miércoles, 28 de agosto de 2024

Reseña de José Iniesta: ‘Un tigre sin selva’. Renacimiento. 2024

Un tigre sin selva

 

José Iniesta es reconocible por su poesía celebratoria, capaz de ver el eje de la luz, cantar la vida o arder en el cántico. Sin embargo, confiesa, “Un tigre sin selva es un poema trágico. También es una elegía desgarrada a dos obras teatrales, Pato salvaje de Henrik Ibsen y Máquina Hamlet de Heiner Muller”. Del primero recoge el cuestionamiento entre la vida en la ilusión o la lucidez dramática. Del segundo, el ambiente de crisis moral y social del momento histórico que nos toca vivir. Para el autor la “Escritura como destino y moral, desde la gratitud, para esculpir la luz del tiempo, la plenitud y el vértigo al escalar mi cumbre (...) Búsqueda a ciegas de mi vida secreta, del dolor que en el fuego anhela ser amor, o cántico del mundo” (Prólogo a una canción salvaje). Siempre hemos compartido la ladera luminosa de la poesía, “La poesía es conciencia del dolor y la dicha, memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios”.

Tiempo y alma es el primer capítulo, el planteamiento: “Miradme en el final, / soy del principio, / estoy desnudo bajo la intemperie, / descalzo a cada paso de mí mismo” (Pasión por lo invisible). José Iniesta nos dibuja a los seres humanos como lanzados a la intemperie: “Yo soy lo que seréis en una cueva / donde el fuego dibuja en la pared / la sombras conmovidas de ser sueño” (Al otro lado del amor). Convertidos en seres deseantes, carecemos de guía y las que se proclaman abandonan al hombre: “¿Quién soy si ya no soy, si voy a tambos, / si caigo y anochece y me levanto / sin otra luz ni guía que mi sed?” (En una esquina dura). Somos deseantes y contradictorios (“Yo soy todas las voces, y soy una”, Un tigre sin selva) y el autor se define como “Pobre poeta inútil en la casa del frío” (Lugar sin dioses). Constata tristemente que “No existe en el desastre el paraíso. / No existe el paraíso en un poema” (La guerra del sueño). Los sentimientos que sirven de coordenadas son los más táctiles, las inmediatas: “Nada me pertenece y tengo frío” (En la fuente salada). Un tigre en la selva nos anuncia el sinsentido pero no deja vencer a la oscuridad, sino que es esperanzada: “Ofréceme, oh vida, en la maraña / del zarzal espinado de su muerte, / la boca que besará mis tristezas /…/ Regálame el instante del nacer / a todo sol de nuevo / y toda noche, / y que pueda creer un imposible, / el lugar de la grieta inesperada, / la raíz del ocaso entre las rocas, // el suceso increíble de su abrazo” (La grieta inesperada).

Precisamente esa es la causa existencial del sufrimiento, ser consciente de que existe una opción mejor, una justicia, una salvación: “No es solo la conciencia de lo justo, / el reflejo de tu sangre en las nubes / convertidas de golpe en tempestad” (Amor constante). Pero, sobre todo, la incapacidad de una sola persona de revertir el proceso y llevar la salvación: “Yo no soy nadie, vivo sin remedio /…/ Tan solo en posesión cantar la vida” (¡Habla, silencio!); “Soy un hombre actual, estoy perdido / por las rutas del oro hacia la nada” (El hombre actual).

José Iniesta, que siempre ha sido un poeta celebratorio, un poeta luminoso ahora se dirige a lo sombrío: “He quemado mis ojos, cuánta luz / porque temo olvidar / en la paz de la muerte, / la fontana de amor donde bebiera / la antigua claridad del agua pura” (Monólogo de ausencias). Ahora admite otro propósito: “Aprenderé a vivir sin ti, contigo, / bajo esta amena luz del mediodía / que ya no mereceremos” (La visita de las sombras). Este poemario es la constatación de que “Esta tierra sagrada / no tiene corazón” (La pregunta del átomo). La vida no tiene un significado inherente y el poeta debe crear su propio sentido y propósito, aunque parezca no encontrarlo: “Yo no supe entender tu sacrificio /…/ No sé qué pude ser, lo tuve todo” (Llanto sobre el ruido); ”Infinito, ¿me escuchas o estoy solo?// Yo soy el bosque que se venga /…/ y era el pato salvaje tiempo y alma” (Tiempo y alma). Quizás la relación padre e hija pueda ser un aliento de sentido.

