domingo, 9 de marzo de 2025

Reseña de Marta Pumarega Rubio: ‘La sombra arrojada’. BajAmar. 2024

La sombra arrojada - L’Esplai Llibres


Tras Antónimo de Cobijo (2018) y El cielo no es azul (2021), llega La sombra arrojada, prologado acertadamente por Marisa Adal, con dos protagonistas principales, que son su hijo y su padre, a los que dedica el poemario. En esta ocasión, Marta Pumarega entrega un compendio poético, un mapa emocional y una meditación profunda sobre los vínculos humanos, la memoria y la pérdida. Desde el primer verso, invita al lector a sumergirse en una narrativa íntima y honesta que entrelaza lo cotidiano con lo trascendental y que habla de la desolación que ni siquiera el poema puede consolar: “No quiero saber nada de la poesía, / hoy todo son ruinas, / hierba seca quemada /…/ Que no haya hueco en mi cuerpo / para ninguna palabra’ (La poesía). Marta Pumarega recapitula la función de la poesía como sanación con poemas dolientes: “Lee este poema / como si fuese una nana a un niño /…/ Léelo sin miedo / y, cuando termine, abraza / la inocencia de tu hijo, / él no conoce lo omitido / y ojalá no lo conozca nunca” (La nana); “Duermes, / y de tus labios cerrados / brota el poema” (El poema). Es la belleza de las palabras que puede adormecer y que hay que manejar con exquisito cuidado para no dañar: “Ven conmigo, / traigo el misterio / de una ciudad apagada” (La calma). Son poemas que tienen como interlocutor a su hijo.

El libro se estructura en torno a dos núcleos temáticos: la exploración de la relación entre la madre y su hijo, y la introspección sobre el duelo y la memoria. La obra también se sumerge en la belleza efímera de la vida y la juventud, destacando una sensibilidad estética que conecta las experiencias personales con una visión más amplia de la existencia: “Atiene la insoportable / belleza de la juventud, / tienes ojos grandes como puentes / que me miran / a través de esta fotografía” (La juventud). Y, por extensión, la belleza de la vida se traduce a través de los cambios vitales: “Esa mujer no soy yo, /ha ocupado en algún momento / otra mi lugar, / más vieja, / más cansada. /…/ Camina con un cuerpo que ya no es el mío, / es más torpe, / y te acaricia cada noche / como si fuera a perderte”; “También he estado alguna vez / al borde de la vida” (El abismo). También, por supuesto, en las relaciones afectivas más íntimas: “Me gusta el hombre / que mueve las hojas, / arrastra el otoño consigo, / el mío” (El regalo).

Además, el libro aborda temas como la soledad (La soledad / el frío del azul / sobre el cuerpo desnudo, El círculo), la nostalgia (“En diciembre sucede / que los puentes lloran / sobre los parabrisas de  los coches”, El frío) y la fragilidad del tiempo, presentes en versos tan Gil de Biedma como: “Qué breve ha parecido / y hace ya más de veinte años” (La amistad) “Habrá que abrir las ventanas, / quizás uno de ellos / venga para decirme / que es posible aún / la primavera” (El canto). Especialmente conmovedor es la descripción de un hecho real, una muerte repentina: “Ayer vi morir a un hombre, / cayó fulminado en una terraza / entre las palomas y los gorriones. /…/ Lo vi morir / era su latido / una línea de horizonte / y yo solo pude / verlo atardecer” (La terraza).

El estilo de Marta Pumarega destaca por su elegancia lírica y la intensidad emocional que impregna cada poema. La repetición y las imágenes vívidas son herramientas recurrentes que construyen un ritmo envolvente y evocador. Por ejemplo, en El grito, la repetición del deseo de no perder a alguien amplifica la desesperación y la vulnerabilidad: “Que no se me lleve el viento / el día que te mueras, / que no me vuelvas loca /…/ Que no me muera”. Recurre a metáforas cargadas de simbolismo, como en La sed, donde el agua que se evapora representa tanto la pérdida física como emocional: "Esta agua que como tú / tenía tan cerca / y ahora se evapora / lejos de mi cuerpo".

