Afortunadamente no soy crítico literario, tan solo he rellenado algunas páginas con mis elucubraciones intentando ser poemas o relatos y he comentado algunos libros que me han atraído. Todo ello sin más compromiso que hacer lo que el cuerpo me pide. No hablo por sentirme aludido en ningún sentido.
Últimamente he estado al tanto de
ciertas polémicas sobre lo que debe considerarse poesía o debe almacenarse en
otro cajón. La concesión del premio nobel de literatura a Bob Dylan despertó
pasiones a favor y en contra. Algunos protestaron porque, por mucho que les
gustaran las canciones del bardo de Duluth, no podían admitir que se le
incluyera en la nómina de los poetas. Sus letras son sólo canciones, unas
canciones que han marcado una época y hechizado a generaciones de todo el mundo.
Otros muestran su preferencia por Leonard Cohen quien, al menos, comenzó
publicando poemas para luego dedicarse a grabar discos. Personalmente me gusta
mucho Dylan y sus letras creo que tienen una cualidad lírica muy importante. Lo
que queda un poco fuera de la discusión es si los premios nobel tienen que ver
o no con la buena literatura.
Después llegó la estupefacción
ante la lista de los libros más vendidos en su sección de poesía. Ni un solo poeta,
aseguran muchos críticos y comparten muchos usuarios de redes sociales. Son los
casos de Defreds, Marwan, @Srtabebi, Nach… Son más conocidos como músicos,
raperos, twitteros… Lo que se esconde detrás es una pregunta, ¿qué es un poeta?
¿Debemos considerar poetas sólo a los “profesionales”? Mucho me temo que
entonces la nómina quedaría reducidísima, pues la poesía no suele dar para
vivir de ella. Los que publican libros de poesía y luego aparecen en los
manuales se suelen ganar la vida trabajando de profesores, editores,
compaginando con conferencias… Es complicado encontrar a un poeta “puro” que no
se ensucie las manos con actividades prosaicas.
Afortunadamente, repito, no soy
crítico literario y, por supuesto, han aparecido artículos con mucho más tino y
conocimiento del que yo pueda aportar. Por señalar un ejemplo, las dos
andanadas de Unai Velasco: 50
kilos de adolescencia, 200 gramos de Internet (I y II),
con las que coincido en muchos puntos. En el fondo mi corazoncito de
historiador está quizás más pendiente de señalar lo representativo de una época
al margen de juzgar si me parecen más o menos importantes sus logros
artísticos. Lo que he leído a estos autores no me entusiasma demasiado y
considero muy acertadas las críticas que ponen de relieve el sentimentalismo
accesible y su falta de refinamiento académico. Mientras, muchos otros poetas consagrados
han basado su ars poetica en elaborar
cuidadosamente el adagio de que todo arte consiste en ocultar el artificio.
Aquí quizás no haya artificio que ocultar.
Es bastante habitual en el viaje
pendular de los estilos artísticos que una generación reniegue en parte de la
precedente y que los mayores consideren sin valor a los recién llegados. No
quiero decir, sin embargo, que todas las generaciones aporten lo mismo o que
todas merezcan el mismo respeto, aunque tampoco hay que llegar a
enfrentamientos como los que parodiaron en Homo
Zapping estas navidades, presentando dos candidatos en Mujeres, hombres
y viceversa que se enfrascaban en una discusión estilo cani-poligonero, sobre las generaciones
del 98 y la del 27.
Lo que me ha sorprendido es la
necesidad de protestar sobre ello. Poetas a los que admiro y respeto muchísimo
han mostrado su inquietud ante este fenómeno.
Creo, de todas formas, que son
dos públicos distintos y que cabe la posibilidad de pasar de un mundo a otro.
De comenzar leyendo estos libros con unas portadas tan cool a terminar interesándose por empresas de mayor enjundia. O
quizás no, quizás sólo sea una moda como la que tenían las adolescentes de
antaño al decorar sus carpetas con los ídolos de quinceañeras. Realmente no
creo que importe demasiado. Pero no imagino a nadie que deje de comprar un
libro de Valente por uno de Marwan.
No digo que no sea indignante que
estos fenómenos copen sitio en las librerías y en las cadenas como Fnac o El
Corte Inglés mientras que la poesía “de verdad” sea apartada a rincones algo
lúgubres y su distribución sea casi clandestina. Lo mismo es algo que da un
poco de morbo, conocer algo que nadie conoce. Incluso puede alimentar el snobismo de quienes aborrecen de lo que
es compartido por las masas. Quizás la queja sea por el marketing.
Esta querella, como la de los
antiguos contra los modernos, me recuerda a lo que decían los abuelos cuando
llegaron los Beatles y el rock. Stravinski, Tchaikovski, Debussy incluso, eran
músicos de verdad, conocían el solfeo y las reglas de la composición mientras
que los melenudos tocan con guitarras eléctricas que tocan solas al enchufarlas
a la corriente de la pared. Apenas si sabían tocar, tres acordes y un ritmo
machacón, tres minutos y ¡listo! Unas letras simplonas, she loves you, yeah y ninguna pretensión de durar.
Y, sin embargo, duró. Los que
disfrutaban con Wagner siguieron acudiendo a ver Los Nibelungos, los fanáticos de Johan Sebastian nunca reemplazaron
sus discos y sus conciertos de sus misas. Son mundos distintos y han sabido
mantenerse con puntos de unión y con algunas mezclas de resultados desiguales. Pero
nadie pretende que los próximos superventas de música pop conozcan cómo es la
composición dodecafónica.
Lo recordaba en un reciente libro
José Luis Pardo: cuando Elvis y el resto de engominados en los Estados Unidos y
luego los melenudos en la Gran Bretaña aullaban por la radio, los mayores
gritaban: ¡Esto no es música!