Cuando decimos que el ser humano
es racional parece que olvidamos la multitud de actuaciones que realizamos por
razones peregrinas. La razón no es siempre razonable, ni lo razonable tiene
siempre la razón. Somos capaces de defender una posición y su contraria, no sé
de qué manera las personas gozamos, porque es gozar, de una ceguera selectiva
para ciertas disfunciones. La psicología habla de sesgos cognitivos, pero
también insiste en la disonancia cognitiva. En ocasiones, cuando nuestras
creencias son muy poderosas o se atacan las bases más esenciales de nuestra
personalidad o nuestros intereses, transformamos la realidad, es decir, nuestra
percepción de la realidad se funde con la fantasía y afirmamos que el dios
único es trino.
La
deseabilidad social, esa necesidad que tenemos de agradar a los que nos rodean,
es muy chivata, porque obliga al hablante a conjugar un discurso supuestamente
aceptable, con las ganas irrefrenables de expresar lo contrario. Puede
conseguirlo, sin duda, pero la comunicación no verbal, e incluso la verbal,
suele delatarnos, como un finiquito en diferido con simulación de contrato. De
manera usual las frases comienzan con “yo no soy…., pero…”. No soy racista,
pero los gitanos, los inmigrantes, los musulmanes… El subtexto es muy
elocuente. No me gusta ser racista, pero lo soy. No está bien visto ser un
racista, pero me sale de dentro.
No
nos gusta que nos pongan en evidencia. Odiamos constatar que no somos tan
perfectos como nos gustaría. Asumimos de muy mala gana que obramos mal, que no
hacemos lo suficiente o que somos algo hipócritas. Lo sobrellevamos si es un
buen amigo quien nos lo advierte, pero en los demás casos, echamos tierra a la
amistad, o ponemos tierra de por medio. Lo vemos demasiado a menudo. Sospecho
que en el miedo al dentista pesa tanto el dolor al instrumental como el
bochorno de que nos recuerde que no nos cepillamos bien, no usamos
correctamente la seda dental… Ellos lo saben y algunos son condescendientes. A
fin de cuentas no se pueden permitir el lujo de perder clientes.
En
el plano moral o en el político sucede algo parecido. Quizá nos veamos como
seres bienintencionados, con un compromiso mucho mayor y una conciencia sobre
los temas candentes mucho más clara y pura. Aun así, hay activistas que
realizan su labor de manera más comprometida. Estamos por encima de ellos.
Nosotros, al menos, no tenemos contradicciones. O no somos capaces de
percibirlas.
Me
aventuro a sospechar que algunos de los movimientos sociales contemporáneos no
tienen buena prensa porque nos recuerdan las pequeñas miserias que
cotidianamente cometemos. Mucho se está hablando del ecologismo a cuenta del
movimiento encabezado por Greta Thunbert. Las despiadadas críticas como las
benévolas siempre hacen hincapié en lo peligroso que puede ser el integrismo
ecologista. A un paso del ecoterrorismo, dicen, ignorando, no sé si
deliberadamente, los cientos de asesinatos de líderes locales en América
Central y la Amazonia. Y mucho antes que esta jovencísima líder, no hay excusa.
El ecologismo cae mal porque nos pone delante de las narices lo poco que
hacemos para conservar el medio ambiente y lo mucho que seguimos haciendo para
empeorar nuestras propias condiciones vitales.
El
hecho de que esta mala conciencia esté patrocinada es también motivo de debate.
Sorprende muchísimo que se desprestigie este movimiento porque hay oscuras
tramas de energías alternativas o millonarios que, con cara de filántropo, se
estén forrando con esta publicidad. ¿Cómo somos capaces de olvidar los lobbies
de energías contaminantes, como el carbón, el petróleo o la energía nuclear?
¿En serio creemos que son más poderosos? Por eso consumimos la mayor proporción
de energía eléctrica proveniente de energías verdes.
Quizás
la mala conciencia esté patrocinada precisamente por estos contaminantes en el
sentido de decirnos a la cara, tú también contaminas. Incluso las vacas
contaminan. Tanto que olvidamos la principal fuente de contaminación, que son
las industrias basadas en el carbón, el petróleo, los desechos y la falta de
control.
El
veganismo se presenta como una opción moral (qué curioso, también habla de la huella
contaminante de la industria cárnica) y por eso tendemos a rechazarlos. Los
moderados porque estamos incómodos. Los más insensibles aprovechando argumentos
soeces ad hominem, o ad mulierem en las últimas semanas.
No
solo el machismo es el gran enemigo de la igualdad. El feminismo debe luchar
también contra la inacción de los que creen que con la igualdad legal está todo
conseguido y por ver un par de mujeres en puestos importantes ya es suficiente
para constatar que cualquier mujer está en las mismas condiciones para alcanzar
cualquier puesto o cargo. Y sabemos que no es cierto. Sabemos que hay mayoría
femenina en el estamento de los jueces, y sin embargo, ni una en el Consejo
Superior del Poder Judicial.
Personas,
varones y mujeres de bien se sienten cuestionados por sus actitudes machistas,
aunque sea en esos micromachismos cotidianos que se van escapando y que dentro
de unos años nos parecerán inverosímiles. Varones que no se sienten machistas
ven con desagrado lo que consideran una exageración. Exageración es decir que
el feminismo está acabando con la cultura y la libertad, como defendía un
ilustre liberal unido sentimentalmente a la crema de la prensa rosa. ¿Cómo voy
a ser machista yo? Frase que he escuchado demasiado a menudo para comprobar,
acto seguido, que se siguen insistiendo en las mismas discriminaciones absurdas
entre hombres y mujeres. No vemos la incoherencia. Y nos importa.
Abogamos
por sentirnos todos hermanos, pintamos carteles con todas las razas, celebramos
la epifanía del niño Jesús como símbolo de la llegada de la Palabra de Dios a
todos los pueblos. A la vez tememos al que viste diferente, al que tiene
aspecto de ser más moreno, que viste con otras costumbres. Sospechamos de los
menores cuando se nos cae la baba con los niños. Así somos. No nos importa
porque los progres son peores, son capaces de comprarse grandes caserones,
celebran bodas con lujos, compran ropa o coches de gama media o incluso alta.
Les exigimos que sean como sus votantes porque son incoherentes. No pueden
representar a los pobres si no lo son. Por lo visto los partidos conservadores
no tienen obligación de representar a toda la población, pobres incluidos, y
por eso pueden hacer exhibición de descocada inmoralidad en sus gastos.
Lo
que nos duele es la conciencia de una culpa que podríamos subsanar, que
implicaría compromiso y constancia. Un poco de reflexión porque, además, todos
saldríamos ganando. Preferimos la culpa sin necesidad de reparación, porque no
obliga a nada y nos da la sensación de ser buenos por reconocer el pecado. La Iglesia
lo sabe, y, para no perder más adeptos conjuga sabiamente la regañina, la
acusación perpetua de la culpa con la condescendiente suavidad del perdón. Nos
permite entrar como pecadores, y poder volver a serlo mientras estemos en el
seno de la Santa Madre. Dios lo perdona como un padre. El problema es que el
planeta no se puede permitir ser tan débil de carácter. No perdona porque moriremos
aplastados en la basura y la contaminación.