lunes, 31 de diciembre de 2018

Reseña de Ana Bustamante: ‘El deseo viste de verde’. Izana editores. 2018.




Resultado de imagen de ana bustamante el deseoEste es el debut de Ana Bustamante, nacida en Madrid en el prodigioso año de 1968. Escribe, en cierto modo, al margen de su trayectoria profesional, más enfocada hacia la gestión, pero dando rienda suelta a su pasión por la lectura. En su presentación dice preferir soñar despierta y esta colección de relatos es, sobre todo, fruto de esas ensoñaciones.
                Los relatos aquí recogidos juegan con la autoficción, con la sugerente perspectiva que asalta al lector de saber que sean autobiográficos, o, al menos, reales.  Como indica claramente el título, el deseo es el principal protagonista de estas narraciones. Un deseo, a veces satisfecho, otras, insatisfecho, que juega con el sexo, con la muerte, con lo desconocido y la incertidumbre.
                De lectura voluntariamente sencilla, los relatos se van estructurando en clave de diversidad, procurando ir alternando los tonos, los argumentos y dar pie, así, a un fresco impresionista en el que podamos ir desgranando una tarde  en compañía de los sueños de Ana Bustamante. Porque, una de las grandes bazas de este volumen es el juego a la identificación con el autor. Así lo señala el prólogo de Mohamed El Morabet.
“Si cada día de la semana pudiera ser la protagonista de un cuento y tuviera la maravillosa oportunidad de vivirlo, creo que sería increíble” (Protagonista de mi cuento)
                El primer relato es una declaración de intenciones, la Página en blanco. El resto puede tomar un giro más sensual, con el amor o el sexo (La cita, entre otros), puede volverse más poético, (No necesito, por ejemplo), puede hablarnos de la rutina o del horror cotidiano (Pesadilla). Un lenguaje ligero pero cuidado, en el que el humor (Tú, siempre tú) puede convivir con la conciencia.  No tiene reparos en llegar a la literatura romántica, como tampoco en convertir la escritura en una forma de terapia y de ayuda (Vida y muerte) o, arriesgarse con el género negro (Un gánster cualquiera, El último tango).
                Los relatos son cortos, no suelen durar más de cinco páginas, lo que abunda en la facilidad para su lectura.  Se alternan la primera persona con la tercera del narrador omnisciente.  A veces pueden ser considerados poemas en prosa (Prohibido no fumar). El deseo viste de verde me recuerda en muchas ocasiones, en tono y en forma, a Cerezas y guindas, de la escritora gaditana Belén Peralta. Ambas comparten un universo y un desafío, el juego que lanzan al lector.
                Si aceptamos ese pacto de juego, podremos cumplir el deseo que Ana Bustamante nos confesó al principio del volumen: “yo no quiero contar cuentos, quiero vivirlos”.

