martes, 29 de septiembre de 2020

Reseña de Jorge M. Molinero: ‘Quality Control 900475 (poemas de viaje y esperas)’. ZooGráfico. 2018

Hankover (Resaca): QUALITY CONTROL G00497T (Poemas de viaje y esperas):  Jorge M Molinero.

“la velocidad no es velocidad / si no puede sentirla”

De la producción poética de Jorge M. Molinero siempre recuerdo con especial emoción Gominolas en los bolsillos (Zoográfico, 2015). Pero su producción abarca Versos en el desierto (Bohodón, 2009), Amplia victoria de los traseros (Autoedición, 2011), La noche que llovieron impermeables (Origami, 2013), El hombre que mató a Michael Hutchence (Lupercalia, 2014 bajo el pseudónimo de J. Malone Miller), La cuarta hija de Rosa (La Penúltima, 2016); Nos prohibieron bailar (Ediciones 4 de agosto, 2017) y acaba de salir Bluebird (Paramo, 2020). Quality Control 900475 más que un libro este es un objeto de arte y cotidianeidad, además de dibujos e ilustraciones, hay fotografías sueltas entre las páginas, textos en formatos variados y una goma como faja del cuaderno que lo hacen aún memorables. Se van alternando los apuntes con textos en prosa con poemas dispuestos de manera convencional: “La realidad es esto: / el viaje es el dedo índice / justo encima del lugar elegido, / calculando la ruta en yemas, / decir a tu hija: / aquí estamos nosotros y aquí vamos a ir”.

Hay dos puntos de partida, el primero es el objeto mismo, el cuaderno físico. El título es la pegatina del sello de calidad de la moleskine, “Como si la moleskine por sí sola mejorara los versos, como si lo que saldrá, si sale, será algo digno, algo admirable por el hecho de haber sido escrito en sus hojas”. El otro eje es el diario de viaje. El paso del tiempo y las circunstancias personales también otorgan una cualidad especial a estas páginas. Dice el autor en una nota a pie, “en las correcciones y revisitas a este diario de viaje desde enero de 2017, la figura de la mujer fue un constante caballo de batalla entre el estado de ánimo que en ese momento atesoraba y el de mantener intacta la atmósfera de aquel viaje”. Aunque se refieran a una cuestión esencial vital, esta filosofía es la que impregna toda reflexión sobre el pasado que tome como base una reelaboración de materiales.

La reivindicación de las pequeñeces, de lo más trivial y cotidiano, de lo que pasa por las ventanillas, de lo que uno va encontrando tiene una venerable autoridad, Bukowski: “… tenía razón el / gordo cabrón, se puede hacer / poesía de cualquier cosa” (uno de los nuestros ha ganado un premio). Para muestras: “pintor castellano, en tu paleta de colores / amarillos de miseria y tristes ocres” (no amanece en castilla); “las cicatrices que deja un avión en el cielo / son el rastro de nuestra presencia”. A pesar de tener un hilo más o menos narrativo, esto es, de acción en el tiempo, los materiales son muy heterogéneos. La visión, tremendamente personal, desde la propia intimidad del yo que habla, a veces de manera inconexa, a flashes, a veces con un discurso más elaborado: “la revolución: consumir más cáncer”;  “a buscar siempre el beneplácito, ¿a ti también te pasa, verdad?, a no saber escuchar: miedo a que dejen de darte miedo los miedos primarios”. Hablando en primera persona con uno mismo se puede tener una voz combativa, lúcida [“nos creemos muy importantes pero nuestra muerte en dos días por convenio para nuestros familiares directos (tres si es fuera de su localidad)”], sin contemplaciones. Hay mucho de desmitificación del yo: “ya no sé leer a machado sin serrat ni a lorca sin cohen”; “jugar no entra en los planes del coleccionista”; “la poesía es que el lector quiera ser / el califa en lugar del califa”. Una mirada poco complaciente hacia el mundo de la poesía como también hacia la familia o el viaje: “lo siento, señor, este pasaporte no vale: / está lleno de frases a boli. si no fuera / porque entiendo todas las palabras / diría que son poemas”. No comparto, sin embargo, su despecho hacia Lou Reed (¡prefiere a Albert Pla!).Está sembrado el texto de reflexiones metapoéticas, un autocuestionamiento: “la vergüenza del vómito. / la mano levantada: temblorosa. / una azafata a la que das la bolsa sin mirarle los ojos. // eso debe ser la poesía”; “y creo que eso es la poesía: contarte por medio de los guijarros dejados por otros”.

