domingo, 29 de enero de 2017

¡Esto no es música!


Afortunadamente no soy crítico literario, tan solo he rellenado algunas páginas con mis elucubraciones intentando ser poemas o relatos y he comentado algunos libros que me han atraído. Todo ello sin más compromiso que hacer lo que el cuerpo me pide. No hablo por sentirme aludido en ningún sentido.
Últimamente he estado al tanto de ciertas polémicas sobre lo que debe considerarse poesía o debe almacenarse en otro cajón. La concesión del premio nobel de literatura a Bob Dylan despertó pasiones a favor y en contra. Algunos protestaron porque, por mucho que les gustaran las canciones del bardo de Duluth, no podían admitir que se le incluyera en la nómina de los poetas. Sus letras son sólo canciones, unas canciones que han marcado una época y hechizado a generaciones de todo el mundo. Otros muestran su preferencia por Leonard Cohen quien, al menos, comenzó publicando poemas para luego dedicarse a grabar discos. Personalmente me gusta mucho Dylan y sus letras creo que tienen una cualidad lírica muy importante. Lo que queda un poco fuera de la discusión es si los premios nobel tienen que ver o no con la buena literatura.
Después llegó la estupefacción ante la lista de los libros más vendidos en su sección de poesía. Ni un solo poeta, aseguran muchos críticos y comparten muchos usuarios de redes sociales. Son los casos de Defreds, Marwan, @Srtabebi, Nach… Son más conocidos como músicos, raperos, twitteros… Lo que se esconde detrás es una pregunta, ¿qué es un poeta? ¿Debemos considerar poetas sólo a los “profesionales”? Mucho me temo que entonces la nómina quedaría reducidísima, pues la poesía no suele dar para vivir de ella. Los que publican libros de poesía y luego aparecen en los manuales se suelen ganar la vida trabajando de profesores, editores, compaginando con conferencias… Es complicado encontrar a un poeta “puro” que no se ensucie las manos con actividades prosaicas.
Afortunadamente, repito, no soy crítico literario y, por supuesto, han aparecido artículos con mucho más tino y conocimiento del que yo pueda aportar. Por señalar un ejemplo, las dos andanadas de Unai Velasco:  50 kilos de adolescencia, 200 gramos de Internet (I y II), con las que coincido en muchos puntos. En el fondo mi corazoncito de historiador está quizás más pendiente de señalar lo representativo de una época al margen de juzgar si me parecen más o menos importantes sus logros artísticos. Lo que he leído a estos autores no me entusiasma demasiado y considero muy acertadas las críticas que ponen de relieve el sentimentalismo accesible y su falta de refinamiento académico. Mientras, muchos otros poetas consagrados han basado su ars poetica en elaborar cuidadosamente el adagio de que todo arte consiste en ocultar el artificio. Aquí quizás no haya artificio que ocultar.
Es bastante habitual en el viaje pendular de los estilos artísticos que una generación reniegue en parte de la precedente y que los mayores consideren sin valor a los recién llegados. No quiero decir, sin embargo, que todas las generaciones aporten lo mismo o que todas merezcan el mismo respeto, aunque tampoco hay que llegar a enfrentamientos como los que parodiaron en Homo Zapping estas navidades, presentando dos candidatos en Mujeres, hombres y viceversa que se enfrascaban en una discusión estilo cani-poligonero, sobre las generaciones del 98 y la del 27.
Lo que me ha sorprendido es la necesidad de protestar sobre ello. Poetas a los que admiro y respeto muchísimo han mostrado su inquietud ante este fenómeno.
Creo, de todas formas, que son dos públicos distintos y que cabe la posibilidad de pasar de un mundo a otro. De comenzar leyendo estos libros con unas portadas tan cool a terminar interesándose por empresas de mayor enjundia. O quizás no, quizás sólo sea una moda como la que tenían las adolescentes de antaño al decorar sus carpetas con los ídolos de quinceañeras. Realmente no creo que importe demasiado. Pero no imagino a nadie que deje de comprar un libro de Valente por uno de Marwan.
No digo que no sea indignante que estos fenómenos copen sitio en las librerías y en las cadenas como Fnac o El Corte Inglés mientras que la poesía “de verdad” sea apartada a rincones algo lúgubres y su distribución sea casi clandestina. Lo mismo es algo que da un poco de morbo, conocer algo que nadie conoce. Incluso puede alimentar el snobismo de quienes aborrecen de lo que es compartido por las masas. Quizás la queja sea por el marketing.
Esta querella, como la de los antiguos contra los modernos, me recuerda a lo que decían los abuelos cuando llegaron los Beatles y el rock. Stravinski, Tchaikovski, Debussy incluso, eran músicos de verdad, conocían el solfeo y las reglas de la composición mientras que los melenudos tocan con guitarras eléctricas que tocan solas al enchufarlas a la corriente de la pared. Apenas si sabían tocar, tres acordes y un ritmo machacón, tres minutos y ¡listo! Unas letras simplonas, she loves you, yeah y ninguna pretensión de durar.
Y, sin embargo, duró. Los que disfrutaban con Wagner siguieron acudiendo a ver Los Nibelungos, los fanáticos de Johan Sebastian nunca reemplazaron sus discos y sus conciertos de sus misas. Son mundos distintos y han sabido mantenerse con puntos de unión y con algunas mezclas de resultados desiguales. Pero nadie pretende que los próximos superventas de música pop conozcan cómo es la composición dodecafónica.
Lo recordaba en un reciente libro José Luis Pardo: cuando Elvis y el resto de engominados en los Estados Unidos y luego los melenudos en la Gran Bretaña aullaban por la radio, los mayores gritaban: ¡Esto no es música!

