Este conjunto de poemas se ha distinguido con el XLI Premio Mundial Fernando Rielo de poesía mística correspondiente a 2021. La cubierta es obra de María Cota Merino, hija del poeta. Acierta a resumir César Franco, Obispo de Segovia en el prólogo que Daniel Cotta “ha capturado con singular belleza lírica, en un lenguaje de sencillez cotidiana enriquecido con brillantes y poderosas metáforas, ese latir divino que poseen las cosas, núcleo de la teología mística tal como se entiende en el cristianismo”. Y no solo en el cristianismo, como bien nos sigue enseñando Ibn Arabí. El P. Jesús Fernández Hernández hace una exhaustiva mirada sobre el volumen identificando los puntos esenciales de la propia doctrina de Fernando Rielo, a quien el premio está dedicado. Uno, personalmente, no puede estar de acuerdo con afirmaciones como que “el ateísmo es pensamiento / que huye del esfuerzo”, como quiera que se entiendan ateísmo o esfuerzo. Y esa es parte de la grandeza de la poesía de Daniel Cotta. Sin compartir el fervor religioso, sin ni siquiera coincidir en el fondo espiritual, puede, sin duda disfrutar y maravillarse de una poesía de gran belleza y de una destreza técnica pocas veces advertida en estos tiempos inciertos.
La trayectoria poética de Daniel Cotta se ha distinguido por un profundo sentimiento de comunión con lo divino, que acierta a verlo tanto en las acciones cotidianas (el beso de buenas noches o un trago de cerveza) como en la grandiosidad del universo (de las estrellas y supernovas hasta el aleteo de una mariposa: “Noche del Polo. En el Cosmos / extiende a la Tierra el sol / su caricia ultravioleta /…/ ¿No es Dios enviando al mundo / su ángel exterminador?”, Aurora Boreal) y conjuga los términos más rabiosamente científicos con lo más prosaico del día a día ganando, además, con ello un lirismo auténtico y profundo. No debe, pues, extrañarnos que en este volumen de voluntad particularmente mística se detenga en detalles más convencionalmente sagrados, como la música (“Voces llenas de silencios / tejen su sordo aleluya / en una pieza sinfónica / que no se termina nunca”, Concierto), y pase a las labores propias del cotidiano afán: “Hormigas laboriosas, ¡al trabajo! /…/ Un vago afán de clan nos une a todos / y nos agrupa en torno al mismo júbilo: / tener un objetivo. / Uno lo llaman letras. Otros, cifras. / Algunos, intemperie. Otros, taller. / Estos, volante. Aquellos, oficina. / Y hay quienes no lo saben. / Pero es Dios” (Atasco de las 7:45 a. m. en la A5). En todas ellas sabe sacar la conexión con la fe, y, lo que nos interesa especialmente, la poesía.
Particularmente destaco uno de los primeros poemas, Tráfico detenido, especialmente por cómo se detiene la mirada y cómo trasciende directamente y de qué forma tan significativa la plegaria: “Desnortado y sin dueño, / el perro en el asfalto /…/ Los coches, por piedad, se detenían / uno tras otro, sin tocar el claxon, / y no echaron a andar / hasta que vieron que se puso a salvo. // ¿Así hará Dios cuando recorre el mundo / y nos ve aullando sin hogar, sin amo?”.
Los elementos más repetidos en el sentimiento que Daniel Cotta muestra hacia Dios son el agradecimiento extremo (“Te excediste, Señor, te lo repito, / te excediste en amar, cuando bastaba / nacer y ya borrabas mi delito”, Redención); “Que yo no sé el Señor cómo lo ha hecho / para colmarme, para amarme tanto / que no cabe en el mundo y sí en mi pecho”, Acción de gracias), la sorpresa y la búsqueda. La mística, tal como la entiende el autor es una mezcla de asombro, contradicción y gozo: “Tu corazón me floreció en abril /…/ … Y en tu mirada / brillaba la ilusión del loco enamorada / para quien cada día es siempre aniversario” (Viernes Santo); “Sabes apreciar la flor / no por el fruto que augura; / bástate con su hermosura, / bástate con el amor” (Asignatura pendiente). La mística son poemas de duda, de la fe y la desesperanza, del querer ver y la oscuridad, del nunca estar seguro por mucho que se intente: “Y las estrellas veían / más allá de las tinieblas / otra vez, otro fulgor. / ¿Era Dios o no lo era?” (Dios desde un nenúfar).