La distancia temporal desde el viaje permite hacer una aclaración de sentimientos, desde los más privados (“mi esposa apoya la cabeza en mi hombro // guardo la moleskine: // me reprocha mis ausencias, no sabe que el viaje es esto y luego, el recuerdo”) a los que incumben a cada uno de nosotros: “me pregunto si alguien / pedirá un deseo / al ver pasar el tren en el que voy”; “solo los imbéciles / al mirar por la ventanilla / siguen viendo los molinos  donde / están claros los gigantes”. Precisamente a la reinterpretación de lo pasado dedica algunas líneas: “después, el viaje, tiene una segunda parte: los recuerdos tergiversados para colocar a nuestro favor cada traba”.

La poesía de Jorge Molinero siempre ha tenido una vocación de conciencia, incluso de lucha: “a los pobres con creencia de clase media, nos gusta mostrar nuestras vergüenzas, alardear, incluso, de ella (…) los dormitorios no dan a la calle, ninguno podemos eximir nuestra normalidad de las más extrañas perversiones”. Y también de utilizar la ironía para esos fines: “… entro en un meadero público pegado a una iglesia. más bien es parte de la iglesia, / un recoveco hecho de idéntica piedra: dios / jamás estuvo tan cerca de la inmundicia del hombre”.

Este Quality Control 900475 es, en cierta forma una carta de amor que perdió el sentido. Amor en muchas direcciones, la ternura, la paternidad, el paisaje: “no cabe el amor a una ciudad que guarda demasiada belleza entre sus calles” (Stendhal was here). El viaje, metáfora universal para la vida no acaba sino con la muerte, “pero la muerte / no puede ser / infinita / si la vida fue / aunque breve. // díselo de mi parte / al muñeco del wc // si lo vuelves a ver”. Y conecta con el pensamiento del más allá y la fe: “qué sabrán los teólogos / sobre estrellas capaces de guiar una fe que se sabe extinta”. Sabiamente, el poeta sentencia: “el viaje: la estancia / es el destino / dije / no es el viaje”. Es de agradecer, además, que no pretenda rodearse de parafernalia psicomística, pseudofilosófica, el cuaderno es un cuaderno de viaje real, de horas de espera, de tiempo de viaje: “nunca este viaje fue iniciático / o búsqueda interior: era todo visible // que se fue convirtiendo en algo / que no supe atrapar. la poesía / es indescifrable y egocéntrica”.

Una despedida triste y hermosa:

“olvida el movimiento

lo importante es la mano. las fotografías

son lo primero en quemarse en el fuego”

 

 

domingo, 27 de septiembre de 2020

Atacar lo indefendible

Parece que llevo una racha en la que me pide el cuerpo elogiar lo que no tiene elogio, la rutina, los mediocres… Dos veces esta semana me he tropezado con conversaciones en las redes sociales en las que se utilizaba el reguetón como sinónimo de mal gusto (bien es verdad que una de las veces, Víctor Lenore, lo decía irónicamente). Este género musical se ha convertido en la diana fácil para descalificar los peores valores de esta sociedad de comienzos de siglo. Es repetitivo, sus letras son misóginas y llenas de violencia y sexo. Algo incontestable, como la televisión basura. Pero, como la televisión basura, siempre existe la opción de cambiar de canal o de medio, apagar el aparato y buscar múltiples opciones.

El reguetón arrastra un sambenito que ya es vox populi y personalmente no me gusta, me cansa. Pero también me cansa si escucho mucho reggae, o incluso mucho blues. No digamos ya sevillanas o rumbitas. El problema es que no encuentro argumentos para atacar el reguetón que no se puedan aplicar a otras muchas músicas que gozan de un mayor prestigio. Por ejemplo, lo repetitivo del ritmo. La mayor parte del rock de los años 50 partía de los mismos ritmos. Bo Diddley, por su cuenta, puso en marcha el suyo propio, que machaconamente repitió en muchísimas composiciones. La Motown tiene un ritmillo muy característico y reconocible que asociamos a las Supremes. Denostar un estilo porque tiene siempre el mismo ritmo es tan pobre como abominar de las bulerías porque siempre se marca el mismo compás.