La segunda parte, Vuelo a ciegas, contiene la forma de teatro, dividido en actos. Dirigiéndose al público que somos todos: “Mas vosotros, ¿quiénes sois? Oh, sí, sois público. Pobre gente agazapada que quiere saber más de lo que debe saber” (La oración de la nada, acto primero). Ya anunciaba en el prólogo la inspiración en dos obras dramáticas. En esta se pregunta: “¿Quién camina entre las sombras? ¿Y quién grita mi nombre si todos están muertos?” (La oración de la nada, acto primero). Para luego situarse en los escombros de Gaza y traer a la actualidad  la tristeza, el sufrimiento y lo absurdo de la vida. Un punto de vista básicamente existencialista. Dice El viejo: “Ahora no existo, soy los otros. Ahora soy el viejo mundo Está al otro lado, y mi nombre es Dolor, voy hablando al infinito” (La oración de la nada, acto segundo). Coincido plenamente, sin embargo, en no mitificar el desconsuelo, en no hacer épica del sufrimiento: “Jamás el dolor reveló la grandeza de espíritu”  (La oración de la nada, acto segundo). Poesía que descubre la sombre, pero no cae en el pesimismo. Era inevitable para la luz crear alguna sombra.

domingo, 25 de agosto de 2024

Reseña de Mara Leonor Gavito: ‘Transmigráfica’. Maolí editorial

 Transmigráfica de Gavito, Mara Leonor 978-84-943341-5-3


Mara Leonor Gavito compuso Transmigráfica entre el lado de allá y el de acá, desde Buenos Aires (1997) hasta Jaén (2015). Desde entonces podemos acertar a verla en algunos recitales de poesía o realizando algunas colaboraciones literarias. Este volumen se recrea en el hecho de la migración en el amplio sentido de la palabra. De un continente a otro, de un alma a otra alma, de una boca a otra boca. En el primer capítulo, Con el viento en la boca, se reúnen poemas en los que la comunión entre los cuerpos se entrelaza con los desafíos del lenguaje y el deseo: “Solo quedarme así, / con la palabra / arrancándome la boca”; “grito / y de mi boca solo sale / un hueco parecido al silencio”. En suma, dice Mara Leonor Gavito, “estoy derrotándome / sin excusa” (Paria). La relación es un desafío, una lucha (“En este juego / no hay posibilidad de empate. / Siempre hay alguien / se gana la derrota”) en la que poco puede hacer la palabra escrita: “Esa mano escribe en un papel para contarlo, / se cierra con furia, aplastándose sobre sí misma. / No dice nada más” (La tarde); “¿Y cuántas palabras tendrá que decir / hasta encontrar alguna certeza?” (Encrucijada). Tan solo queda un paisaje desolado, tan parecido a la intemperie: “este frío invierno calculado para el calor de los cuerpos / esta ciudad nos cobija desamparándonos” (Ciudad afuera).

El segundo capítulo, Primer hogar, cambia de registro y parte de una narrativa, una presentación general (“Otra triste alusión a la lluvia”, Primer hogar) para luego llegar al deseo carnal: “mejor la cama tu mano / mi mano te acaricia la saliva / el aliento las manos el vientre abajo / un segundo tus ojos se cierran / la piel el segmento entre el hombro /y el cuello las pernas mis pechos tu boca / mi boca tu sexo ahora más que ahora / todo lo que resta de ahora es más / y lo que fue hasta ahora / pero ahora ahora / amor ahora” (Primer hogar). La consecuencia traerá un nuevo ser: “se hace lugar como una palabra / que está por ser dicha” (Preñez). Llegan los poemas dedicados al recién nacido: “perfume de recién nacido: / bandada de pájaros / que hacia el cielo / se eleva” (Nana); “el mundo es maravilloso es amplio y es tuyo / cuando juega sobre las palmas mullidas / de tus manos naves” (Helena). Con esta revelación cambia el argumento: “La tela se descorre y descubre el fondo: / llamamos / amor al egoísmo / y / felicidad al engaño”; “No has aprendido a hacerlo de otro modo, / reconocés la felicidad / a la distancia / cuando ya es recuerdo”. Se abandona la protagonista y se transforma la relación: “la cama matrimonial / y un espejo en el que se reflejarán / nuestros cuerpos durmiendo distanciados / con esa bronca seca / creciendo entre nosotros / como otro hijo” (Casa nueva, vida vieja).

