Vivir es mantener el difícil
equilibrio entre los extremos. Decían los antiguos que la diferencia entre el
veneno y la medicina es la dosis. Y prácticamente todo en la vida tiene esa
ambigua cualidad. Los peligros vienen por los efectos secundarios de casi
cualquier cosa. Incluso aquellos que no tienen por sí mismo contraindicaciones.
La moderna psicología nos recuerda que podemos convertirnos en adictos
prácticamente a todo. Así resulta que siempre estamos en peligro, a veces por
demasiado y otras por demasiado poco.
Tampoco
sabemos cuáles son las mejoras normas para guiarnos por ellas. No me refiero a
las normas de urbanidad ni a la ética ciudadana, es que ni siquiera sabemos
cómo debemos gobernarnos a nosotros mismos. Hemos pasado de un sistema de
normas a tener que bregar con multitud de consejos, de actitudes y de
propuestas, la mayor parte de las cuales son contradictorias entre sí.
Vivir
en el mundo de la tradición tiene la ventaja de tener claras las cosas. Aunque
no tanto. La tradición dice que el mundo es un peligro y que prácticamente
cualquier disfrute es pecado, y a la vez, la tradición se expresa con la voz
del pueblo recordándote la felicidad de vivir alejado del mundanal ruido. A quien
quiera saber, mentirijillas a él. Y con estos consejos nos podemos mantener a
flote en un mundo de apariencias y de peligros, que vienen tanto de los demás
como de uno mismo. De grandes cenas, están las sepulturas llenas, nos recordaba
el saber popular para evitar la gula.
El
desprecio a uno mismo no es que casara muy bien con ese cuidado que todos nos
debemos, con el amor propio, como se decía entonces. Pero era entendible que
tratáramos al cuerpo como algo sagrado que se sacrifica, propiamente, para un
fin mayor. No admitía el cuerpo más alegrías que las que el propio dios te
mandara. Y ante ellas, la humildad y el agradecimiento.
La
humildad está en la actualidad más que olvidada. Y es lógico, como un golpe de
péndulo, que el orgullo de ser uno mismo se valore más que la propia humillación.
Para disimular hablamos de autoestima. Y para disimular decimos asertividad
para enmascarar el descaro. La imagen ideal que los nuevos sacerdotes, los
terapeutas, los consejeros y coaches,
es la del que abandona cualquier vínculo y vive su vida sin depender de nadie,
que valora sus proezas y sus cualidades tanto como sus debilidades y defectos.
Incluso podíamos decir que son más importante los reversos tenebrosos porque
esos son los que nos definen. Merezco que me quieran con mis defectos, más aún, que me quieran por mis defectos.
Premiamos
a los niños respondones, las celebridades descaradas, las autoridades
campechanas que hacen gala de sus más desagradables hábitos. Celebramos con
popularidad la falta de caridad y de vergüenza porque es el modelo de persona
que se acepta a sí misma. Rechazamos vehementemente los antiguos mandatos de
auto-exigencia, de pundonor, de entrega, aunque luego el mundo laboral los
demande y acabemos por cumplirlos. En el plano de los discursos prima más el
quererse a uno mismo y perdonarse los defectos, permitirse los errores.
Creo
que la vida tiene sus dificultades, y desde muy pequeños estamos bregando con
lo que Freud denominaba el principio de realidad. No conseguimos las cosas tan
fácilmente como nos gustaría. Y, por si fuera poco, nos imponen unos objetivos
que, francamente, no nos apetecen. En la escuela debemos estudiar cuando no
tenemos el cuerpo para estar sentados frente a un libro, en el trabajo nos
deslomamos por mucho que sepamos que el mundo sigue ahí fuera, invitándonos a
disfrutar de la brisa del mar. Pero, queramos o no, hay cosas por las que
debemos esforzarnos, aunque sea por nuestro propio gusto.
Y
para eso no podemos darnos tregua, no debemos perdonarnos a nosotros mismos,
considerar que podemos esforzarnos un poco más, sobre todo si es para alcanzar
una meta que nos es grata. Y esa tendencia a disculparnos y, a pesar de todo,
querernos a nosotros mismos, acaba por concedernos treguas interminables en
nuestra empresa, descansos y palmaditas en la espalda cuando apenas hemos
comenzado el camino. Gozamos de un paternalismo propio, de una condescendencia
hacia nuestras debilidades que nos aleja de lo que nos hace felices. Preferimos
quedarnos acurrucados en nuestra falta de voluntad cubiertos con una manta de
perdón hacia nosotros mismos.
Nos
perdonamos la vida demasiado, a la vez que nos mortificamos constantemente,
somos capaces de odiarnos y pretender cambiar desde la talla de nuestra cintura
hasta los hábitos del corazón mientras que nos otorgamos un homenaje de un
suculento postre porque ayer lunes comenzamos la dieta. En lugar de mantenernos
en un equilibrio más o menos inestable por la calle del medio, oscilamos
violentamente entre los dos polos. Nos disculpamos las miserias para,
seguidamente, machacarnos la autoestima a todos los niveles.
Entre
tantas voces es difícil distinguir cuál es la verdadera, si debemos tomar el
camino del estoicismo, la austeridad y forjar nuestro carácter ante las
dificultades, o adorar la laxitud y dejar de evaluarnos con seriedad para
celebrar cualquier avance con un descansito en el camino. Y, lo que es más
complicado, siendo conscientes de que existen ambas tentaciones, elegir con
sabiduría y determinación qué proporción de ambas es la óptima para ser feliz
en el momento presente y no comprometer nuestro futuro.
En fin,
que vivir es difícil y me voy a tomar un descanso para meditarlo.