domingo, 29 de junio de 2014

Las despedidas



Van pasando los días y no nos vamos dando cuenta de que la vida pasa. Sólo la vemos cuando miramos atrás o cuando hay momentos que dan un giro, en los ritos de paso, en los grandes acontecimientos o cuando nos entretenemos viendo fotografías antiguas. La metáfora de la vida como camino tiene un corolario, los caminos se bifurcan y vas dejando a un lado oportunidades y recuerdos. La mayoría de las veces no somos conscientes de que saludamos a alguien que tardaremos mucho tiempo en volver a saludar. Quizás sea la última vez que nos veamos.

Pero no queremos pensarlo. Es una inconsciencia que nos procura salud mental. No creo que nadie pudiera soportar la tensión de saber con certeza que un abrazo, una sonrisa, un adiós con la mano sean los últimos que le damos a alguien. La terrible sensación de lo irremediable. 

Nos arrepentimos muchas veces de no haber dicho algo, de no haber hecho algo, de haber hablado o quién sabe, pero confiamos en la posibilidad de arreglarlo. Si una amistad se enfría, siempre quedará tiempo para un café, para una cervecita, para una conversación. Aunque sabemos seguro que muchas veces no será así. La vida sigue, nos repetimos mentalmente.

Te despides de alguien con cariño, procuras que sepa que aprecias a esa persona, le dejas un detalle. Te das la vuelta y durante un rato piensas y repiensas si has dicho lo suficiente, si el apretón de manos hubiera debido ser más firme, el abrazo más sentido. Tu mente lo aparta porque no merece la pena arrepentirse más. Además hay despedidas momentáneas y despedidas definitivas.

No importa, tienes su teléfono, ha apuntado tu email. Mantendremos el contacto. Al principio con esa extraña urgencia de remediar lo que no pudo ser, después se van enfriando los hábitos, se relajan las llamadas, se dejan sin contestar los emails. Nos diluimos en la bruma. Quizás dé pena, pero así es la vida, nos repetimos a nosotros mismos.
Me gustaría poner palabras que reconforten, que curen o al menos que alivien esa soledad en la que nos quedamos cuando abandonamos algo, alguien, nos abandonamos en el pasado de los recuerdos. Sabemos que nos quedará una tristeza cierta. No lloraremos de igual manera abandonar un juguete de la infancia que el recuerdo de una frase. No dolerá lo mismo una noche aunque no se vieran las estrellas que otras en las que no se ve la luna. Y por muchas noches que pasen sentirás el vacío cuando mires la habitación con una cama que no se deshace. 

Muchos podrán decir: arrepiéntete ahora que puedes solucionarlo, toma el teléfono, atraviesa las calles, habla… Pero no olvidemos, no debemos pasar por alto que la vida son más que recuerdos, que la vida es lucha, que es un día a día, que olvidar o recordar pertenecen a nuestra deriva. Aprender que un mundo mejor se consigue decidiendo las batallas en las que nos involucramos. Ni olvidar todo ni recordar todo. Que no puede ser, y además es imposible, nos repetimos. También hay necesidad de decir adiós a cierta gente y a ciertas cosas.

Cuando nos despedimos de algo, cuando dejamos una casa, cuando abandonamos una ciudad, cuando empaquetamos libros y objetos recapitulamos nuestra propia vida. Nos abandonamos un poco a nosotros mismos, nuestro propio yo que se queda en esa casa, en esa ciudad, entre las páginas de un libro, en el aire de primavera. Son personas, objetos, lugares que nos han facilitado ser como somos. Despedirnos de ellos es despedirnos de nosotros mismos.

¿Cómo nos llamamos entonces a nosotros mismos? ¿Tenemos nuestro propio email? ¿Cómo recordamos quiénes éramos cuando vivíamos en esa casa, cuando saludábamos a quienes ya están lejos? Ya no somos los mismos, nunca seremos los mismos. Por eso, cuando hablamos con alguien después de una larga temporada, intentamos recuperar no sólo su imagen, también la nuestra. Pero nuestras vidas se han separado, y ni uno ni otro somos los mismos que fuimos.

