Marina Casado ha sido capaz de
compaginar su labor en la enseñanza en un instituto público con una trayectoria
poética consolidada (Los despertares,
Mi nombre de agua, De las horas sin sol, y Este mar al final de los espejos); los
artículos sobre el mundo literario del pasado en El País, la investigación
sobre la literatura en el rock o sobre el universo literario de Rafael Alberti.
Acaba también de publicar Los doce reinos
del tiempo. A pesar de que reivindica la experiencia como punto de partida,
de fundamento de la poesía, las referencias al mundo beat y, en este caso, al
universo poético del modernismo, la dotan de una personalidad poética
fascinante.
Gil (Owen
Wilson), el protagonista de Midnight in
Paris, de Woody Allen, desea vivir una época dorada de Paris, cuando era
una fiesta. Resulta que está equivocado con la edad de oro que añora, los que
la vivieron suspiran por otra anterior, la Belle Époque del cambio de siglo.
Marina Casado añora la época beat para luego pasarse al modernismo sin
abandonar la actitud de la primera. Marina desea todas las épocas, vivir en la
madriguera de Alicia, ser la paloma que escapa de las manos de Jim Morrison.
Hace en Los ojos fríos del vals una
apuesta arriesgada de actualización, nunca de imitación, de un estilo denostado
desde que la consigna fue retorcerle el cuello al cisne. Podríamos aceptar el
calificativo que el prologuista, Andrés París, propone de “neomodernismo
urbano”. Marina Casado llega como la niña de provincias de Blanca Andreu. Y se
separa cada vez más de una experiencia vivida a través de la literatura, la
música y el cine para escribir “la expresión de la experiencia vivida y
concreta del pasado, la referencia del alma, como un hecho dulcificado y
tamizado por la aurora, el aire y el velo propios del exótico repertorio de
Rubén Darío” (Andrés París, p. 9). Con tales presupuestos, referencias y
pericia técnica y lírica, acercarse a su poesía se asemeja al mercader experto
que posa su mano sobre telas exquisitas disfrutando del taco y valorando
mentalmente la fortuna que ocultan.
En el inicio, Una confesión previa, hace una
declaración de intenciones rotunda: “Poco se habla del premeditado asesinato de
los cisnes en la poesía. /…/ Hay que resucitar al cisne, devolverlo a la vida
para no olvidar la noche. Y no contar más alas”. Marina Casado sabe muy bien
que el modernismo es mucho más profundo –y trágico– que el escapismo
artificioso y exótico. En el primer bloque, titulado acertadamente, La memoria, encontramos la praxis de
este proyecto poético: “Esa tristeza de violín / desenroscada por los ojos, /
estas rosas marchitas. /…/ Por dentro de la muerte / solo se escucha / nuestro
propio silencio” (Nostalgia primera o
amanecer). Los elementos que se utilizan como referentes conectan la poesía
con un marco lleno del aura del pasado, pero que es obstinadamente cercano en
el tiempo, actualizado: “He aprendido muy pronto / el mecanismo de la ausencia.
/ Estar triste consiste / en inventar un bosque / al que poder marcharnos /
cuando no quede nadie, / abrirlo de leones y de besos / y de todos los cuentos
/ que un día nos contaron / para poder dormir” (No es posible que no quede nadie).
Manejar con
destreza las referencias siempre ha sido una de las marcas de identidad de esta
poeta madrileña que tanto se ha paseado por Cádiz como para describir la playa
de La caleta en un cuadro de Sorolla. En Everybody’s
talking at me mezcla lo antiguo del modernismo con lo antiguo del rock
clásico, en este caso la hermosísima canción que popularizó Harry Nilson para Midnight Cowboy. Nunca imita el
modernismo como un pastiche, lo actualiza, como hizo Darío, y es capaz de
hablar de furgonetas o Peugot y buscar localizaciones como la Caleta: “Desde el
asiento trasero del Peugot, / el universo no entendía aún / la dirección
precisa del futuro. / Cómo hablar de aquel tiempo” (Everybody’s talking at me). Si repasamos los poemas de Rubén Darío
siempre descubriremos referencias radicalmente actuales, aunque el léxico del
exotismo lo camufle. El modernismo asimila el vocabulario y, en lugar de hacer
emblema de él, como los futuristas, lo engulle en los poemas con el objeto de
ampliar lo sensorial y lo connotativo de la manera más expresiva.
