Observar
cómo los hinchas de los deportes corean, gritan, se exaltan, insultan todos
juntos es una experiencia inquietante. Enrique Carretero sostiene con mucho
acierto que el deporte asume, podríamos decir, el lugar que la religión tenía
en sociedades históricas. La religión como re-ligio, re-ligar, como la comunión
de cuerpos además del dogma, los ritos, la sensación de estar juntos. Si Max
Weber habló del desencantamiento del mundo como fenómeno que sucedía en las
sociedades industriales, donde el racionalismo se imponía a una visión mágica,
ahora habría que hablar, como hacen Michel Maffesoli y muchos otros, de un
re-encantamiento. Nuevos fenómenos actúan como religión, y no sólo el
nacionalismo en su vertiente más fundamentalista. Tenemos el ejemplo del
deporte, también el de la música. En el deporte la identidad grupal es mostrada
en el exterior mediante camisetas, bufandas, colores, signos más o menos
conocidos entre los integrantes, que les sirven de unión entre ellos y de
diferencia con los otros. Los conciertos también se convierten en un rito
colectivo, coreando, gritando, saltando ante un sacerdote que oficia una
ceremonia sin duda catárquica. La prueba de que no se trata de oír arte la
tenemos en los dj’s. Ellos ni
siquiera componen la música que suena, pero son adorados como la reencarnación
de la sustancia sagrada. Los administradores del nous sagrado.
¿Por
qué sucede esto? Decía el gran Chesterton que lo malo de dejar de creer en
Dios, es que se acaba creyendo en cualquier cosa. ¿Es que hay necesidad de
creer? Así lo piensa el científico Dean Hammer, quien creyó identificar un gen
''divino'' en la variante genética VMAT2. Quienes poseen esa variante tienen
mayor tendencia a tener fe, independientemente de la religión que profesen. Dean Hammer es un genetista, director del Centro Nacional del Cáncer de los EEUU y lo propuso en 2005 (The God Gene: How Faith is Hardwired into our Genes). Su hipótesis
está basada en estudios psicológicos, neurobiológicos y conductuales y sostiene
que la espiritualidad se puede cuantificar y es parcialmente hereditaria, la
referente a dicho gen. Por último añade que la espiritualidad favorece a los individuos
en la selección natural porque les dota de un optimismo necesario para afrontar
las dificultades de la vida.
Evidentemente no voy a entrar a discutir este despropósito.
Me resulta fascinante la necesidad que existe de encontrar en los genes la
respuesta para todo. Se basa, creo, en un prejuicio bastante extendido que
identifica lo natural (en este caso, los genes) con lo bueno, y de paso asocia
lo artificial (en este caso, la cultura) con lo forzado, contra-natura,
reprobable y perjudicial. En el caso del que comenzamos hablando, simplemente
podríamos decir que gritar al árbitro o festejar un gol como si fuera el
segundo advenimiento no es más que desfogarse, dejar sacar la fiera que
llevamos dormida dentro. Y eso es bueno.
En la sociedad bien entendida, hay que ocultar lo que de
animal tenemos. Norbert Elias hacía un relato de la civilización como la
ocultación progresiva de los comportamientos animales. Toser, sonarse, comer…
todo necesidades naturales se regulan y ocultan en la sociedad en un recorrido
que dura siglos. El éxito de las hamburguesas y los nuggets de pollo frente al rechazo a la lengua de toro no sería
tanto de textura o sabor, sino porque esta última recuerda más al animal.
En contraposición, y de una manera cíclica, aparecen
movimientos y sensibilidades que pretenden devolver al hombre a sus instintos,
a sentir la the call of the wild.
Pedagogías que pretenden respetar los ritmos naturales de los niños;
psicoterapias para que aflore nuestro animal interior; frases new age para que nos sintamos como lobos
aullando a la luna.