Me gustaría decir que no soy persona de nostalgias, que realmente no me gusta el pasado y que lo único que quiero es encontrar mi lugar en el mundo. Pero es que mi lugar en el mundo se compone de un escenario y de unas pocas personas a las que siempre querría tener a mi lado. 

Viendo cómo se van creando nuestros recuerdos y cómo se van perdiendo a la vez no sé qué quedará de cada uno con el paso del tiempo. No podemos añorar todo con la misma intensidad a cada momento. Echamos de menos a las personas, a los objetos, a las sensaciones de azahar, al sabor del vino, al sonido de las noches de verano. 

Nos repetimos a nosotros mismos, la rutina. Gracias a la rutina superamos las despedidas, nos abandonamos y la vida tira de nosotros sin dejarnos pensar siquiera. Cada mañana que sigue a cada noche, a cada desayuno y a cada paseo. 

Nos repetimos a nosotros mismos porque así es la única forma de ser, de convertirnos en nosotros mismos, cada día iguales y cada día distintos; para que, cuando miramos atrás, echemos de menos no sólo a las personas, a los lugares, a los objetos, a las canciones, también echaremos de menos a quienes fuimos. ¿Quiénes somos ahora que dejamos en el camino a quien fuimos? ¿Quiénes somos cuando vamos dejando en el camino a todos aquellos con quienes fuimos?

