Supongo que tendrá algo que ver que vivíamos en un mundo globalizado, en el que se van uniformando los gustos y los deseos, los comportamientos y las ambiciones. Y por eso precisamente es tan difícil encontrar una identidad que nos valga para ir tirando, tampoco hay que forjarse un carácter como aspiraban algunos filósofos del mundo clásico. Muchos eligen una opción política, pero parece imponerse algo mucho más personal, como la opción sexual, o más difuso, como es el amor al terruño. Hace ya algún tiempo que Manuel Castells nos advirtió del poder de la identidad. Y, si bien es cierto, que parece que está tomando importancia como movimiento reactivo (frente a la globalización, frente a la crisis, frente a las migraciones o como añoranza de un mundo más manejable, la aspiración a fabricarse una identidad es bastante más antigua y parece que tenemos incorporados una cierta tendencia a identificarnos como seres únicos, o, al menos, parte de un grupo definido frente a otros.
De las múltiples facetas o roles en los que nos enfrascamos en el día a día, parece que alguna sobresale como definitoria. Uno puede ser, a la vez, padre, profesor, hincha de algún equipo de petanca o manitas con la madera tallada. De todas esas características, se elige una como estandarte. Usualmente nos presentamos como dicta nuestra profesión, o, en estos tiempos de crisis, de nuestra ocupación. No tiene por qué ser excluyente ser practicante en el sentido de ATS con el sentido religioso, pero especificamos un rasgo para dejar a los otros como el fondo de una figura definida. A fin de cuentas, trabajamos muchas horas al día y eso, queramos o no, imprime carácter.
Además, creo que no todos tenemos una identidad monolítica y estable a lo largo de nuestra historia vital. A menudo vamos matizando y girando, tomando distintas veredas y redefiniéndonos. De hecho, normalmente nos vamos manejando saltando de una identidad a otra. Somos trabajadores frente a los parados, españoles frente a los extranjeros, del Barça frente a los madridistas, hombres frente a mujeres, aficionados al reguetón frente a los flamenquitos. Un poco en el sentido cuántico, tenemos todos los estados a la vez y sólo aparecen cuando se nos pregunta.
Más difícil para mí es identificarme con un paisaje. No siento para nada la necesidad de arroparme con una bandera. Y digo más difícil porque, a pesar, de jugar mucho con la memoria y dedicarme profesionalmente a la historia no termino de entender a flor de piel esa emoción que a muchos arrebata ante, por ejemplo, Suspiros de España. Entiendo que pueda pasar, no me parece que sea una opción totalmente irracional –aunque todas las emociones pueden devenir delirio–. Lo que me pasa es que tengo más interiorizado el desarraigo.
Quizás me sienta un hombre de frontera. Como hijo de maestro, entre mis iguales estaba con un pie en la sala de profesores; como individuo más cerca del mundo de los libros, ya fueran ingleses, madrileños, americanos o franceses. La música con la que acabé identificándome se hacía más allá de nuestras fronteras, me ha emocionado más un canadiense rural que el quejío flamencoide de muchos cantantes locales. No es tanto un sentimiento de snobismo y de desprecio hacia lo propio como una apatía. Estudié la carrera fuera y nunca se me ha dado bien eso de integrarme. No es un problema si no te impide desarrollarte como persona.
Estoy en contra de aquellos que ven en lo andaluz algo reprobable, una cultura inferior, o mejor, una incultura generalizada. No hay que avergonzarse del acento que uno tiene –y yo, por lo visto, lo tengo muy marcado–, sino de hablar mal, de no hacer las concordancias, de exponer confusamente las ideas o aparentar hablar fino a base de colocar eses silbantes a cada instante. Pero una cosa es no sentir vergüenza y otra muy distinta estar orgulloso de ello. No creo que sea un mérito haber nacido en una calle frente a la estación de mi pueblo.
Dicen que la infancia es la patria del hombre. Tampoco tengo asumida mi infancia como el lugar al que volver con nostalgia positiva. No puedo decir que fuera una mala época, pero, cuando echo la vista atrás, tampoco acabo por reconocerme en aquel chico con gafas tan oscuras que parecía que iba a vender cupones. Entre eso y que tampoco tengo grandes aventuras que recordar, puedo decir que el desarraigo también es la característica de la patria de la infancia. Tengo amigos, algunos de ellos desde mi juventud. Y son muy buenos[1]. Pero no marcan un amor hacia los paisajes que compartimos, por mucho que me entre la nostalgia y la morriña de los bares y las noches.
Me parece genial que alguien pueda sentir su patria, esa tierra de sus padres, como si fuera carne propia, que la sienta en sus entrañas. Que quiere mostrarlo a todos mediante una bandera, no me molesta. Cualquier bandera para mí no es más que un trapo, pero entiendo que alguien pueda ver un símbolo. Lo que me parece muy triste y peligroso es que se saquen para estar en contra de. Se sacaron en las copas de fútbol, porque estábamos ganando partidos a otras selecciones. Y se enseñorean ahora como rechazo al independentismo catalán. Lo mismo se puede decir de las senyeras y esteladas cuando se sacan como muestra de diferencia y exclusión.
Grave es que intenten totalizar a la población bajo una bandera, hacer excluyentes las naciones, hablar en nombre de la patria. La nación, la patria, la comunidad son entes abstractos que hablan un idioma muy extraño. Por lo visto sólo lo conocen ciertos iniciados que saben interpretar, como los sacerdotes, los designios de la Nación. Ellos son sus representantes, aunque no les hayan encargado expresamente en las urnas. Desprecian las opiniones de aquellos que no los han votado porque no son verdaderos españoles, o verdaderos catalanes, o vascos vascos. Las patrias están sirviendo para ocultar lo que nos une, como cortina de distracción o como marca de superioridad social, como venganza.
Visto lo visto, tampoco me urge cambiar de idea y buscar una identidad con el paisaje y la nación. No me hacen falta patrias. Si las naciones llevan a las guerras, seguiré contento en mi desarraigo.
[1] Que no se me enfade nadie, pero un saludo especial a una pareja a la que quiero especialmente y no se lo digo muy a menudo, ole Rafa y Estrella. Sois grandes.