En un mundo donde la inmediatez y la superficialidad parecen dominar, La sombra arrojada se erige como un recordatorio de la importancia de la introspección y la conexión emocional. El duelo y la soledad resuenan profundamente en una sociedad de aislamiento y pérdida de vínculos familiares. El poema La oscuridad describe la escritura nocturna como un acto solitario y casi ritual, también puede interpretarse como un reflejo de la alienación contemporánea: "Escribo de noche / y nadie atiende mis plegarias, / soy una insomne / en un mundo de dormidos". La desorientación y el azar que zarandean los destinos son protagonistas de gran parte de los poemas: “Salvar los poemas / aunque perdamos pie, / aunque acabemos a la deriva” (La deriva). Lo único que parece permanecer es la desaparición: “Nada impide / este goteo incesante / de tu nombre” (El recuerdo); “La ausencia es tenerte / aunque no te tenga” (El llanto). Una ausencia que se tiñe de sufrimiento en los diferentes contextos, en el hospital (En el hospital / los sueños, / en las noches más oscuras y triste, / se tiraban por las ventanas”, La nostalgia), en cada instante vivido (“En las horas más frías, / donde busco tu nombre, / y nada encuentro, / donde no hay rastro / de lo que fuimos, / de lo que somos, / de lo que seremos”, El dolor) o en el hogar, como El nido vacío: “Llorar, lloré / todo lo que no está escrito, / pero siempre hemos sido nosotros / y eso lo puede todo. // Solo hay una cosa / que aún me entristece. // Cada vez que vienes es para marcharte”. Sin embargo, la primera parte acaba con La esperanza: “Hay un hombre / que descansa en mí / los días de lluvia”.

La última sección, Cartas a mi padre, directamente aborda los momentos de duelo por su muerte. Piezas como La introspección reflexionan sobre las cicatrices emocionales que deja la pérdida y El miedo (“El miedo / lo cabalgaba todo, / estaba / en tu falta de oxígeno / y en tu tos, / en esta mano / que te daba agua, / en el llanto de mi hermano”, El miedo) y La despedida capturan con una precisión desgarradora los momentos finales de un padre: “En la planta dos del hospital / mi padre muere, / los tres hermanos / rodeamos la cama / para que no se vaya, / le damos la mano / y agua, / le decimos que le queremos. / Mi padre no quiere dormirse / porque no quiere morir. /… /A las seis de la mañana / todos los pájaros cantan”. Una muerte, por segura y presentida no deja de doler en su amenaza: “La muerte ha vuelto, / y canta su espanto, / chirría en mi oído / su canción” (La consciencia).

El estilo de Marta Pumarega se caracteriza por su capacidad para equilibrar la sencillez y la profundidad. Los versos breves y contundentes transmiten emociones complejas sin recurrir a artificios innecesarios: “Mi padre murió / cuando nacen las flores” (Mayo). Su lenguaje, cargado de humanidad, conecta con experiencias universales como la pérdida, el amor: “Sabes que para mí / no hay nada, / que tras tus ojos cerrados / todo termina /…/ Yo lo sé, / porque nada / de lo que perdí / ha vuelto” (La fe). Y, aunque cada poema funciona como una pieza autónoma, al mismo tiempo contribuye a un conjunto mayor que revela la narrativa emocional de momentos tan dolorosos: “Desde tu muerte, / disimulo la tristeza /…/ Sola// Me siento al filo de la cama, /lloro sin mesura, / y escribo: / la tristeza es el río / en el que muchos se ahogaron” (El río).

Más allá de la necesidad de encontrar sentido a la existencia (“No sé si será preciso / entender tu muerte, / para entender la vida”, La paradoja), estos poemas de duelo aportan la capacidad de condensar en detalles el sentimiento más hondo de la elegía: “Un silencio que sostengo / en el tiempo / y habla de ti, / aunque no te nombre” (La introspección). Se comportan como el diálogo imposible pero imprescindible de las palabras que no han podido decirse, y aquellas que se dijeron y que siempre en necesario repetir: “Y aquí estoy escribiendo / algo que nunca te podré leer, / y aquí estoy escribiendo / sin soltarte / y aquí estoy escribiendo / sin nadie que escuche mi voz / al otro lado del teléfono” (El absurdo).

Marta Pumarega Rubio demuestra una maestría poética que combina sensibilidad, honestidad y un profundo entendimiento de la condición humana. No solo es un testimonio del poder de la palabra para sanar y transformar, sino también una invitación a abrazar las sombras y la luz que conforman nuestras vidas.

“Papá,

todo el día hoy es noviembre,

en mis ojos de nuevo,

esa mirada de infancia

/…/

Me he quedado más pobre que nunca.

Sola

con el tacto

de tu mano en la mía” (Noviembre)