Patricia González López nació en
Argentina y es licenciada en Relaciones Públicas. En su haber se cuentan los
poemarios: Indecible (Milena
Caserola, 2009); Maldad, cantidad necesaria
(Milena Caserola, Llanto del mudo, 2013) y Otro
caso de inseguridad (Santos Locos, 2018). en cuanto a narrativa, publicó Dos de Azúcar (Milena Caserola, 2010).
En cierta forma lo narrativo también forma parte de su manera de entender la
poesía. Las intensas relaciones entre vida y escritura estructuran este
Doliente. Un caso específico de poesía social muy alejado de los cánones más
ortodoxos de denuncia. En primer lugar se interioriza esa relación con el mundo
como punto de partida: “Leer los diarios para conversar, / dejar de leerlos
para vivir” (Demolición). Después
porque la realidad es la que despierta la imaginación a través de la cual somos
invitados al interior del yo poético: “Si alguna vez / un crimen sucede cerca
de casa / quiere dejar de / ser pobre y fea / … / tiene mucho que perder como /
para declararme culpable por unos pesos / tener ahorros y algo de fama / que
alcancen para convertirme en héroe” (Los
culpables).
El yo poético
que se va desplegando en Doliente
tiene mucho de malditismo updated,
también fuera de las convenciones del género: “No me perdono tener miedo / de
alguno un poco más sucio que yo” (Disculpas).
El dolor físico y el psicológico, el sufrimiento moral acentúan el sentimiento
de desamparo que desprenden estos versos: “La primera vez sentí cosquillas / la
segunda rutina / la tercera dolor / la cuarta desdicha”. Patricia González
López asume el sufrimiento ajeno: “Todo aquel / el que se suicida / estuvo
muerto antes; / a la muerte la hacemos
entre todos” y lo hace a través de los objetos cotidianos, los recuerdos,
anotaciones.
La conciencia
social no se ancla en la queja, sino en la rabia y en la lucha por evitar lo muy trillado: “No me enseñaron a
quererme / me enseñaron lo que hay que hacer para ser querida /…/ Me enseñaron
a ser deseada /…/ Soy habitante de la falocracia / me enseñaron venderme al
mejor postor / que por lo menos me pague el café /…./ que me cele, que no
grite, que me parta, que me encierre, me prohíba me sacuda me mate / siempre por pasión” (Ni muy trillado). Asume, por otra parte,
la obligación de compartir y la necesidad de apoyarse en los demás, en los
recuerdos, en la infancia: “La seguridad me toma / al sentir el olor a la pata
de mi abuela”; “Los productos de todo
nuestro árbol genealógico / los papás que se fueron por las ramas / los papás
que nunca quisieron ser / los papás de oficio / los papás de prestado / otros
fantasmas”
El resto de
relaciones humanas, en especial el amor, debe, por lo tanto tomar este
derrotero: “Me estoy enamorando –su lengua sabe rica– / algo no pasa –su
aliento sabe extraño–/ esto se termina –el olor a infección del final–“. Pues,
como comprobamos si tenemos abiertos los ojos, ni siquiera el cariño puede
evitar el sufrimiento: “Dos nenes dan a luz / a otro niño quince años menor, /
desde ahí va a saber / que toda tristeza / se topa con más vida” (Los nenes del barrio). El delirio se
puede convertir en un refugio (“Me hice amiga de hijos de paraguas / los
defendimos en todos los trabajos que pudimos”, Casa de paraguas), en especial contra la angustia de perder la
identidad: “Y si por fin / me abandona el miedo ¿qué me queda?”
La lucidez del
poeta corre pareja a un joven desengaño: “Quise estudiar para que no me pisen
// nadie me avisó, / que era transversal / a la dependencia / la relación de
aplastamiento / que la variación / de la libertad / era el traspaso / de un
encierro a otro”. Hay un verso terrible que resume este planteamiento: “La felicidad es inconveniente, / siempre se
carga alguna injusticia” (Solitario)
Esta es poesía
social como social es la vida. En la segunda parte, No queda bonito quererse, son las relaciones interpersonales, el
amor, quien cobra protagonismo: “El problema de la poligamia del otro / es la
monogamia de uno”. El tono se vuelve más sensual y carnal: “Tenía sed y ganas
de algo dulce / te creí una naranja / te tomé con toda la boca” (Navaja para juego); “Te besé porque
dijiste que entendías a los chorros, / pero después fui en camisa de fuerza” (Sube si me sigo bardeando por preferir a
quien le importo un rabacito). Sin perder la condición de cuestionamiento
social que ha se ha ido desarrollando en el volumen: “Ser un poco de ellas /
para fascinarte un poco más / ser otra mujer / y fascinarte más / que te
aburras” (Lo poco).
Puede tornarse
un poco más irónico: “Supongo que los gusanos también pasan hambre / supongo
que las víboras en algún momento lloran”. Y pasar, así, a una segunda fase en
la que el sufrimiento y el rechazo aparecen: “Estás confundido con esto de
rechazarme / soy ideal para vos / parezco perfecta / no rompo las bolas /…/ Te
dejaría que tengas romances afuera / lo que necesites / y mi devoción intacta.
/…/ No te muerdo más / no te pido más / que me abandones de vez en cuando”.
De nuevo
Patricia González se autoanaliza y se define, como una entidad y como el Otro:
“Soy un ser profundo / convertido a la hipocresía. // Me esfuerzo por ser
desprolija / cojo como una puta / y soy libre como un varoncilo”. De ahí, en Sobre ejercer el derecho al mal gusto, se
plantean las relaciones fantasmas, los recuerdos y la soledad: “Pero una vez
más mis palabras favoritas: / Revelación autosuficiencia, soledad”; “Éramos
improbables / tan irreales como decir: arrancar la dieta el lunes // ahora
juntos un trámite bancario / muchas pareado / esconden muestran transacción /
sin celulares o al ring raje // programa de amor peronista / dar y dar y dar”.
La interconexión con la escritura puede servir de clave: “(A este texto le
falta algo / pero no puedo / deducir qué. / Conmigo me pasa lo mismo)”.
Ternura infantil es la última sección
del poemario, y se acerca de nuevo al amor como eje de las relaciones humanas: “–quise
escribirte un poema de amor / y tuve que ir a los tuyos–”. Así se tratan las
relaciones, el amor y la entrega, la renuncia: “No quiero ser ladrona de lo
prohibido / no busco arrebatar lo improbable / pero lo posible me queda
incómodo”; “Tampoco me sentí invencible
/ cuando desvelé al infierno, / a las intenciones del destino”. Para concluir
que “Soy el propio ácido que no quema”. Se trata, en suma, de encontrar-se en
el mundo, con toda la mochila de expectativas propias y ajenas:
“Recién
entiendo
que pasé mi
vida
buscando a
quien echarle la culpa
de las faltas
de mi cuerpo
yo prendí
velas para ser perfecta
a medida que
te acercaba
yo aún rellenado
la sonrisa
y sin creerlo
estábamos
en casa
jugando a ser niños
que descubren
su cuerpo por primera vez”