Se acusa a los artistas de reguetón que no “tocan” ningún instrumento. Precisamente en la Motown tenían una banda de estudio, los Funk Brothers que tocaba en todas las sesiones de grabación, o los MG’s para Atlantic. Además, precisamente ambas compañías funcionaban como una factoría, con la misma filosofía de cualquier fábrica de automóviles en Detroit. Es la misma acusación que se hace a la música disco o al house y resulta que todos acabaron haciendo música disco. Incluso Junior con Rocío Dúrcal. No puedo reprochar al reguetón que sean un invento de productores si he disfrutado de Phil Spector o de Video Killed the Radio Star, un invento del productor Trevor Horn.

El machismo y la misoginia están más que presentes en la música popular. Desde la copla, todas esas historias de mujeres despreciadas o despechadas, hasta las rumbas o músicas más aceptables. Lo curioso es comprobar que se puede acusar al reguetón de machismo y, a la vez, acusar a las feministas de censoras descocadas. Durante algunos años Loquillo dejó de interpretar La mataré, la típica historia de lo que antes se denominaba crimen pasional. Los Ronaldos hicieron en su primer disco lo que podría ser considerado una apología de la violencia de género y la violación. Es un himno del rock la versión que Jimi Hendrix hizo de Hey Joe, un tipo que había asesinado a su mujer y huía a México. Y entonces estábamos en la época hippie. Quiero recordar una vieja canción de rock, de los Teen Tops, que también estaba en el repertorio de Miguel Ríos, Popotitos:

Mi amor entero es de mi novia Popotitos.

Sus piernas son como un par de carricitos.

Y cuando a las fiestas la llevo a bailar

sus piernas flacas se parecen quebrar.

Popotitos no es un primor

pero baila que da pavor.

A mi Popotitos yo le di mi amor

Desde el punto de vista estilístico y también desde el fondo de lo que implica la letra no es muy distinto del éxito de Don Omar, Gasolina. Mucho me temo que el reguetón sufre una serie de prejuicios que derivan de su origen centro y sudamericano, de clases populares y de intenciones poco intelectuales. El reguetón es para bailar, para gozar el cuerpo, no es algo intelectual. Es el baile de los barrios bajos, como también lo fue el tango en sus inicios, una danza de muy mal gusto, propia de cuchilleros y prostitutas, de los bajos fondos. Sin embargo, con el tiempo, se estilizó, se mejoraron sus letras y tenemos grandísimos ejemplos de literatura en sus canciones. Pronto comenzarán, porque ya han comenzado, pienso en Residente y en Calle13, a tomarse en serio las capacidades líricas del ta-cum-ta-cum.

Letras tontísimas y repetitivas las tenemos desde hace muchísimo tiempo. Cuando nació el rock, que ahora es algo respetable, porque, además, tiene la obligación de ofrecer algo más, los locutores serios ridiculizaban las letras leyéndolas como poemas tradicionales, Pensemos en el clásico Be-Bop-A-Lula:

Bueno, be-bop-a-Lula, ella es mi chica.

Be-bop-a-Lula no me refiero a tal vez

Be-bop-a-Lula ella sea mi chica,

Be-bop-a-Lula no me refiero a tal vez

Be-bop-a-Lula ella es mi muñeca.

Shakespeare puro, como el reguetón. Manuel Alejandro tiene algunas de las letras más subidas de tono de la canción melódica y, por supuesto que llegó el escándalo, como con las interpretaciones de María Jiménez. Con todo no se desprestigiaba a un tipo de canción. Y sin acercarnos a los mensajes punkarras de finales de los 70 y principios de los 80. Serge Gainsburg y Je T’Aime… Moi Non Plus. Todo muy degenerado, como las alusiones a la cocaína de Cole Porter que cantaba Frank Sinatra, Ella Fitzgerald o The Jungle Brothers. Sensualidad y provocación en la bossa nova, también en la rumba aflamencada del sonido Caño Roto… Incluso Antonio Machín, con el aspecto de antiguo, pedía dos amores. Demasiados contraejemplos para quedarse sin argumentos para denostar un estilo que todo el mundo asume como despreciable, símbolo de la decadencia de este siglo.

