la disminución de la tensión eléctrica entre la pareja. Ya no están enamorados. Al faltar la chispa, conviven, se pueden querer como sólo la costumbre sabe hacerlo, pero se desvanece el interés. Se acaba la chispa.
                Parte de su éxito también puede apoyarse en la teoría cerebral en la que las neuronas se conectan entre sí mediante micro-corrientes eléctricas, la sinapsis electro-química y que está detrás de expresiones como “se le han cruzado los cables” cuando queremos expresar que alguien se comporta de manera inadecuada y algo pasional o violenta (lo que viene a ser perder los papeles). A uno le vienen a la memoria las imágenes con las que el recientemente fallecido Milos Forman ilustraba su adaptación de Alguien voló sobre el nido del cuco. Imposible olvidar las convulsiones de Jack Nicholson mordiendo un trozo de cuero. A partir de los estudios de principios del siglo XX sobre la actividad cerebral se populariza la imagen del cableado neuronal y la posibilidad de alterar o destruir la conciencia a través de estimulación eléctrica. También decimos de alguien que posee una inteligencia despierta y rapidez de reflejos en las respuestas que tiene mucha chispa. Aunque sea inducida químicamente a través del alcohol, cuando estamos achispados[1].
                Gran parte del éxito –aunque no es imprescindible– de una metáfora es su capacidad de  mostrarse afín a diferentes enfoques. Si mediante el chispazo puede sonar coherente lo que sabemos del cerebro –psicología folk–, lo que el imaginario colectivo sobre el amor tiene establecido tradicionalmente –un impulso irrefrenable más allá de toda lógica–  y la deseabilidad social –no queremos ser malas personas–, tendremos en marcha una teoría eléctrica del amor.
                El amor, quien lo probó lo sabe.


[1] Hay incluso una teoría eléctrica de la poesía, pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.

miércoles, 18 de abril de 2018

Reseña de Juan Peña, Destilaciones. Pre-Textos. 2016


Tras la más que pertinente antología La misma monotonía (La Isla de Siltolá, 2013), Juan Peña nos regala un magnífico volumen de versos. Tiene el poeta no sólo las cualidades necesarias para su oficio, también es oportuno a la hora de titular sus libros subrayando en pocas palabras la esencia de su poética. ¿Qué mejor expresión que la misma monotonía para una selección de textos que se recrean en ese sentimiento tan adictivo? En este caso, destilaciones, es una clarísima declaración de intenciones. Destilar en el sentido de depurar el poema y la vida, como una regla monástica, buscar su esencia: “Eres lo que destilas, lo que das” (Oud). Ambos mundos, la poesía y la vida no están tan lejanos en las aspiraciones del autor que aspira a: “… no ser el que escribe. Ser lo escrito” (Vida en el escenario).
Continúa el poeta de Paradas con su visión del mundo entre la melancolía (“Hay algo grato en estar triste”) y la ironía, (“Tan fácil es, y nada exige / sentirse desdichado”), aunque, con mayor madurez, aporte ahora un matiz importante: “ante la llamarada con la que arde la vida / qué poco es la tristeza” (Incendios). Insiste en la mala imagen de sí mismo, explorando la posibilidad de que de lo malo pueda salir lo bueno, lo más puro, el milagro: “Tanta miseria. / Pero quién negará / tanta belleza” (Decuria).
En este camino hacia la esencia, puede tomar senderos de mística como Francisco o Criatura o puede tomar el del sentido del humor, como el juego de Amor y geometría, o las travesuras entre campos semánticos (Jardines de puerta oscura). Y en esos senderos metafóricos se despliegan viajes reales, Lisboa, Roma, San Miguel de Lillo, la Sierra Blanca… o al pasado y la infancia (Ritos de paso, Foto en el corral, Niños, El tiempo, Visita al que tengo 10 años). Como en Dura seda (2011), el viaje, ya sea a una plaza cercana o a los más remotos paisajes, es una excusa para la reflexión poética (Mar). Juan Peña puede parecer un poeta bucólico en el sentido que puede serlo José Manuel Benítez Ariza, pero también transitan en su poesía la ciudad y la tecnología, ordenadores, redes y grandes metrópolis: Una piel y Cuerpos Celestes, por ejemplo.
Conviven en sus palabras ecos clásicos, como el estoicismo de Vida eterna, también ese particular tono épico de algunos poetas ingleses como Auden o Keats, que juegan con la herencia clásica y con la ironía (Nuevos tiempos para la épica). Participa también la mística algo zen que opone vida y la quietud de la piedra: “Dura / para siempre lo que muere” (Ad vitam ad mortem). “He subido esta noche a la azotea” (El tiempo) podría ser la versión materialista del aliento místico de San Juan de la Cruz.
La anécdota (Noche de diciembre) o los objetos (Al mirar una foto tras un viaje) ofrecen motivos también de meditación poética que alcanza niveles filosóficos del mismo modo que es filosofía Juan de Mairena o el cante jondo: “Y qué más da: / mi mentira es mejor / que tu verdad” (Decuria). Juan Peña nos ofrece un repertorio elegante de imágenes, dominio métrico en verso libre, blanco, estrófico, aliteraciones (“La nada alada”) y precisión de orfebre –escasísimos encabalgamientos, por ejemplo– en la terminología para hablarnos de la muerte y la vida, la vida de la muerte y la muerte en vida. Más allá de ser un tema o un punto de partida para la escritura, la enfermedad (Parálisis de Bell, Habitación 411 o Convalecencia) es, para este autor, la oportunidad para apreciar la vida:
“Bendita enfermedad
que no nos mata
que nos deja vivir desentendidos
de exigencias, de ansias,
lamiéndonos la herida
que nos abre los ojos
al asombro olvidado de estar vivos.” (Herida)
En estos poemas tiene cabida la familia (Siesta en los jardines del valle, Las tareas del campo, Nochebuena), la sensualidad (Beso, La raíz del mundo), el amor (Mundo, Wife and son) y, por encima de todo, con una visión muy nietzscheana, la belleza: “Una frágil belleza, imbatible / que vale todo y vale nada” (San Miguel de Lillo).
“Y eres puro y sucio.
Y el vaso florentino en el que caes
lo vuelves, cuando escribes, alambique
que destile de ti
lo mejor que no eres.” (Destilaciones)
Un soberbio libro de grandes poemas plenos de serenidad y sabiduría de alquimista, para saborear entre las sombras del día esperando la clara luz de sus palabras.