Nada dejó mantiene el erotismo en los versos: “Quiero que me acaricies y que me dejes plácida, / dormida como un cristal vuelto hacia lo oscuro /…/ Te pido demasiado, seas quien seas, / te estoy pidiendo el generoso milagro / de borrar mi memoria”. Especialmente en Celebración. Vista desde la perspectiva del paso del tiempo, dice la protagonista: “Solo pido / que las yemas de mis dedos / sean tan prodigiosas para el recuerdo / como lo han sido para el placer” (Territorio). Y luego ruega: “Esperanza sin destino / déjate caer”. Noche adentro, por el contrario, describe el proceso tenebroso de la distancia: “mientras tu boca / se llena de inútil saliva / y mastica / un lento y doloroso / silencio” (Poética); “No soy yo la que te llama: / solo de detrás de las paredes / en la noche” (Alborada). En este contexto, un poema dedicado a la violencia machista: “No es necesario que me grites, / que me insultes, que me digas puta / o imbécil o no sirves para nada /…/ solo basta con que, / dejando fluir tu naturaleza ancestral, / me vayas convenciendo, / poco a poco, / de que soy / tu criada" (Violencia de género).

El tiempo y el hijo es el último capítulo, que sirve casi como de conclusión. En un principio parece una rendición: “Primavera, / ahora que ya no soy capaz / de sentir nada” (Anhedonia); “Vivir es ir perdiéndonos, / irremediablemente” (Generaciones); “Hijo, tienes razón / –y esto no te lo digo– / no hay árbol nuevo ni hoja nueva / que pueda consolar / la tristeza de la historia sola / de cada hoja” (El tiempo y el hijo). Sin embargo, para terminar, es la esperanza lo que perdura: “Sigo buscando de pie / el poema que vertebra / mi columna anquilosada /…/ Títere sujetado por hilos imprecisos, / que también se vence / con el paso del tiempo” (Transmigráfica).

miércoles, 21 de agosto de 2024

Reseña de Jeymer Gamboa: ‘Jardín’. Ed. Liliputienses. 2024


Jeymer Gamboa es diseñador, editor y poeta. Entre su producción destacamos Días ordinarios, Nuestra película de vacaciones, Un proyecto de futuro y El desplazamiento circunstancial. Este poemario parte de una situación muy concreta: “Por distintas circunstancias tuve que alojar en mi casa durante tres meses el jardín de infancia al que asiste mi hijo (...) Esos días de kínder en casa fueron felices, tiernos y, cómo no, de aprendizaje. Por fin terminé de completar mi educación superior”. Recuerda al planteamiento de La escuela, el castillo de Tamara Doménech, también publicado entre nosotros por Liliputienses.

La experiencia con niños del jardín de infancia le permite analizar cómo se construye el conocimiento y cómo se valora la poesía y el arte: “Manchas salvajes y rayos hechos con colores intensos. Me causaban mucha intriga. Como si contuvieran algún tipo de mensaje secreto o misterio que yo debía descifrar. Si nos atendemos a lo que dice Walter Benjamin, esto es un fallo de mi mirada adulta”. El propio autor lo confirma: “estar cerca de la infancia es una forma de preguntarse qué es lo importante”.

En el volumen encontramos las reflexiones en primera persona (“Me pueden confundir sus voces, pero no su llanto”) y otras joyas encontradas como “Vamos a comer, ya se puso contento el arroz” y otros aforismos oídos en el kínder: “Los huevos del supermercado son parecidos a los huevos que ponen las gallinas”; “Tata lee un libro con letras y yo leo un libro con gatos”…

El resultado es muy revelador: “Qué hermoso regalo me había ofrecido mi hijo y al inicio no supe verlo. Me sentí fatal de mi primera reacción. Yo tan estudioso de la vanguardia artística, los dadaístas, Gurdjieff y todo eso, y me ofuscaba porque mi hijo de dos años se metía un hipopótamo en el zapato” (Un hipopótamo en el zapato).

La segunda parte es una retrospectiva, una especie de diario del embarazo junto a cartas al futuro bebé: “Cuando me enteré de que iba a ser papá (...) sentí que me habían instalado un chip en el cerebro (...) Tampoco te da ninguna herramienta para darle contención a la persona que eras antes de ser padre, mejor dicho, para despedirse de esa persona, para hacer ese duelo” (Pestañas). Además de las dudas, las incertidumbres y los miedos típicos que hemos sentido los que hemos sido padres (“Nos preguntamos cómo escucharás todo esto desde allá dentro. Nuestras rocas y las maravillas de la gata. La lluvia y la música de esta época”, 16 de junio), tenemos aquí un libro precioso, lleno de ternura y algo de ingenuidad. No puedo dejar de coincidir con algunas anotaciones especialmente: “Estos ocho meses han pasado rápido y lento. De las dos formas” (29 de agosto); “Naciste hoy (...) y aquí estamos en la casa, sin saber qué hacer” (25 de setiembre).