En cambio, sí podemos buscar algunos valores, como el que sea un estilo fuera del dominio anglosajón, o que existan algunas letras que no representen el machismo clásico, como Felices los cuatro de Maluma quien opta por aprovechar la situación en lugar de portarse como el macho vengador de su honor manchado. O tibiamente feministas, al menos de fachada, como C Tangana o el denostado Bad Bunny  con Yo perreo sola. Hay mucho de prejuicio contra el estilo, prejuicios raciales porque se asocian a unas determinadas comunidades de Iberoamérica y el Caribe, que en Europa son inmigrantes. Prejuicios morales contra el baile, más aún si está lejos de cualquier mensaje y simplemente celebra la diversión y la carnalidad. Uno se queda sin argumentos para la crítica, o por lo menos, sin argumentos que no pudieran servir para apartar otras muchas músicas y estilos.

                Pero, repito, no me gusta el reguetón.

 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Reseña de Ricardo Álamo: ‘Escritores al desnudo. Cuestionarios Proust y Bolaño’. Takara editorial. Colección Wasabi

Escritores al desnudo

Ricardo Álamo es profesor de Filosofía, escritor y periodista cultural sanluqueño que ha cultivado el microrrelato principalmente. Su primer libro fue Imaginarium (Editorial Los Papeles del Sitio, Sevilla, 2013), al que siguieron Cuentos negros (Pábilo Editorial,  2018), Vidas y muertes imaginarias (Los Libros de Estraperlo) (Wanceulen Editorial, 2019) y Estaciones de Paso (Wanceulen Editorial, 2019). Ha participado en la coordinación de La figura escurridiza (a propósito de Juan Bonilla) (Libros de canto y cuento, 2019).

En este caso ha aplicado los cuestionarios ideados por Proust y Roberto Bolaño a una pléyade de escritores, desde José Manuel Benítez Ariza, Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla, Flavia Company, Luis Alberto de Cuenca, Alejandra Díaz Ortiz, Manu Espada, Espido Freire, Enrique García-Máiquez, José Luis García Martín, Juan Gracia Armendáriz, Daniel Heredia, Fernando Iwasaki, Eduardo Jordá, José Luis Melero, Clara Obligado, Miguel Pardeza, Juan Antonio Rodríguez Tous, Fernando Savater, Ana María Shua, Juan José Téllez, Andrés Trapiello, Fernando Valls o Nieves Vázquez Recio.

Como es sabido, el cuestionario Proust se compone de una serie de preguntas más o menos convencionales, sobre todo, si las comparamos con las de su competidor, Roberto Bolaño. Incluyen cuestiones personales como la idea de felicidad perfecta o el colmo de la desdicha, lo mejor y lo peor del carácter propio, personaje histórico o escritores, músicos preferidos, mayores logros y cómo le gustaría morir. Bolaño opta por la provocación, aunque coincide en esta última pregunta. Son más del tipo si fueras un pájaro, un mamífero, un pez, un accidente geológico o un automóvil, un país o una película. Pregunta sobre si uno se considera atractivo… Un desafío para demostrar agilidad de mente y capacidad para eludir respuestas estereotipadas.