domingo, 22 de junio de 2014

Fragmentos para una teoría política (2). Lo imposible y lo impensable



Cuando queremos desacreditar a alguien como iluso muchas veces lo acusamos de “utópico”. La utopía representa todo aquello que sería deseable pero imposible de conseguir, siendo así sus perseguidores, pobres inocentes destinados al fracaso. Y a menudo terminamos de rematar la faena recordando que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Y zanjamos la cuestión.
El estudio de la utopía representa en el pensamiento filosófico y sociológico un campo apasionante. Confieso que fue mi primera idea para la tesis. Karl Mannheim, Habermas, Bloch, Paul Ricoeur ya trataron el tema de una manera exhaustiva, en especial contraponiendo el pensamiento utópico con la ideología. Es la sociología del conocimiento que considera “ideología” como aquel pensamiento –deformado- que contribuye a mantener el status quo, mientras que la “utopía” es aquel pensamiento –deformado- que quiere contribuir a conseguir un mundo mejor. Ideología y utopía son dos caras de la misma moneda, dos lentes con las que vemos la realidad. Una realidad deformada, una falsa conciencia.
¿Para qué sirve, entonces, la utopía? La utopía es un horizonte, un lugar a donde dirigirse, sabiendo que nunca se alcanza, que cuantos más pasos demos, más pasos se aleja. La utopía nos orienta, porque no es lo mismo andar hacia el oriente que a poniente, hacia más libertad o hacia más orden, hacia más igualdad o hacia más clasismo. Cada persona tendrá un norte, una brújula, y tendremos quienes nos perdemos en un bosque en el que se oculta el horizonte.
No todos tenemos, evidentemente los mismos sueños, pero en lo que nos parecemos es en la claridad con que los tenemos. Son tan evidentes que no podemos comprender cómo otros pueden tener dudas, cómo pueden desear otras cosas que claramente nos llevan al desastre. Sólo hay una explicación posible, los demás están engañados – o tienen mala fe, pero dejemos eso al margen-. Por eso se dice que la ideología es la de los demás. Nuestras ideas son realistas.
Podemos sospechar que un dependiente tenderá a pensar que los clientes roban por sistema mientras que los compradores sospechan que los tenderos engañan con el cambio. Es decir, cada uno tiene unas ideas sobre el mundo dependiendo de su posición, de su cultura, de sus intereses, de sus aspiraciones. Los ricos tendrán ideas de ricos, los emigrantes tendrán ideas de emigrantes, los guapos tendrán ideas de guapos. La “ideología” de cada persona está condicionada por su condición material, por su vida, por la sociedad en la que vive. No creo que esto sorprenda a nadie.
Lo interesante de estas ideas sobre lo que sería deseable es que también están determinadas socialmente. La utopía depende también de su época histórica, de la clase social y la experiencia personal de cada uno. Y por supuesto, se contagia.
Como decía, al principio pensé en investigar la utopía. No porque estuviera obsesionado con los cantautores ni con el mayo del 68, sino como medio de acercarme al imaginario político de las personas corrientes. Para ello pedía a mis alumnos que me hicieran una redacción contando cómo sería su mundo perfecto. No el mundo al revés, sino un mundo perfecto.
Lo primero que me llamaba y me llama la atención es que la mayoría de las frases empezaban: “Un mundo sin”. Sin guerras, sin paro, sin dinero, sin pobres, sin clases. No sin clases sociales, sin clases de la escuela. Lo que estaban haciendo era un negativo fotográfico del mundo actual. Un mundo al revés, donde se eliminaran dificultades, injusticias, sufrimientos. No todos ponen el acento en el mismo sitio, pero la mayoría eliminaría algunos o muchos elementos que nos alejan de la felicidad. Como en aquella canción, “si yo tuviera una escoba…”
También se advierte la influencia de la realidad cotidiana en los deseos de los chicos y chicas. Si estaba candente el tema del “No a la guerra” había muchos que lo recogían. Ahora son la crisis y el paro las cosas que más eliminarían. Lo que más me llegó al alma fue un chico, ya hace muchos años, que pedía un mundo sin coches. Sus padres habían muerto en un accidente.
Creo que está bastante claro que lo que deseamos está condicionado por la sociedad en la que vivimos. Algunas utopías son muy específicas. “Que los terroristas y violadores cumplan íntegramente sus condenas”. ¿Quién no daría la razón a estos adolescentes? Y si no estamos de acuerdo con esa mentalidad castigadora, ¿no nos parece comprensible esta petición?
Y ahí quería yo llegar. Les pido que imaginen un mundo ideal, perfecto, utópico, y aun así está poblado de criminales y violadores. Les doy el papel de dios creador y se obstinan en introducir el mal en este mundo. ¿Por qué lo hacen? Porque es impensable un mundo en el que no existan malvados.
Lo impensable es imposible. No podemos realizar una utopía sin ladrones si no somos capaces de pensarla. Si creemos que el hombre es malo por naturaleza pelearemos por leyes que los castiguen. Si creemos que el hombre es bueno aspiraremos a un mundo sin dolor ni injusticia que obligue robar. Si pensamos que siempre habrá diferencias entre los hombres, habrá ricos y pobres. A los pobres siempre los tendréis, decía Jesús. Y si fuera así, ¿cómo de pobres? ¿Cómo de ricos?
¿Por qué ponemos freno a nuestra imaginación política? Tenemos una visión muy estrecha. Y lo que unos ven deseable otros ni siquiera se lo plantean. De todas formas eso no implica que el futuro no nos depare sorpresas y que lleguen utopías inimaginadas. Ninguno de los escritores de ciencia ficción se acercó siquiera a internet, y aquí nos tenemos enganchados.
También me da miedo pensar cómo estas utopías –porque de las ideologías parece que lo tenemos claro- se contagian, cómo encontramos deseables ciertos valores, ciertos objetivos, que se convierten en palabras mágicas que encandilan a muchos. El deseo es el deseo del Otro, decía Lacan. La libertad podemos decir que consiste en hacer lo que uno quiere. Y, claro está, nos resistimos si nos obligan a “hacer”. Lo peligroso es que nos obligan a “querer” lo que no queríamos. Querer objetos de consumo, querer prácticas sexuales, querer valores políticos… Y esos valores se convierten en banderas en lucha. Libertad, Igualdad, Orden, Tradición. La historia de las ideas políticas es la historia de la hegemonía de unas frente a otras, o mejor, de cierta interpretación de unas frente a otras. No podemos remediarlo, siempre nos obstinaremos en dar por posible cambiar unas cosas mientras que partiremos de la base que es imposible eliminar otras. Y creo que va más allá del refrán “cree el ladrón que todos son de su condición”.
No podemos obligar a las multinacionales a cumplir las leyes, pero sí obligar a millones de personas a sufrir la austeridad. Podremos subir los impuestos a clases medias y bajas porque es imposible obligar a las rentas altas. Lucharemos contra el fraude a la Seguridad Social de quienes cobran el paro, pero es imposible intentar que las grandes empresas no se vayan a paraísos fiscales. Es imposible acabar con la codicia humana. Como era impensable que la mujer pudiera desempeñar ciertos oficios y ocupar cargos públicos.

domingo, 15 de junio de 2014

Fragmentos para una teoría política. (1) Hipótesis del asco.