El encuentro con Dios debe ser inefable y la manera de traducir a poema es tradición que recurra al oxímoron, la paradoja o la unión de contrarios: “Señor, Tú naces cada vez que muero” (Tándem); “¡Yo persiguiendo tu vida / y Tú amando hasta la muerte” (Rezo de contrición); “ayer sangre y tristeza y hoy es bueno” (Mujer amapola); “Contigo está mi cruz y Tú la aguantas” (Para esperar, los pies clavados); “¿Y ahora cómo llueve para arriba? / ¿Cómo llovéis? Esa eres tú salvándote / del reino del dolor hasta brotar / –para eso fue nacer, para eso fue– / donde más amanece” (Palabra a la cruz de una mujer).
Hay unos versos, “eso que ama lo escondido, / eso que es Dios y me brilla / es tu Espíritu” (Espíritu Santo) en los que el poeta retoma el topos del deus absconditus, conectado en la sentencia bien de Aristóteles, bien de Heráclito, que reconocía que la naturaleza ama esconderse. De todas formas, hay una vuelta de tuerca en este hermoso poema, Taimada: “La golondrina disimula bien. / Nos quieren hacer tragar que sus cabriolas, / sus giros, sus parábolas / son fruto improvisado del instinto /…/ para que nos quedemos tan perplejos, / tan ebrios de hermosura / que digamos: «No hay más remedio que inventarse a Dios»”.
La relación entre lo religioso y lo humano se aborda desde dos identificaciones. Por un lado la de los niños y los ángeles (“Para eso fuimos niños: / para que fuésemos ángeles / una vez”, Moldes de ángeles) o los hombres y los ángeles (“Hermano ángel, yo no sé tú a mí, / pero yo a ti te veo tan sublime /…/ ¿No os frusta estar mirándonos, / velando por nosotros, tan volubles, / pudiendo ver a Dios eternamente? / ¿Qué nos conecta?¿Qué nos emparenta? // Y cuando lo comprendo / cuando me acuerdo de que somos hijos / del mismo artífice / del mismo amor / de pronto os hacéis todo cercanía /…/ me hace cosquillas la palabra hermanos”, Desiguales). Pero, por otro lado, la de la paternidad. Podemos acercarnos a Dios porque somos padres: “Y para que este trozo / de barro averiguase sin verte qué era amarnos, / lo dotaste / de ese don excesivo / que no alcanzan los ángeles /…/ lo investiste del don / de ser como Tú: padre” (Paternidad). Y vemos en nuestro padre la imagen del Padre, como en el emotivo recuerdo A mi padre de la carne y de la sangre: “Feliz sin mañana, / feliz sin condiciones, sin no obstantes, / porque habían venido a despedirte. / Feliz como aquel niño que viniste / a recoger al hospital llorando / –papá está aquí, mi rey, mi pichafina–”. Paralelamente, sirve también la identificación como hijos, como en la serie de villancicos: “Aquí deja de ser padre. / Aquí Dios se hace mi hijo” (Del pastor que no acababa de encajar la noticia); “y hoy me tienes aquí naciendo / todavía entre sus manos” (Un nacimiento más).
El diálogo, pues, problemático con Dios se apunta, especialmente en un elogio a la palabra, que era en un principio: “Hablan a Dios los ángeles / con la palabra” (La palabra). Y, en contraposición, la incoherencia que exige la fe, la bendita locura de Erasmo (“Así que cada loco con su tema / y Dios en el de todos”, Cada loco con su tema), que es radicalmente distante de esa Monigote de Oración: “Hasta hoy precisamente, / sereno y alto Jehová / en que a Pérez lo ascendieron / y a mí me dejaron atrás. / ¿Hasta cuándo, di, hasta cuándo / me harás, Señor, arrastrar?”.
Profundamente humana y hermosa es esta petición, un tema que ya abordó el poeta de manera brillante en El beso de buenas noches: “Que es este instante en que al Señor ya toco, / que me vaya tan secreto, tan secreto / que no lo sienta nadie. Yo tampoco (Ven, muerte, tan escondida). No obstante, lo importante no es el encuentro con Él, sino lo que significa de volver a la Vida, con mayúsculas. Por eso termina el poemario con un neologismo tan acertado semánticamente como significativo del modo de hacer poético de Daniel Cotta: “Sobrenacidos, refundados, otros, / vendremos a tu reino e irán ungiendo de la luz de Edén / la gloria incorruptible de los cuerpos” (Sobrenacer).
No hace falta insistir en la destreza técnica y rítmica, el conocimiento experto de las reglas del verso del autor que sabe conjugar poemas estróficos, villancicos, sonetos, silvas… con el verso libre. Todo ello orientado a un fin muy concreto, dispuesto para servir a un mensaje que, además, nos permite disfrutar de una nueva colección de poemas de gran pureza y emoción.