Jeymer Gamboa tiene la sensibilidad de detenerse y no arrastrarse por lo convencional: “No sé por qué los padres siempre tenemos mucha urgencia por escuchar las primeras palabras de nuestros hijos cuando lo maravilloso son los sonidos que anteceden a estas primeras palabras” (26 de octubre). Estos son los momentos del asombro: “Estoy muy asombrado de mirarte la manita por primera vez. Parece que te demanda un esfuerzo enorme. Al final, cuando juntas el pulgar con el índice, como si agarraras por el tallo una flor invisible, terminarás en llanto” (1 de diciembre); “Resultó que el fisioterapeuta también es cellista como tu madre. Le dijo que había que mover los dedos sobre tu cuello como un vibrato” (26 de diciembre). No quiero privarme de la sonrisa cómplice recordando esos momentos de debut como padre.

La última parte, titulada Los poemas cortos, van desgranando anécdotas: “El primer chiste de Florián. Ahí viene de nuevo: Tata, ¿me ponés alcanzar la luna? y su sonrisa es del tamaño de la luna” (El primer chiste que contó Florián); “Cuando estabas recién nacido / tu madre decía que tu llanto / sonaba como una impresora” (La paternidad me devolvió a los poemas cortos). Y así nos damos cuenta y disfrutamos de la capacidad, no solo poética, sino metafísica que podemos aprender de nuestros hijos pequeños: “Los juguetes que compuso para su hijo / en realidad los compuso para mí (...) Mi hijo pregunta: cuando vos eras un bebé, / ¿yo era el que te cuidaba?”; “En el rincón de lirios amarillos / la luz quedó atrapada en una telaraña” (Ventana de la cocina). Un ejemplo precioso es cualquier conversación que remata con una pregunta que desarma: “¿Qué estás escribiendo? / Escribo sobre cosas que irradiaban belleza y dolor / al mismo tiempo. / ¿Son cosas raras? / Tienen ese tipo de luz. / ¿Por qué se llama cuaderno?”.

Jardín es un libro de poemas que sorprenden por su original rotundidad, por la belleza prestada de las voces de quienes todavía no han sido domesticados por lo convencional, lejos de teorizaciones y de rigideces académicas. Así debería ser siempre el poema.

domingo, 18 de agosto de 2024

Reseña de César Rodríguez de Sepúlveda: ‘Pájaro en la luz’. Mahalta. 2023

 Pájaro en la luz: 13 (Mahalta Poesía)


 

Libro tras libro, el tardío César Rodríguez de Sepúlveda se está confirmando como una de las voces poéticas más potentes, versátiles y dueño de una voz a la vez lírica, irónica,  con un dominio portentoso de la tradición. Pájaro en la luz cuenta con el prólogo de Samuel Serrano. Desde el primer poema introductorio, Hermosa catástrofe, asistimos a un espectáculo heredero del barroco más actualizado: “El amor, yo no sé, era como la nieve, / que escribe por la noche una ciudad distinta, / y no podemos ya vivir sin su hermosura /…/ El amor, yo no sé, fue una hermosa catástrofe”. Conceptismo, paradoja y lenguaje cotidiano actual.

La primera parte se titula Nociones de vuelo, con poemas de celebración de la belleza: “Porque es toda belleza / el misterioso encuentro / de la lenta fatiga de los días / y una luz misteriosa que viene de muy lejos” (Mester de vidriería); “El misterio de la luz / se estrena / en la hoja inmaculada” (Nostalgia de la nieve). Será este motivo un tono persistente en el poemario, aunque luego también, con punto de partido en otros argumentos, como la mitología, encontremos versos de mayor dolor o ironía: “Un padre nunca sabe si su angustia, / su dedicación, / sus consejos, / su amor, le servirán de algo a su hijo / cuando levante el vuelo, mal armado / contra el viento y el sol y la desgracia” (Dédalo e Ícaro). Disfruté mucho de esa especie de Kavafis revisited que es el magnífico Ni decoroso ni dulce: “Sé ruin sabandija, pero salva la vida”.

Cesar Rodríguez de Sepúlveda es un enamorado de la palabra, de la poesía, de la literatura: “Fruto de la paciencia es el milagro / de la palabra nueva, que hará crecer el mundo” (El mágico prodigioso). No es de extrañar los homenajes a Salgari, Tintín: “Reconforta saber / que, aunque ahora esté cerrado para siempre, / existió por un tiempo el paraíso” (Las enseñanzas de Tintín). O, en general, jugando con los cuentos tradicionales, como en la versión de  Érase (solo) una vez “Disfruta de tu viaje sin apremios. / Olvida que te esperan, poco importa. / Que se ocupe tu abuela de esa vieja / disputa que se trae con el lobo, / tierna Caperucita, / y que se apañen si ti al final del cuento”. Tampoco extrañan los homenajes literarios: “más dulce es naufragar dejar el juego / irse desvaneciendo en la renuncia, / en la gris elegancia del olvido” (Bartleby).