En el
neomodernismo urbano de Marina Casado podemos sumergirnos en ambientes íntimos:
“Ya sabes: creo en la extraña maquinaria de la noche, / en esa estancia
silenciosa donde puedo mirarte / con los ojos cerrados” (Deus ex Machina). Y hacerlo de la mano de películas emblemáticas
como El Sur (“En el fondo, todas las
criaturas invernales son la misma criatura: son los ojos tristes de Omero
Antonutti rasgando el aire gris de aquel café (…). En vano trata de recordar la
última mirada de mi padre, porque algunas vidas duran todo un invierno. Aquella
historia habría sido más sencilla si hubiéramos bautizado con un nombre
sencillo que no terminara”), o las clásicas de La bella durmiente (“Las muñecas bailaban una danza macaba que
hablaba de palacios de papel y sangre artificial. No había nada más, por
entonces”). Nada más lógico que insertar un poema que sea un auténtico cuento español –aunque nos pueda remitir
al Peter Pan de Barrie y Walt Disney–: “Tuvo el pueblo español un camino, / un
río que ascendió arrastrando los ídolos y los escapularios” (El camino que conduce a una estrella).
La radicalidad
de Los ojos fríos del vals va más
allá de lo estético. Hay poemas que se asoman, como hicieron los autores del
modernismo que tanta polémica estéril han provocado por enfrentarse al 98. No
hay dos posiciones ante la realidad, la estética (modernista) y la comprometida
(98), hay una única visión generacional que asume Marina Casado que también
entiende España como un problema que se arrastra, no solo desde la crisis de
Cuba, sino por la dificultad para asumir un pasado de golpe de Estado, guerra y
dictadura: “Oídme: para esto sirve el mar. /…/ Pero aquella paloma de la última
rama / logró emprender el vuelo. / (Esa paloma, ahora / se llama España)” (14, El camino que conduce a una estrella);
“Devolvedle la voz a aquellos muertos. / A los hombres que aúllan debajo de la
tierra, / a los huesos sin nombre, a los naufragios” (1936). Su extenso conocimiento de la época, y de Alberti en
especial, se traduce en la referencia concreta de Museo del Prado: “(Años treinta, ¡salud!, el Museo resiste: /
Alberti envenado de azules Tintoretto) /…/ Inmóvil como un óleo, en mi memoria,
/ nuestro beso”. Más tarde encontraremos una sutil referencia a Luis Eduardo
Aute: “Algún día delataremos a la madrugada” (Comentario).
La segunda
sección, Estampas para Odile, es un
poema en partes que retoma los personajes de El lago de los cisnes para reinterpretarlos a la manera de las
almas platónicas o como si fueran una versión plástica de Jekyll y Hyde, la
fotografía de Man Ray de Negra y Blanca: “Odette y Odile. / La inocencia y su
sombra. / La máscara y el rostro: / Si el lenguaje tuviera la fuerza
suficiente, / os abriríais como flores / después de una tormenta” (Dualidad); “Odile no fue más que esa
herida: la sombra de un amor en retirada, la usurpadora de la inocencia” (Pero quién es realmente Odile). No haya
quizás mejor ejemplo del aggiornamento
del modernismo que va más allá de la cursilería y la ñoñez: “podría enamorarme,
si quisiera, escucho que me dices. / Y no tengo respuesta. // Se han dormido
los pájaros. / A la palabra soledad / le están brotando ranas” (Primavera provisional). Una distancia
irónica, una mirada que se apoya en la complicidad de referencias a Dios, Billy Wilder: “El beso es el final
de toda obra / y también el principio. / Billy Wilder sabía que en el cine / la
tristeza se cura con violines / y un amor inocente / a punto de estallar” (Billy Wilder). Y a esos dioses
cotidianos que son los gatos: “Es así como descubriste / que hoy la libertad se
duerme / en los lomos lluviosos de los gatos” (Los gatos).