En muchas ocasiones los entrevistados aprovechan para mostrarse más o menos ocurrentes. En algunas prefieren desconfiar de ese ingenio falsamente improvisado para rizar el rizo y mostrarse descreídos, una forma más de ser ingenioso huyendo de ello. Con todo, a pesar de todos estos juegos, Escritores al desnudo, nos ofrece una ocasión muy interesante para bucear, siquiera superficialmente, por las fascinantes personalidades de algunos de los escritores con más criterio de estos años a esta parte. No pensemos que vayamos a descubrir hijos secretos, o filias inconfesables, los cuestionarios Proust y Bolaño son simples, en realidad no tan simples, artefactos para propiciar una conversación. Y de eso vamos a disfrutar en la mayoría de los casos. Para algunos de los entrevistados la ocasión no merece más que respuestas lacónicas, aunque no dejamos de reconocer que dentro de la parquedad de palabras también se esconde literatura. Sorprende, por ejemplo, que alguien que disfruta tanto con la conversación pueda mostrarse tan reacio a desarrollar los escenarios de estas preguntas. Eso no quita para que muestre una faceta tremendamente humana. Igualmente sorprende lo hogareño y convencional, podemos decir, que demuestran ser algunos escritores que hacen gala de sofisticación en sus personajes públicos.

Un volumen, en suma, que sirve de complemento para quienes admiramos a estos poetas y escritores y nos apetece, de vez en cuando, sentirnos cerca de lo que estén dispuestos a compartir de intimidad o de algo que se le parezca mucho.

 

martes, 22 de septiembre de 2020

Reseña de Abel Santos: ‘El camino de Angi’. Poémame. 2020

El camino de Angi, de Abel Santos | Poémame

 Abel Santos muda la piel. Este es un libro atípico en su carrera, lejos –o no tanto– del llamado realismo bastardo en el que se mueve habitualmente. Una redención de la mano de Angi Expósito, musa, compañera y prologuista de este libro luminoso. Dice la prologuista “El camino de Angi es nuestro camino, nuestra historia de amor desde los inicios hasta la actualidad. En este libro encontraréis poemas muy íntimos y personales, lejos del «realismo bastardo», la otra vertiente poética del autor” (p. 109). Hace bien en apuntar a Bécquer y el romanticismo (“Debo ser el hombre más tonto de la tierra: // porque tengo toda la suerte del mundo, / y desde que estamos juntos / mi alma tiene también alma” (El hombre más tonto de la tierra) porque hay mucho de eso en estos versos cuyo tema principal, el amor, y alrededores “poemas sobre el matrimonio, la rutina, las obligaciones, la diferencia de edad” (p. 11). Con una estructura narrativa vamos a asistir al relato de cómo chico conoce a chica, como surge una historia y se desarrolla, con sus altibajos y con un profundo amor a la poesía. No veo más remedio que seguirla nos dice desde el principio, “En el mismo ritual poético de siempre / sobre las sombras del teatro solo ella respira en libertad: / hace que ocurra algo extraordinario” (El prisionero). La fascinación por esta poeta es irrenunciable y, por supuesto, llega El camino de Angi.

Es una historia de redención. Cuando admite que “Todo mi pasado lo están cerrando / y lo están alquilando a mi futuro” (La llamada) y confiesa que “Yo quiero ser el viento que juega / entre sus preciosas manos y su risa” (La llamada). El poeta ha pasado años muy duros y “Ella es un ángel / y no conoce querer en vano” (El camino de Angi). El momento inicial es descrito como “Dos amores platónicos / que se dan la mano por vez primera” (Lo que hace el amor). El riesgo, el enorme riesgo de un poemario como este es el rubor, que el poeta sepa contener la muestra de intimidad. Nos abre, no su corazón, no el corazón de ambos, se abren sin rastro de vergüenza aquello que parece privado, íntimo incluso, como si nos descorrieran las cortinas y pudiéramos asomarnos a la vida cotidiana, al amor cotidiano, a las palabras que se susurran en el oído y se dicen por teléfono los amantes, los cariños, las caricias: Los sitios más hermosos del mundo están en el cuerpo de mi mujer. Y, sobre todo, un inmenso agradecimiento: “Gracias por salvarme del fin de mis días” (Son para ti mis ojos); “Si no fuera por ti, / que me salvas literalmente la vida / manteniéndome sobrio, / quizás pensaría que vendí mi alma / al nombre abstracto equivocado / y que hubiese sido mejor/ entregárselo a la música” (Yo te di mi sangre para que mi sangre sobreviva).