martes, 3 de enero de 2017

Compre felicidad



Sinceramente, creo que la felicidad está sobrevalorada. O por lo menos tiene un precio altísimo. No suelo estar pendiente de los cachivaches que te hacen la vida más cómoda, pero ahora no tengo manera de escaparme. Si dejo de ver la televisión, me asaltan los anuncios incrustados en la web. Si ojeo una revista, hay más páginas dedicadas a promociones que a artículos. No hay forma de huida posible.
Y así me entero de que para tener un aspecto envidiable tengo una serie de opciones de afeitado, rasurado o con milímetros exactos de barba de tres días. Que para comer sano puedo contar con un dispositivo que corta, brilla y da esplendor. La casa, mejor, la mansión, estará siempre impecable con un robot, una especie de cucaracha gigante que se maneja con el móvil. Tratamientos estéticos para gustarte tú y reconquistar a tu pareja. Todos los escalones de la pirámide de Maslow que describe las necesidades humanas tienen su correspondencia en los objetos y servicios anunciados en estas fechas. La comida, la bebida, la casa en un portal inmobiliario, las amistades que se celebran con cerveza… Desde las más básicas hasta la autorrealización, la cúspide de la pirámide. El punto más alto es ser como el protagonista masculino de los anuncios de perfumes, donde las mujeres te admiran y los hombres te envidian.
Lo peor de todo es que hay una exigencia, una urgencia terrible para conseguir esta felicidad propia y la de los tuyos. Más aún, es ahora el momento de conseguir la felicidad de todo ser humano. Son las fiestas del compromiso social, donde dan más pena las causas humanitarias. El solsticio de invierno es lo que tiene.
La celebración de la Navidad trae consigo la reunión de las familias y el encaje de bolillos para poder estar en todos sitios y no faltar a ninguno. Las cenas de trabajo, la de los amigos, las de tus padres, las de tus suegros… Salir en las fechas señaladas y pasártelo bien. Es obligatorio en Nochevieja pasártelo bien. Hay empresas que se especializan en cotillones, en servirte empaquetada la felicidad. Sólo tienes que comprar la entrada y ya tienes la cena, la música, y el ambiente para disfrutar de manera orgiástica. Si te quedas en casa, no tienes excusa, las distintas televisiones se esmeran en ofrecerte programas animados donde disfrutar viendo buenos artistas y solventes coreografías de bailarines y bailarinas por las que el abuelete puede babear de ilusión.
No sólo de nochevieja vive la felicidad. También están los carnavales y las ferias, las fiestas de los pueblos y los cumpleaños. Son momentos específicos para estar contentos. De manera obligatoria. Y si no lo haces es porque tienes un problema.
De todas formas, no hay que preocuparse, también hay solución. Si el problema eres tú, hay toda una sección en las librerías para aprender a ser feliz. Legiones de psicólogos, psiquiatras y expertos en coaching personal te enseñarán cuáles son los fallos en tu personalidad y en tu actitud que te privan de ese derecho natural que es la búsqueda de la felicidad.
Los momentos de crisis no son un obstáculo, son oportunidades para replantearse la vida, para analizarse y tomar decisiones sobre uno mismo con la misma convicción que un experto en recursos humanos gestiona una gran multinacional. Todo un entrenamiento en fortalezas y debilidades, oportunidades y desafíos. Uno es el gestor de uno mismo. Hasta tal punto llega el cuidado de sí. No sólo hay que buscarse una manera de ganarse la vida, hay que disfrutar de cada momento, plantearse una continua reinvención, todo un detallado plan de I+D+I personal. Cambiar de trabajo es lo deseable, llevar una vida con lo más simple es más sano que una tabla como cama. Es nuestra obligación, nuestra santa devoción, nuestro compromiso con nosotros mismos y las generaciones venideras.
Ser felices es muy caro. Si echamos cuenta de lo material, según los precios en los catálogos de todos los aparatitos y comodidades anunciadas, tendremos que gastar una vida entera en acumular cash. Pero no sólo son cosas materiales, tangibles o intangibles, viajes y ropa, joyas y experiencias, también hay que entrenarse uno mismo en esos cursillos exprés que no siempre pagan las empresas. Esos en los que un experto, mediante una pantalla digital, o una pizarra Vileda y mucha dinámica de grupo, te hace quererte a ti mismo, respetar a los demás y considerar cada obstáculo de la vida una oportunidad de enriquecerte espiritualmente.
Afortunadamente ya han pasado los tiempos en los que podíamos dejar la felicidad para la vida eterna y sufrir tranquilamente en esta. Los tiempos modernos nos ofrecen la posibilidad de ser felices aquí y ahora. No dejarlo para mañana. Más que una opción, es una responsabilidad. Y de las caras. Que dan ganas de volver al valle de lágrimas y perder el estrés de tener que ser felices por obligación. O, por lo menos, confiemos que exista la reencarnación para poder centrarnos en el capital durante una vida y para vivir felices conforme a los cánones en la segunda.