Después de Los despertares y Mi nombre
de agua, Marina Casado vuelve con un poemario que mereció el Premio Carmen
Conde de Poesía 2020. En los dos casos anteriores, los poemas se organizaron en
torno a unos motivos temáticos, alrededor de los cuales se iba desarrollando,
principalmente un cuestionamiento de la identidad, desdoblada en lecturas, en
cine, múltiples vidas integradas en una. Bajo la sombra de Alejandra Pizarnik,
ahora Marina Casado reconoce que “La poesía que vino a salvarme de la vida / Mi
vida: tres espejos / y al final este mar que a todos nos aguarda” (Tres
espejos sonámbulos). Como en el poema de Miguel Hernández, tres heridas
abarcadas en tres espejos.
El
Espejo I. El hueco ya muestra una mayor madurez, poemas llenas de vida y
experiencia, sin tanto apoyo en lo literario o cinematográfico. Siguen
abundando las referencias, especialmente al 27, Alberti, Cernuda, pero también
a Caballero Bonald o a Pizarnik.
“Con la misma pasión me asomo
ahora
a los espejos quietos
o perfilo poemas en los que me
persigo
al fondo de un reflejo y le
pregunto
–y me pregunto–
por el enigma de aquello que
cambió
sin percatarme
de aquello que me hizo ser
lo que no entiendo” (Cernuda
y las flores)
La ausencia, el hueco, es
principalmente la infancia, cuando “no había conocido aún las espinas del
mundo” (Toda la luz). Aborda esta sensación de pérdida de la infancia en
varios poemas: “Hace quince años que no recuerdo / mi grito apedreado por el
verano, / quince años que no golpeo / una puerta para desmoronar / el último
pecado imperdonable” (Algún día viajaré a Abú Simbel). La madurez sobre
la que reflexiona la voz de la poeta es un tiempo zanjado, donde las ilusiones
dejan de ser ilusas, sin dejar, por otra parte, de sentir cierta nostalgia de
la inocencia y de las posibilidades que se brindan: “Me dijeron que no existía
mi voz. /…/ Yo he elegido esperar. / Mientras arranco las fotografías, confío
en que los ángeles hayan firmado / un contrato tenaz e indefinido / por su
existencia” (Nat King Cole); “Que conjuras siempre a media voz las
razones del miedo. /…/ Todos alguna vez nos preocupamos por nuestro flequillo /
Y por cubrir los miedos o las desilusiones” (Así es como mueren los adolescentes).
A veces,
Marina Casado, como el protagonista de Midnight
in Paris, añora el mundo de los poetas que tanto admira y a quienes tanto
conoce, el universo que Paul Newman o que John Lennon siguen ofreciendo a
través de los años: “Yo no puedo explicar la causa del misterio. / Tan solo sé
que hace el final de esta mañana / se desató terriblemente la tormenta / aunque
nadie la viera” (John Lennon).
Amores
perdidos, una sensación entre el pequeño gran fracaso y la decepción: “En la
ciudad del mediodía, / ninguna luz alcanza el infinito / y el amor jamás dura
para siempre. / Se arruga dulcemente / bajo la lluvia frágil, / tan blando y
somnoliento, / esperando refugios en huecos olvidados / en los que todavía no
haya entrado el invierno” (El amor).
El segundo espejo
es directamente La herida y de nuevo
aparece uno de los personajes más icónicos de la poesía de Marina Casado:
“Alicia, Alicia, Alicia! Jamás fuiste una niña. Como mucho, una bolsa de
plástico anónimo donde guardar las últimas caricias de primavera /…/. He
contemplado tu propia ejecución en la superficie letal de mis espejos” (El
baile de los decapitados). Siguen los lamentos por los amores truncados en
este tiempo liminar y de transición: “Otra vez un poema de amores imposibles.
Qué agotamiento de verbos conjugados en modo subjuntivo, condicionales densos,
patrias visibles solo desde la desmemoria” (Formulación de hipótesis);
“Es pronto para hablarte del invierno, / vulnerable heroína de viñeta, / musa
del arte pop mecanizada. / Qué difícil sería preciso el misterio / que envuelve
su belleza” (A la muchacha rubia de Roy Lichtenstein).
