Este fin de semana, mi admirado Fernando
Broncano ha puesto el dedo en la llaga sobre la cultura popular,
concretamente del desprecio que sufre la cultura de las clases más bajas de la
sociedad. Es un debate muy interesante para los llamados estudios culturales,
que trataron de reivindicar lo que de respetable tenían las culturas ignoradas
y despreciadas por la llamada “alta cultura”. Th. W. Adorno es un representante
muy paradigmático de esa sensación de superioridad sobre la cultura de masas
que las nuevas corrientes intentaron sobrepasar. Nos recuerda Broncano que es
muy difícil para el investigador del ámbito universitario acercarse a tales
culturas sin prejuicios por su propio origen de clase. Desde la clase media es
realmente difícil imbuirse en las vivencias que constituyen la cultura de clase
baja, o de clase trabajadora, como se prefiere en el ámbito anglosajón.
Uno
de los ejemplos que trae a colación es el libro Chavs
de Owen Jones. El volumen me resultó muy interesante a la hora de mostrar cómo
se “demoniza” la clase baja en los medios de comunicación y en los ámbitos de
la política. Por ejemplo, ante un caso de crimen, si el culpable es de la clase
media o alta, se intentan buscar motivaciones psicológicas, mientras que si es
de clase baja, se convierte en un representante de un modo de vida
prácticamente antisocial propio de su grupo. Uno es una excepción, el otro es
un ejemplo. La propuesta de procurar educación a la clase trabajadora para que
salga de la miseria y pase a la clase media es también una cuestión de
desprecio. Más que intentar sacar a la gente de los barrios pobres, propone
Jones, lo que hay que conseguir que dentro de todos los barrios haya una vida
digna. No sólo procurar educación para que el hijo de un obrero no sea
reponedor, sino que el reponedor tenga un sueldo aceptable. Hasta ahí, de
acuerdo.
El
tema de las subculturas tiene muchas cuestiones pendientes. Victor
Lenore, desde el ámbito de la música denuncia el clasismo dentro en la
música popular. A través del esterotipo del hispter deja claro el
desprecio a otras formas de cultura popular, como la música bakalao de
los noventa, la de la rumba de Camela y similares o el reggaeton. Lo
anglosajón se convierte en el modelo cool, mientras que la música mákina,
o El Barrio se convierten en marginados de las listas de ventas. Y creo que
está bien señalado esa ceguera clasista.
Sin
embargo, ¿hasta qué punto debemos valorar estas manifestaciones culturales?
Cuando los llamados canis o chonis se visten, actúan, hablan lo
hacen con un marcado modelo. Es fácilmente identificable desde la sociología o
la antropología como un tipo ideal. ¿Debemos llamar “cultura” a eso? En el
sentido de la antropología cultural, cultura es todo aquello material o
inmaterial que define a una sociedadgrupo social o una civilización. Echando un
vistazo más amplio, cultura popular se puede referir a la arquitectura
tradicional de los pueblos de Mallorca, a la manera de sembrar los tomates, o
al flamenco de Camarón. No tengo claro cuál sería el nombre, pero quizás
deberíamos hablar de una alta cultura popular y una baja cultura, un arte
popular, por así decirlo. No es lo mismo el arte, que muchas veces se tiñe con
el sobrenombre de artesanía, que los modos de comportamiento agresivos. Si
tomamos a Belén Esteban como el ejemplo mediático de estas chonis, no
podemos considerar las cuevas de Almería al mismo nivel de apreciación.
No es un prejuicio de clase
criticar el estilo hablando de estos sujetos o sus modelos de comportamiento en
sociedad, también los modelos de desprecio y soberbia de la clase más pudiente
son contrarios a la convivencia. Cuando en un barrio deprimido madres
jovencísimas llevan en batas y zapatillas a sus niños sucios al colegio,
¿hacemos mal en criticar esos hábitos? Podemos comprender desde la sociología
cómo se reproducen esas conductas y qué sentido tiene, tanto a un nivel
funcional como simbólico sin tener que caer en una aculturación bienintencionada
de la clase media. Hay muchas maneras de vivir en sociedad y las culturas
parciales (mejor que subculturas, que tiene una connotación de minusvaloración)
pueden estar legitimadas en multitud de aspectos. Muchos de estas
características son luego adoptadas como modas y se transforma la apariencia de
la sociedad y se da cabida a la transformación en las costumbres.
Este
desprecio no es nuevo, el insulto de barriobajero, verdulera o pescadera ya nos
hablan de una marcada separación de clase mucho antes de ponerse de moda el
término poligonero o poligonera. A un nivel analítico, tan peligrosos son los
hábitos de consumo de drogas en las macrodiscotecas de extrarradio que entre
las clases más pijas con aditamentos de lujo. En cierta forma estamos hablando
de un tema recurrente en la antropología, los límites del relativismo cultural.
Todas las culturas merecen un respeto a priori, no se puede dar por sentado que
unas sean mejores que otras –cualquiera que sea el método para definir “mejor”
refiriéndose a una cultura–, pero sí que somos capaces de comprobar cómo todas
las culturas tienen elementos francamente mejorables, sujetos a críticas y a
mejoras sin que necesariamente se pierda la diversidad cultural.
Un
debate muy interesante lo tendría el preguntarse de hasta qué punto estas
subculturas suburbiales tienen una identidad propia, hasta qué punto no se ven
inmersos –quizá no más que otros niveles sociales– en dinámicas perjudiciales
para sus propios intereses. En nuestros tiempos no se trata de que las clases
más bajas de la sociedad se fabriquen sus propias ropas o hagan de la necesidad
virtud recomponiendo enseres o adornos, los canis compran su
indumentaria en grandes compañías, Nike, Primark, Bershka, ¿hasta qué punto es
cultura popular? Consumen música producida a manera capitalista global, el reggaeton puede ser seña de identidad,
tienden a copiar los modos y las modas producidas en los grandes estudios de gansta
rap. Se les ha impuesto una cultura de masas y eso no está decidido por
ellos mismos, está fabricado ex profeso a escala mundial. De nuevo podemos
analizar desde la sociología cómo se ha producido esa identificación y cómo se
ha elegido entre la diversa oferta unos tipos determinados. En cierta forma son
apartados de una tradición de working class propia para adoptar formas
de una sociedad uniformada con sus modelos provenientes de Estados Unidos.
Son
cuestiones para las que no tengo una respuesta definitiva y que suscitan
sentimientos contradictorios. No me gusta el término falsa conciencia. No creo
que tengan tanta gente engañadas, tiendo a pensar que algún tipo de
satisfacción, de explicación racional tienen estas decisiones. Y por eso no
deja de preocuparme que en política acaben votando de manera inconsciente
a un partido. Al menos no más que el resto de las clases.