¿Por qué
habríamos de recuperar los cisnes en la poesía? Marina Casado reivindica una
opción estética que, como en el homenaje a Góngora, lleva aparejado una
decisión ética. La sutil elegancia de los versos modernistas fue el vehículo
elegido para dar cuenta de un cambio en las actitudes artísticas, de
priorización del arte como método de expresión más rotundo, aliado de la música
y la tradición y en la propuesta de revivirlo no necesitamos princesas con boca
de fresa pero sí que hay que repensar la relación con el propio cuerpo,
considerando la estética como un imperativo: “Otra vez tuve miedo de mi cuerpo:
/ no pude amarlo como hubiera querido. / Crecía cada vez que me asomaba a los
espejos; / dolía tanto cuando te dejaba” (Infiel);
“Definición de espejo: el intento fallido de un rostro, / un muerto
contemplando otro muerto vivo / (El cristal empieza donde termina la noche)” (La finitud). Esas referencias elegantes
y cultivadas son el andamiaje de Marina Casado para el sentimiento: “¿Qué piano
imposible guardará nuestra historia?” (Siempre
nos quedará), para el sentimiento que se vive desde lo más profundo y
doloroso: “Amor, / amor de ojos lisos, / de sangre tibia, / de vuelo de paloma.
/ He derramado sobre tu color blanco / un arsenal de amapolas / y te he
llamado, amor, / amor inmóvil, / amor con otros labios” (Quiero tu cuerpo ahogado). La figura de la princesa de boca de
fresa no es más débil que los personajes que pueblan Los ojos fríos del vals, que vagan conscientes de su propia
fragilidad: “comprendo que mi corazón late en exceso: / que soy una niña de
paredes frágiles” (Frágiles); “El
paisaje me sueña como un lobo dormido” (Lo
que sucede).
“Pero los cisnes no cantan
cuando mueren
ni el frío es siempre el mismo”
(Los ojos fríos del vals)
Mucho más ambiciosa es la última
sección, Historia de la noche, que
consiste en un “poema representable en cuatro actos". Incluso las
acotaciones teatrales son poemas en sí. Personajes fantásticos, cisnes, rosas,
dragones… se ajustan a un argumento que aspira a convertir en poema una
tragedia, llena de nostalgia y de emoción, para que solo el paso del tiempo
puede curar. Solo el paso del tiempo que permita una vuelta de lo auténtico, de
la música antigua, de lo definitorio. En el primer acto, Amanecer, “El cisne mutilado / flota sobre las aguas plateadas / de
la Laguna. / Duerme la rosa blanca / sobre su sangre de mercurio, / sus alas
rotas, su mortaja de aire”. Un cuidadosísimo trabajo con el lenguaje, la
métrica y el ritmo va dando paso al Mediodía, cuando nos damos cuenta de que
hay un exilio no solo en el territorio,
también en el tiempo. Estamos arrojados-ahí en un momento y en un paisaje: “Exiliado,
el Dragón abandona su nostalgia / sobre las aguas plateadas de la Laguna / en
las que se consume dulcemente, / como un antiguo compañero de aventuras, / el cadáver
del cisne”.
El momento del
Ocaso, es casi un interludio de perplejidad e incertidumbre, “(El Dragón,
enfurecido ante la indiferencia mineral del paisaje, ruge con una mezcla ente
fiereza y ternura), pero en el Anochecer, como en el invierno, se despliega
toda la imaginación visual de la que Marina Casado ha ido dando hermosas
muestras aprovechando las enseñanzas de las vanguardias –que retorcieron el
cuello al cisne, no lo olvidemos–: “(El incendio se ha consumido a sí mismo
hasta tomar la forma de un globo desinflado que se destiñe en el horizonte,
llevándose consigo la Música Moderna; llevándose consigo el Tiempo, que lo
persigue, ataviado con un atuendo de tenis que acentúa sus rasgos de payaso
cabaretero)”. La redención llega como un poema
secreto, Medianoche: “(Lentamente,
emergerá una Música Antigua Desterrada que irá deslizándose igual que una gota
de lluvia sobre un cristal). En él aparecerá, por supuesto, el agua, principal
ingrediente del universo poético de la autora con el Tiempo, auténtico hilo
conductor de su obra. Este poema dramático no se agota en la primera lectura,
incluso permite desdoblar las acotaciones y los diálogos; permite soñar con
verlo representado con la música del Debussy de Pelléas et Mélisande; y sobre todo nos sumerge en un mundo onírico
de belleza y metáforas. La tristeza, la de la nostalgia y la ausencia, no es
lánguida, en Los ojos fríos del vals,
es un cuchillo de hielo que se clava y duele.