Al final uno, en lugar de ir entresacando versos memorables, tiene que optar por recomendar poemas como Fuera de juego o Identidades. Luego, se deja uno llevar más que ir desentrañando la estructura y el artificio, pues, como dice en El poema: “Por más que el ojo procura averiguar / no cuenta su secreto / el poema. / No se deja escribir, / aborrece lo nítido, / odia la transparencia”. En este oficio, comenta el poeta, hay “Poemas hay que fluyen / con la gracia de un cisne, navegando: / blanco resplandeciente sobre azul /…/ Y otros hay que luchan / para salir a flote /…/ y consiguen –a veces– llegar a tierra firme. // Y en las alturas no hay temblor ninguno” (Impureza); “Y es verdad que hay en los adjetivos una cierta lujuria” (Altos cúmulos).

La celebración de la belleza toma la faceta de écfrasis en gran parte de la obra poética de César Rodríguez de Sepúlveda con una maestría extraordinaria: “Lo mismo que no entiende / tu inexorable luz mi amor sencillo / que aguarda la limosna de tu abrazo” (Magdalena a los pies de Cristo). Especialmente en Lectura de las sombras, segunda parte del poemario y escenario para ir desdoblándose en otras identidades, como sabiamente hacía Felipe Benítez Reyes o jugando con fuego, José Luis García Martín: “Locuaces son los muertos / a poco que uno aguce / el oído (y yo siempre fui curioso)” (Una lápida más en Spoon River); “Lo que escribió un fantasma de hace quinientos años / te está diciendo ahora qué buscar y quién eres” (Leyendo a sir Philip Sidney). Memorables los versos dedicados a dialogar con estatuas, “Venciste con engaños, y bien sabes / que la lid no fue justa. Aun más: ¿seguro / que has vencido, Perseo? Mírate / Tu corazón no late, no respiras. / Eres de bronce. Al fin, venció Medusa” (Bronce); “Abolieron la danza de tus brazos, / mutilaron tu lengua silenciosa” (Venus de Milo). O el precioso Románico.

Damos un paseo por lugares misteriosos: “Tu destino es perderte en la dulce espesura / de esta selva de voces  de este bosque de libros” (Entremos más adentro en la espesura); “Acaso fue un paréntesis, o un sueño, / el tiempo en que creímos que existía esperanza para el hombre” (Andelkrag); “Y en un saco, el amigo, / sorteando peligros, sollozando / por tu suerte y la suya, / llevaré de regreso tu corona, / ciñendo tu cabeza cercenada” (Kafiristán). Escenarios fantásticos que cuentan la verdad sobre nosotros mismos en los argumentos mitológicos. Con el peculiar sentido de la ironía y la intertextualidad mejor entendida, podemos situarnos en poemas del Siglo de Oro: “qué alegría saber que he de quemarme / para siempre en tu fuego; sí, ahora” (Canción del enemigo enamorado); o del barroquismo más exquisito (L’incoronazione di Poppea); o la mixtura de Odiseo en el Monument Valley (“un destino peor para Odiseo / que no llegar a Ítaca: Hallar su isla ocupada por los bárbaros”, Centauros del desierto).

Incluso cuando decide fijar en un objeto cotidiano, derrocha el poeta sabiduría y exquisito cuidado: “Irse gastando al escribir / sin comprender lo que se escribe. /…/ No hay un final feliz. Queda lo escrito” (Un lápiz). Este es un poemario de gran y obstinado amor a la literatura: “Nunca la encontraré, te dices con tristeza, / y aún así no te marchas de aquel palacio viejo / y sigues recorriendo sus estancias desiertas” (No vendrá hoy la poesía). Y esta dice la verdad de nosotros, ya sea en arrebatos líricos o en los recuerdos de la inocencia infantil retomados desde la madurez: “Que la esperanza de un final feliz / no perturbe la helada perfección de este sueño / pues también las perdices se acabarán un día: / tras el festín acechan la vejez y la muerte” (Para salvar a la Bella Durmiente). Sin embargo, no olvidemos que, tras la erudición, el sentido del humor, la elegante métrica, este es un poema de Amor, con mayúsculas: “Y se acercó a la cueva. / Y, pájaro de luz, ella cantaba” (Más allá de la noche).