Me gustaría en estas semanas mostrar algunos elementos que me sirven a mí mismo para ver cómo funciona la política, de un modo algo sistemático y alejándome de los acontecimientos políticos del día a día. Es cierto que mis conceptos no parecen muy académicos pero eso no significa que no estén pensados, repensados y comprobados. No pretendo sentar cátedra, en realidad, lo que pretendo es poner un poco de orden a esas ideas que me van bullendo en la cabeza.

En mi formación por supuesto que he dedicado algunas horillas a estudiar lo que otros han dicho sobre la política, sobre la adscripción, sobre cómo uno se hace de un partido o de otro, cómo llegan a una ideología en lugar de a otra. Muchas de esas teorías son de un simplismo aplastante, vamos que te dejan aplastado. Sin embargo han demostrado ser muy efectivas a la hora de planificar campañas y explicar fracasos electorales. Las teorías políticas, como las económicas, son siempre a posteriori, como decía un refrán taoísta, después de tropezar el carro todos ven dónde estaba el bache. En realidad, ni siquiera todos ven el mismo bache.

Existe en el ámbito anglosajón un término “push/pull factors” para explicar por qué se da un fenómeno: hay factores que empujan en un sentido, que expulsan, mientras que hay otros factores que atraen, que tiran. Por ejemplo. Push factors de las migraciones. Los españoles se ven expulsados a buscar trabajo fuera de España. Pull factors, Alemania es un destino porque hay demanda de profesionales. En teoría política se hace mucho hincapié en los pull factors, es decir, en qué condiciones, por ejemplo, tiene que tener un candidato para atraer a las masas. Joven, pero no mucho; guapo, pero no empalagoso; que inspire confianza, pero no prepotente; buen comunicador, pero no demasiado charlatán. En fin, justo lo contrario de Mariano Rajoy.

¿Cómo se explica el triunfo aplastante del PP en las últimas elecciones generales? Es evidente que no por las cualidades personales de un líder que encarna todas las anti-cualidades que según las películas debe tener un líder. Nunca sería el más popular de su instituto, aunque lidere el Partido Popular. Eso eran los tiempos del carisma, de Suárez, Felipe González, Carrillo… José María Aznar vendió el anti-carisma, el hombre gris pero eficiente frente a los excesos verbales de Alfonso Guerra y Felipe González. Luego llegó lo que llegó. En fin dejémoslo.

Seamos sinceros, la mayoría de los que tenemos derecho al voto no estamos pendientes de los programas electorales concretos de los partidos. Ni siquiera los propios dirigentes lo están. No lo digo porque mientan –que ya hemos visto que lo hacen-, sino porque son tan genéricos que pueden valer para todo. Los teóricos hablan de la hipótesis del vendedor de helados en una playa. Quien quiera vender mucho se colocará en el centro de la playa, para no abandonar a nadie demasiado lejos. Pero si llegara un segundo vendedor, se pondría también en el centro, porque si se coloca demasiado alejado del primero, lo único seguro es que perdería compradores. Por eso los partidos políticos no se autodefinen por ser de izquierda o derecha, sino de centro-derecha o centro-izquierda y sus lemas y propuestas están tan vacíos que no dicen nada. El “cambio” sirvió a Felipe y a Rajoy.

Entonces, ¿por qué somos tan cerriles defendiendo a un partido o a otro? La socialización, nos dicen. De entornos de derechas salen hijos de derechas y de entornos progresistas salen niños del PSOE, IU, radicales vascos… Sin embargo yo veo, y eso que no me gusta el fútbol, que de padres del Madrid pueden salir culés, o del Atlétic. Simplemente para llevar la contraria. Hay más continuidad generacional en las decisiones políticas –creo-, que en la afición al balompié.