Una cesura
vital en la que todavía se pueden divisar ambas orillas: “La orilla es el
cristal donde ordenar / el nombre de las nubes y mirarlas despacio / sin
herirnos las córneas. /…/ La orilla es el reflejo, también, / de nuestra
ausencia” (Espejo para esta tarde del cuerpo). Por eso es fundamental el
juego entre ausencia, que se transmite tan orgánica, tan corpórea (“La ausencia
ocupa un hueco exacto / entre los huesos”, Rigidez articular) y la
memoria: “La memoria es un pozo donde vivir a solas y preguntarse por la ciudad
que no llegamos a habitar” (La noche ácida); “El corazón desciende por
los años y recuerda / que una vez deseamos / derrotar a la muerte” (Lobos);
“Durante algunos años habité en la mentira. / (lo llamaban amor) /…/ Hoy, el
recuerdo de esa casa se apoya dulcemente / en el paisaje cenagoso de un
delirio” (La casa). Marina Casado insiste en la palabra, “Hay que
nombrar este silencio” (Invitación al Triángulo de las Bermudas), nos
dice, para luego, con el lastre de la pesadumbre intentar la marcha, la
transformación, la huida: “este traje vacío, en fin, mi vida hueca, / son los
certeras servidumbres que te otorgo / para escapar a no importa dónde” (Para
escapar a no importe dónde).
Cada uno de
los espacios que se reflejan van adoptando una topografía y van avanzando la
siguiente. En el último espejo, La poesía,
se comienza con una cita reveladora de Cernuda: “La poesía para mí es estar junto
a quien amo”. Se cierra así el organigrama temático de Este mar al final de los espejos, la conciencia de una
transformación que es una huida de la niñez, un paso del amor a la pérdida, la
ausencia remediada con la palabra. Son poemas en los que esos tres elementos se
van conjugando: “Tengo un amor como tengo la noche, / de esa forma compleja y
olvidada / a la que se desatar las espigas /…/ Tengo un amor como tengo una
muerte / y los dos se parecen en las manos vacías, / en su forma sutil de
acantilado” (Los gritos caídos). Porque, además, no podemos negar la
juventud de la poeta, “que todavía llevo la adolescencia marcada en las
pupilas” (En otro cielo), confiesa.
Hay cantos al Madrid
de la Generación del 27 y la guerra: “Quién podría no comprender esta ciudad /
de sangre, de organillo y de lunares /…/ He escuchado la risa de Madrid /
espontánea y desnudo / como una greguería / de Gómez de la Serna” (Madrid).
Y también a Granada: “El ronroneo de los árboles anémicos / dibuja una promesa
de eternidad. / La vida se termina / al borde de tu boca” (Paseo de los
Tristes). Incluso a Roma en un poema dedicado a Alberti, No hay gatos en
Roma. Los paisajes reales tienen la misma fuerza que los virtuales,
aquellos que se recuerdan de la gran pantalla: “y quince años más tarde / alguien
escribirá nuestra historia / y en ella me recordaría a Paul Newman” (El
largo, cálido verano).
Una sombra
planea en un grupo de poemas, “el familiar terror a lo desconocido” (Puente
Viejo, instantánea); “La paz
indómita de los ahorcados, / el bostezo del gato, / el sueño último antes de
despertar / –aquel que casi siempre se recuerda–, / le tiene que nos vio crecer
/ y que pueble los labios / dando voz a los muertos” (Seremos). La
aflicción de los afectos: “Qué tristeza obligarnos a cambiar de canción, / de
los labios, de recuerdos, encadenar fracasos amorosos / como quien colecciona
cromos” (De una vez para siempre). Un cuestionamiento vital que se
corresponde casi con un ajuste de cuentas interior: “De la voz se me escapan
otras voces / que ahora encuentro míos / y lo comprendo: / somos todos los
muertos / que nos amaron” (Legado).
Acaba el
poemario con un conjunto de poemas titulado como el libro, una especie de
recapitulación que deja abierta la esperanza: “Al fondo del hueco, la herida. /
Sobre la ausencia, atada de pies y manos, agoniza la esperanza” (Despertar);
“Fuera del sueño, / la vida se parece a un siniestro tiovivo de espejos” (Extramuros)
“Hay un mar al final de todos
los espejos
donde mirar y recordarnos
/…/
(sé que el amanecer espera bajo
la herida
y que este, paradójicamente,
debiera haber sido
el comienzo)” (El mar)
Se despide la pieza con uno de los temas básicos,
esenciales, de la poesía –y del nombre– de Marina Casado. Un poemario de
madurez, intenso y sugerente, de imágenes muy en la onda de Pizarnik y
asimilando la influencia del 27.