Muchas de estas tendencias se hicieron visibles en los años
70 del siglo XX, cuando parecía que el sistema económico y social había saciado
al hombre medio, que el Estado del Bienestar había calmado las ansias
ancestrales de quienes tenían una casita, con sus electrodomésticos y sus
vacaciones. ¿Cómo podía ser que a medida que se iban alcanzando los objetivos
de bienestar material, de comodidad doméstica –en aquellos momentos, se
planteaba incluso la mejora de las condiciones laborales-, de fin del trabajo y
la sociedad del ocio, cómo podía ser que aumentaran la tristeza, la desilusión
y la depresión? Habíamos sido domesticados, habíamos enterrado nuestro ser natural.
Terapias como el Grito Primario de Arthur Janov o chifladuras como las de
Wilhelm Reich y su orgón tenían el
terreno abonado. El verano del amor de beatniks y de los hippies, también
hundió sus cimientos en recuperar la franqueza, entendida como animalidad, en
las relaciones y el amor.
Se ha convertido también en un tópico de novelas y del cine
señalar que el ser humano necesita su dosis de sufrimiento, de riesgo, de
violencia, de lo salvaje. J.G. Ballard, en Super-Cannes
imaginaba una urbanización de lujo específicamente pensada para que los
grandes ejecutivos tuvieran a su disposición todas las cosas a su alcance,
drogas, sexo, comodidades, relax para que volvieran al trabajo con ansias
renovadas de ganar dinero. Pero lo que constataba el psicólogo del complejo era
que no conseguían salir de un tedio y un abatimiento casi patológicos. Ni
excesos, ni lujos conseguían tranquilizar sus almas, hasta que por accidente se
ven envueltos en un robo y los ejecutivos reducen al ladrón utilizando la
violencia. El subidón de adrenalina fue tal que el psicólogo probó a ir
realizando salidas, como razzias para
apalear a pequeños delincuentes, proxenetas, o inmigrantes… La sed de sangre
calmaba sus espíritus.
El club de la lucha,
novela de Chuck Palahniuk y película de David Fincher, inciden en la necesidad
de la violencia para equilibrar la psique. Jack London viene rápidamente a la
mente, pero incluso en una serie de televisión tan buenrrollista como Doctor en
Alaska (que, por cierto, estoy revisando estas noches de verano) propugnan
también la necesidad de enfrentarse cara a cara con la muerte, con el dolor,
con la naturaleza.
Convivir en sociedad modifica las funciones animales del ser
humano. La cuestión es a qué precio. Es curioso que seamos capaces de regular
instintos animales tan elementales como la comida o la defecación y nos
sintamos tan incapaces de regular instintos asesinos en ciertos humanos. En el
fondo, regular nuestros instintos tiene también aspectos biológicamente
positivos. El uso del retrete nos aleja del peligro en el que podríamos estar
realizando unos actos que nos dejan indefensos, aleja también el peligro de
malos olores y de bacterias e infecciones. Natura y cultura pueden ir de la
mano.
De hecho, creo que la cultura es capaz de realzar aspectos
naturales en el hombre y ensombrecer otros. ¿Cuántas veces hemos escuchado que
los hombres son infieles por naturaleza y que las mujeres tienen instinto
maternal de serie? En los años 60 y 70 lo natural venía caracterizado por ir
contracorriente, por ser antiburgués y defender el amor libre. En los 80, por
la codicia de Wall Street (Oliver
Stone, 1987 y 2010). La terapia de soltarse, de hacer el ganso, de perder la
vergüenza, de expresión corporal, tan necesaria para los actores, se traspasa a
la sociedad como si fuéramos conscientes, trágicamente conscientes, de que la
vida en sociedad es el gran teatro del mundo.
En estos tiempos inciertos, lo que está de moda es la
risoterapia, ya no se estila la terapia del grito, ya gritamos bastante de
dolor por las necesidades, en las manifestaciones, por la pérdida del trabajo, por
la crisis, por los recortes.