¡Hay que ver cómo viven los ricos! No recuerdo a quién se le
ocurrió aquello de que existe una vida más barata, pero no es vida. Tiene toda
la razón. Cuando veo por televisión o cuando ojeo una revista me asombra cómo
la ciencia, la tecnología y el arte están a disposición de hacer de la vida de
los pudientes algo sublime. Iba a escribir “soberbio”, pero el adjetivo se
suele aplicar más a los sujetos que disfrutan de esos placeres que a los
placeres mismos.
Cachivaches que te hacen todo, friegan, limpian, mantienen
todo en un impoluto orden y limpieza –que al final sólo usan las empleadas de los
hogares de estos pudientes–; cremas y afeites que hacen de tu piel una delicia
para los sentidos; artilugios a cuatro ruedas que te transportan a otro
planeta; obras de arte sutiles que decoran las estancias de mansiones que uno
no puede ni imaginar. Todos estos productos son los responsables de concentrar
la atención de toda una clase de personas. Las personas con clase… y con
posibles.
El resto de los mortales estamos muy lejos de este tipo de
vida. No podemos ni siquiera asomarnos a los cafés decimonónicos que mantienen
su decoración exquisita y preparan unos cafés espresso cuyo sabor no podríamos olvidar en nuestra vida. Y más un
servidor, que se siente intimidado en una terraza de verano, como si el
camarero fuera a venir hacia mí a decirme, con voz muy queda, “señor, no puede
usted ocupar estas mesas, que están reservadas para clientes”. Esas cosas sólo
las veo por la pantalla de la televisión.
Hay un tipo de programas que se dedica a mostrar a unos
personajes que se enseñorean mostrando sus posesiones. Casas extraordinarias,
coquetos hoteles, gusto exquisito en la moda… ¿Qué les lleva a mostrar sus
hogares al personal común y corriente? ¿Están provocando la mirada de los
ladrones de pisos? ¿Todos están intentando vender sus mansiones? A veces pienso
que son agentes provocadores de extrema izquierda –más a la izquierda que Pablo
Iglesias– que intentan indignarnos para prender la mecha de la revolución
social a base de envidia.
Luego están las guías y las recomendaciones chic, aquellas que aconsejan los
establecimientos de niñas bien cuyos nombres siempre son diminutivos pero cuyos
apellidos son compuestos. Joyas diseñadas por Piluca, foulards realizados según dibujos de Chiqui, fragancias ideadas por
Mamen de la Nuez y Rodríguez Vivanco. ¡Y qué decir del turismo enológico! Al
goce de degustar buenos caldos (eso, en mi idioma se toma con cuchara en plato
hondo) se une un paraje incomparable, el turismo rural y las bodegas de diseño.
Yo, lo siento, no soy capaz de distinguir un vino de 3 euros
de otro de 25. Imagino que entrenándose en los cursos que estas mismas bodegas ofrecen
puede uno degustar lo afrutado, lo empireumático, estructurado, generoso o redondo
que puede ser un ribera del Duero. Tengo claro que sí, que hay matices
importantes entre un cartón de vino de supermercado y uno bueno, pero no creo
que merezca la pena esforzarse en paladear las diferencias entre uno de cien y
otro de mil euros.
Lo realmente sorprendente es la cantidad de pijadas que hay
para gente de dinero. Parece como si no tuvieran imaginación en qué gastarlo.
Una vez me contaron de un tipo que había reformado una casa y había puesto
grifos de oro, ¿qué satisfacción puede tener ducharse con un grifo de oro?
Luego, por lo visto, se quejaba de que intentaba venderla y que el precio no
compensaba.
Cristales de Swarovski, bolsos de Prada, zapatos de Pilar
Burgos… ahí se nota que me falta clase. No conozco marcas de verdad, sólo de
oídas. Gran parte de la educación de convertirse en hombre y mujer de clase es
aprender ese tipo de cosas, los matices, las imitaciones, las modas… Ese tipo
de educación no se adquiere en la universidad –y mucho menos en la pública–, no
la enseñan profesores. Se tiene o no se tiene, dicen, pero en realidad es un
entrenamiento minucioso que dura años y que siempre planea como una espada de Damocles
sobre los miembros de la clase alta. Si pierdes ese algo especial, pierdes clase, acabas siendo un paria social, por
mucho dinero que tengas.
Hace ya bastante tiempo que el sociólogo Thorstein Veblen
designó a estos objetos, usos y gastos como consumo conspicuo. Lo que ofrecen
no tiene nada que ver con la satisfacción intrínseca de degustarlo –lo que el
bueno de Carlitos Marx definiría como valor de uso–, sino con el hecho de que
sólo ellos pueden hacerlo. Son bienes posicionales, que te otorgan un status,
una calidad especial que te aparta del resto de los mortales. Constituyen una
especie de derroche que tienen que hacer como sacrificio al dios de la
categoría social, al charme, para
seguir perteneciendo a la tribu.
La última película de Scorsese, El lobo de Wall Street, ejemplifica magníficamente esta dinámica.
El protagonista, que no pertenece por nacimiento a esta tribu, lucha
denodadamente por conseguir entrar a través del éxito en los negocios. Cuando
cree alcanzar su meta, el dinero es utilizado en derroche sin sentido, nos
describe Scorsese. La moralina con la que acaba la cinta es, sin embargo,
cuestionable: en lugar de mostrar cómo la clase alta no acepta recién llegados
(como bien mostró en numerosas ocasiones P. Bourdieu), Scorsese, algo inocentemente
pese a mostrar la ironía, muestra cómo el sistema funciona y encarcela a Jordan
Belfort, que tiene que reciclarse para seguir dándose la buena vida.
Pero no nos vayamos del tema. Los conspicuos consumidores
del Barrio de Salamanca y las boutiques
de Serrano o del Passeig de Gràcia, no se libran de ser embaucados por personas
como Jordan Belfort, que ofrecen grandes negocios con muchas ganancias y bajo
riesgo (léase Gowex, por ejemplo). Gastan cantidades indecentes de dinero en
tratamientos de belleza que rivalizan en exótico surrealismo, manjares de
precios desorbitados que directamente saben mal, alardean de viajes infernales
a lugares recónditos, se adornan con trapitos tan delicados que no resisten más
que una sola ocasión para mostrarlos. Tienen sus propios cool hunters para que les hagan el shopping a su casa y los vistan de una manera estrafalariamente
personal.
Cuando las personas normales vamos a la tienda de productos
cosméticos sabemos que esa crema de menos de tres cifras no va a quitar la
celulitis, y nos hemos acostumbrado a que la fruta y la verdura sepan a cartón.
Es barato lo que compramos, y ya se sabe, no hay calidad. La única satisfacción
es que a los que compran sin mirar etiquetas también los timan, también les
venden el traje nuevo del emperador. Antes de que el mundo cambie, antes de la
revolución y la justicia, ese es nuestro segundo premio.