Mi teoría es un push factor. El asco. Somos del PP porque nos dan asco los del PSOE, los vemos aprovechados, incoherentes, ladrones, contrarios a la libertad, nefastos en la gestión… Y somos del PSOE porque vemos a los del PP como riquitos, caciques, que se llevan lo suyo y lo de los demás, que legislan para las grandes empresas, que privatizan todo para dárselo a sus amigotes… Y ambos vemos a los de IU como ilusos, perroflautas, con un buenismo peligroso, que no se enteran de cómo va el mundo, siempre de abrazaárboles…. Los nacionalistas ven a los partidos españolistas como conquistadores, expoliadores y absolutistas. Los otros los ven como mezquinos, egoístas, xenófobos, irresponsables.

Las reacciones al fenómeno Podemos me dan la razón. Hay quienes simpatizan, pero son mucho más viscerales las declaraciones en contra. “Podemos comer mierda, miles de moscas no pueden estar equivocadas”, leí en un comentario. Muy bonita definición de democracia. Si un partido consigue muchos votos es que la gente no se entera, la gente es tonta, a la gente se la engaña. ¿Por qué no podemos aceptar que haya otras visiones, que haya quienes vean otros baches? Porque es tan intenso el asco que nos dan los contrincantes que no podemos ponernos en su lugar.

Evidentemente hay quienes no sienten un asco tan profundo y dependiendo de las circunstancias pueden votar a unos o a otros. La ventaja de la hipótesis del asco es que explica el poco trasvase de votos entre partidos de una elección a otra. La diferencia de resultados está en la movilización de votantes que no sentían el asco. Cuando se presenta un motivo, como la marrullera gestión de los atentados del 11M, aparece un asco generalizado que hace votar a dos millones de personas que no iban a hacerlo. Cuando la crisis de los partidos PP-PSOE es tan evidente que a unos dan asco los ERE y a otros Gürtel, muchos seguidores de ambas formaciones se quedan en casa.

Dicen los neurocientíficos que somos capaces de adivinar quién gana las elecciones viendo las fotos de los candidatos. Presentan retratos de dos líderes a los sujetos experimentales y en una proporción muy importante, sin conocerlos, adivinan quién ganó. Pero en lugar de poner el acento en que identificamos al ganador porque nos inspira confianza o carisma, quizás sintamos rechazo al perdedor. 

A escala municipal es mucho más evidente porque a menudo se conocen personalmente a los candidatos. No creo que sea por herencia (de tal padre, tal hijo), ni actores racionales (no medimos coste/beneficio de a quién votamos), ni adscripción de clase (los trabajadores a la izquierda, los profesionales y empresarios a la derecha). Por eso encontramos pobres que votan a la derecha y los profesores universitarios a la izquierda. 

Miremos dentro de nosotros mismos, comprobemos si realmente defendemos los programas de los partidos a los que votamos. Has votado a la derecha, ¿estás a favor de la libre empresa, los bajos impuestos, que el Estado no intervenga en economía? ¿Eres conservador en las tradiciones y partidario de la mano dura en los problemas internacionales? ¿Crees que los ricos lo son porque se lo merecen gracias a su esfuerzo y méritos, y los pobres porque son unos dejados sin remedio? ¿Piensas que los que cobran algún tipo de prestación están tentados siempre de defraudar porque lo público está siempre mal gestionado? O al contrario, has votado a la izquierda, ¿estás a favor de la intervención del Estado en la economía, la subida de impuestos para nivelar la pobreza y el Estado del bienestar? ¿Eres internacionalista y estás a favor de solucionar los conflictos mediante el diálogo? ¿Piensas que todos los hombres son iguales y debería redistribuirse la riqueza a cada uno según su necesidad? Seguramente habrás dicho, yo soy de derechas pero eso no lo dice la derecha. O soy de izquierdas pero estoy de acuerdo con algunas cosas de la derecha.

¿Cómo llegaste a votar a un partido? ¿Pensaste en cuestiones como el gasto público o la iniciativa privada o sentiste la urgencia de votar para que no ganaran esos sinvergüenzas que quieren llevar a España a la ruina?