Entre los versos se cuelan imágenes que recuerdan a la música, a los boleros, a jazz, a rock, incluso. “La lluvia es un buen lugar donde esconderse” evoca una preciosa balada de  Captain Beefheart y, como no, a Morrisey y The Smiths: “hay una luz que nunca se apaga”. Paisajes de lluvia (“Igual que bajo la lluvia / siempre hay un cielo que mira a un hombre”, Nada tan tierno como la auténtica fuerza) y paisajes nocturnos (“Cada noche cerrada es un buen trato / que amanece de nuevo”, Una época generosa). Todo ello, comprobamos en una celebración de la ternura: “Porque a mí lo que me escandaliza es la ternura, // que alguien sea tan valiente / como para convertirlo todo en un hogar” (Largo recorrido). Sin embargo, no todo es una eterna luna de miel, están las querencias antiguas, el destino apartado que amenaza en la sombra (“Cómo explicare / que el ser humano nunca abandona / ese peligrosa edad / en la que puede ver caer sus sueños. / Porque despertarse es eso que siempre cumplen / los sueños por cumplir”, La mejor versión; “Yo ignoraba la nostalgia / y la locura y la ruina y los excesos / por los que iba a pasar”, Rompe el papel). Se contrarresta en los poemas donde se describen esos pequeños júbilos cotidianos que los jóvenes amantes conocen: “Esta mañana, en el primer tren, / no hay diferencia entre mirar recuerdos en el móvil / o la solitaria oscuridad del túnel / que todos atravesamos buscando una luz” (Soñar es lo más bello de la nada); “Y con alas en las cicatrices / voy hacia el encuentro de esa locura, que nunca falla, que siempre deja / mejor sabor de boca que la razón” (Alas en las cicatrices); “Nunca creí que sería tan difícil escribir / sobre el lugar donde habito mis sueños” (Este sueño que somos).

Abel Santos sitúa la narración dentro de un contexto, del espacio laboral (“Es el trabajo perfecto para un poeta: / hay que ser buen conversador / y, al mismo tiempo, mantener la boca cerrada / (sobre lo que pasa en tu escalera)”,  El conserje), del espacio físico de la pareja (“Yo sé que no les saldrá bien: / a estos muros solo los mantiene el corazón / la elegancia secreta del erizo. /…/ Yo también vengo con dos amigos: / con mis dos pares de cojones. / Creo que me he explicado bien”, Un hogar a nuestra altura). La descripción de un momento vital pleno: “son las ganas que tiene el tiempo / de seguir viviendo” (Noche de poetas); “así lo siento: los poemas ya no me bastan / para atrapar en el tiempo instantes de mi vida” (El regreso).

Este nuevo Diario de un poeta recién salvado deja un resquicio al pasado looser, al reconocimiento de un yo que fue y que ahora no sale a la superficie (“la sensibilidad es / la mancha de algo que limpia / y no deja mancha. / La soledad solo existe si le das tu vida”, Despiértame cuando te vayas). Y un miedo, no solo a volver, sino a todo lo que se intuye en el futuro: “Te buscaría entonces en este libro / para que sigamos hablando dentro de un momento” (Diario de un poeta recién casado); “Yo sé que cuando sea mayor no leeré versos / porque tendré tanto que contarme” (El detalle); “No creo en el futuro. Yo creo ahora” (Un minuto y algo más).

“Y Dios, llorando, asombrado, en la nada,
por verme correr tan solo el riesgo
de vivir no sé qué vida que no amas,
tristemente con mis cosas bajo el cielo” (El último gesto antes del abismo)

 El espíritu que anima este poemario es de celebración del amor, de elogio de la amada y de confesión, de reconocimiento de este milagro que ha sucedido y seguirá sucediendo: “No hay mayor intimidad con el cielo que esa. / Ya sabes. El extraño / camino azul de los poetas” (El extraño camino azul). Y aunque los poemas tienen un valor en sí mismos y no solo como testimonio, no puedo dejar de sonreír y alegrarme con la complicidad a la que asistimos: “Tú querías un poeta loco en tu vida, y aquí me quedo” (El principio de todo). Y, sobre todo, porque, cerrando el círculo que comenzó en una lectura de poemas, “Me gusta el poeta que ahora eres / el hombre en el que te has convertido // lo dice todo el mundo” (Café recién hecho). Yo también.