Este
fin de semana estamos celebrando en Europa, estamos eligiendo nuestros representantes
en el parlamento europeo, quizás el único momento en el que se manifiesta el
espíritu de la democracia. Ahora todos los partidos ganarán, unos porque conseguirán
representantes, otros porque conseguirán más representantes, los menos porque
no han perdido tanto como se rumoreaba. Pero todos, sin excepción, alabarán el
día como una celebración, una fiesta. Una fiesta un tanto aburrida, por otra
parte.
El
sábado pasado se reunieron más de un centenar de personas en la plaza de la
iglesia para grabar un vídeo-clip siguiendo la coreografía de la famosísima
canción de Pharrel Williams. Sin embargo sólo tres personas se acordaron –yo
no, la verdad-, del aniversario del 15M. Pero, tranquilos, no voy por ahí. La
gente ha llenado la feria aunque menos que otros años, la romería tuvo buena
acogida porque el levante no hizo estragos. Concentraciones moteras,
botellonas, fiestas improvisadas, carnavales, los juanillos…
La
celebración y la fiesta son expresión lúdica, festiva, intrascendente, banal,
pero también representan una facturación interesante para establecimientos hosteleros,
para tiendas de disfraces, para políticos que buscan un baño de multitudes. Quizás
por eso se empeñan en hacerse con su control, inaugurarlas, protagonizar los
eventos centrales y clausurarlas. A pesar de todos los pesares, la fiesta es
expresión de la soberanía popular. Por mucho que alguien lo intente y gaste
dinero, esfuerzo e ingenio, una fiesta no prospera si no cuenta con el
beneplácito del soberano, del pueblo soberano.
Quizás
la fiesta que más claramente aparece como fuente de soberanía popular son los
carnavales. Los carnavales tienen la bendición política porque son una crítica
contra el poder. El pensador Bajtin lo escribió hace ya mucho tiempo y se ha
repetido casi sin pensar. Don Carnal supone un descanso en la innoble tarea de
soportar el poder. Hay autorización para criticar el poder, y por eso el
dictador los prohibió muchos años. A pesar de lo cual encontramos agrupaciones
carnavalescas que, quiérase o no, de manera soterrada criticaban lo criticable
y burlaban la censura con letras picantes. Muchas otras fiestas abundan en este
sentido, como santa Águeda y las mujeres que toman el poder del alcalde. Una
fiesta paródica y mordaz que propone, por un solo día, el mundo al revés.
No me
convence, creo que dos días de crítica no cambian nada, sólo desahogan para que
el poder sigua igual. Los carnavales, al final, son una vacuna contra el poder
de la gente: ¡Ea!, ya habéis criticado, ahora, a volver al trabajo y la
seriedad. Conozco el caso de una chirigota muy combativa en los carnavales de
hace unos años que se resistía a actuar en eventos reivindicativos contra los
recortes. No era el sitio, decían.
Dicho
todo esto, creo que la fiesta más importante de este fin de semana, no nos
engañemos, ha sido la final de la Champions League. Ese triunfo con tintes
épicos de un Real Madrid que consigue la décima, frente a ese equipo más
modesto, el Atlético, acostumbrado a sufrir que pocos días antes demostraba su
valor ganando la liga española. Miles de hinchas en toda España han salido a la
calle a celebrarlo, han llenado bares, han abarrotado plazas, han saltado a
fuentes en un éxtasis difícilmente imaginable para alguien como yo, ateo para
tantas religiones, incluida la del balompié.
Como
sociólogo debería preguntarme por qué una celebración deportiva despierta más
pasión que unas elecciones donde se ponen en juego asuntos mucho más
importantes y, sobre todo, más relevantes para nuestra vida cotidiana. Como ser
político, debería indignarme que haya tanta gente pendiente de esa magnífica
insignificancia dejando pasar lo que realmente importa, lo serio, lo decisivo.
Digo “debería”,
pero ya no me indigno. Ya no me indigno de que exijamos más a un entrenador de
fútbol que a un representante; a un seleccionador español más que a un presidente
de gobierno; a los clubes de fútbol más que a las universidades. Lo que hago es
preguntarme por qué.
Primera
respuesta fácil, “la gente es idiota”, o al menos, “mucha gente es idiota”.
Pero como demócrata no puedo asumir que las personas estén equivocadas a ese
nivel: no defendería entonces un régimen que da el poder a unos irresponsables
más pendientes de un balón de cuero que del cuero de las carteras
ministeriales. Entonces, ¿por qué estamos más pendientes de los árbitros que no
pitan un penalti que de los fiscales y jueces que no procesan a un corrupto?
Creo
que la solución la tienen las personas y la dicen. Porque ni el fútbol ni la
política a nivel de usuario sirven para nada. Votar de esta manera,
preocuparse, indignarse, despotricar no sirve para cambiar las cosas. Más
satisfacción hay en celebrar un cabezazo de Sergio Ramos que en un 5% de votos
a tu partido. No interesan partidos llenos de señores con chaqueta. El partido
que importa lo deciden veintitantos señores en pantalón corto y unos pocos en
traje con chaqueta.
La
fiesta puede dar muchas lecciones, hasta que no las aprendamos no entenderemos
lo que somos las personas reales. El estar juntos es fundamental en la fiesta,
¿cómo podemos decir que somos individualistas? Hay muchísima gente que trabaja,
que se trabaja las fiestas, decorando casetas, imaginando disfraces,
componiendo letras y pasodobles sin cobrar ni un duro. Pagando incluso un bono,
donando para llevar un cirio, empeñándose para comprar en la reventa. ¿Cómo
podemos decir que el ser humano se mueve sólo por dinero? En la fiesta todos se
sienten protagonistas pero nadie es obligado a ser el centro de atención,
puedes bailar en un rincón o atreverte a emular a Travolta en el centro de la
pista; puedes desfilar a caballo o puedes quedarte en la acera mirando el paso
de la virgen moviéndose al compás de los campanilleros. La fiesta y la
celebración pueden incluso juntar a miembros de todas las clases sociales.
El
mecanismo democrático funciona en las tertulias de fútbol. Si el equipo no
gana, se cambia al entrenador. A veces, la presión popular consigue el recambio
de un míster. ¿Qué no daríamos por
hacer lo mismo con los políticos, a media temporada? Por eso la gran fiesta de
la democracia no son las elecciones europeas, son las ferias, las romerías, los
patrones, la grabación de Happy, las
botellonas, la celebración de la Champions. Ilusionémonos con otro tipo de
política, abandonemos viejos esquemas. Aprendamos la lección.