domingo, 30 de diciembre de 2018

El más leído del tanatorio


Tengo muy buenos recuerdos de algunos de mis maestros –también malos, claro está. De doña Nati hay algunos que han perdurado y me gusta recordarlos. En especial dos cuentos, que ya no recuerdo si los contó ella en clase o eran lecturas del libro de selección que tuviéramos entonces. Uno de ellos, que es muy sintomático del concepto tradicional de la riqueza, lo sigo contando yo a menudo. Un hada concede a un pueblo un deseo, y todos piden ser ricos. El problema se lo encuentran cuando toda la actividad se paraliza y no pueden hacer uso del dinero que el hada agradecida les había concedido. La moraleja es conservadora y muy triste, el pueblo recapacita y vuelve al punto anterior y cada uno a su trabajo.
                El otro cuento es muy conocido, y ese creo que estaba en el libro de lecturas. Presentaba a dos protagonistas, uno era el rico del pueblo y el otro era el típico empollón, preocupadísimo por acumular conocimientos, pero creo que debía ser de ingeniería, por lo que sucedió después. Ambos se embarcan a la vez y sufren un naufragio. Se salvan llegando con lo puesto a una región desconocida. El rico había perdido todas sus riquezas y estaba desesperado. El sabio, por el contrario, encontró que sus conocimientos eran apreciados y prosperó en la nueva patria. Moraleja, lo que te asegura un futuro son los conocimientos y no el dinero.
                La ingenuidad de la fábula es mayúscula, pero parece ser que yo me la creí y toda mi vida he sido un estudiante. No he parado de estudiar y de leer, primero en la universidad, el doctorado y todo eso, y ahora leyendo como si no hubiera un mañana. No lo digo con presunción, es más bien un hábito, que, junto a mi profesión en un instituto, me da la sensación de no haber salido nunca del ambiente.
                También hay un cuento tradicional árabe en el que Nasrudín, protagonista habitual de este tipo de fábulas moralizadoras, está trabajando de barquero y en su nave sube un erudito muy pedante. El erudito comienza a hablar sobre sus conocimientos y pregunta a Nasrudín si ha leído a los autores clásicos. Este le confiesa que no y el pedante se lamenta de que se ha perdido la mitad de su vida. La travesía se interrumpe cuando el barco se empieza a hundir bajo el empuje del viento y las olas. Nasrudín le pregunta a su vez al erudito si sabe nadar. Este le contesta que no y nuestro héroe le dice: “Pues ha perdido usted toda su vida”. Para alguien que ha dedicado su vida a leer y leer, y mucho me temo, sin utilidad práctica directa, este cuento es un buen recordatorio para no dejar de lado los saberes prácticos.
                La penalización a las ansias de riqueza son una constante en fábulas y cuentos tradicionales, una desconfianza hacia los que pasan su vida acumulando. Se les supone tacaños, y, como decían Cánovas, Adolfo, Rodrigo y Guzmán, no pensaron jamás en sí mismos… y mucho menos en los demás. Los ricos ahora han cambiado mucho. Ninguno se vería privado de sus ahorros por un simple naufragio. Para eso están los bancos, los fondos de inversión, las propiedades…
Además, el dinero tiene otra cualidad, y es que se puede transmitir. Uno puede heredar la riqueza de su familia y difícilmente puede heredar sus conocimientos. A pesar de los estudios de P. Bourdieu sobre cómo se transmite el estatus y la clase, uno puede muy bien vivir de las rentas que le ha dejado su padre, mientras que tiene que hincar los codos para alcanzar los grados académicos correspondientes, por muy ciertos que la situación familiar le conmine a ello y les facilite el acceso a los blasones culturales y los títulos.
Los conocimientos, al contrario que la riqueza, no se pueden transmitir. Puede uno almacenar libros y apuntes como quien almacena billetes y acciones, pero la conversión es dificultosa. Para que mis lecturas les sirvan a mis hijos tienen que leer ellos mismos, o tener la paciencia infinita de escucharme, tienen que invertir un tiempo similar al que yo tuve que invertir. Con el capital corriente no es tan complicado. Simplemente pueden tirar de tarjeta de crédito.
En ese sentido la escuela es mucho más equitativa que la vida. Si en la primera uno tiene que ganarse sus notas por su propio esfuerzo –aun cuando el barrio donde se nazca tenga tantísima importancia– y empezar –casi—de cero, en la vida real puede uno empezar en el pedestal que sus progenitores le hayan labrado. En cierta manera obstinarse en el conocimiento, una vez que uno ha conseguido un puesto laboral, no tiene mucho sentido. ¿De qué sirve llevarse las tardes leyendo ensayos sobre el triunfo de la derecha en Estados Unidos o sobre la decadencia de la movida, o la cultura como fracaso? ¿De qué sirve estar enterado de las tendencias poéticas en la España del siglo XXI o en la trascendencia de los beat? Vamos desechando enciclopedias que ya no quieren ni las librerías de viejo y de igual modo vamos a tener que desechar todo conocimiento enciclopédico. Cualquiera que necesite un dato podrá comprobarlo en su móvil o en su reloj, y lo que uno aprenda se queda para sí hasta que la chochez lo pierda para siempre.
Hay tantas cosas por saber, tanta curiosidad insatisfecha, tanta necesidad de completar los conocimientos que raya en la obsesión compulsiva. Ni siquiera soy capaz de asimilar tanta información y sufro una envidia enorme comprobando lo inteligentes que son estos autores, tan perspicaces, con tanto talento para explicar lo que uno tiene en la punta de la lengua, que apenas intuye. Y por mucho que intento abarcar lo presente o lo pasado, siempre surgen autores que desconozco, teorías que debería investigar, temas en los que soy un completo ignorante. Todo el esfuerzo que yo haga se perderá como lágrimas en la lluvia, tal como acertó a decir el actor Rutger Hauer dando voz al replicante Roy Batty.
Y aquí me veo, totalmente equivocado en mi vida. Siempre estudiando, siempre acumulando conocimientos que se quedarán en mi tumba si es que no se me han olvidado antes. Como antes se burlaban del más rico del cementerio, conmigo podrán burlarse del más leído del tanatorio. Lo único que me consuela es que no me podrán cobrar el impuesto de sucesiones.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Reseña de Pilar Blanco Díaz: ‘Vigía de tu paso’. Chamán Ediciones. Colección Chamán ante el fuego. 2018.


Resultado de imagen de pilar blanco díaz vigíaLa editorial Chamán acoge con su elegancia y buen gusto habituales la nueva entrega de la poeta leonesa Pilar Blanco. Desde 1982 ha publicado una docena de libros de poesía, participando en diversas antologías y galardonada con distintos premios.  Una interesante y densa actividad poética que sustenta una de las voces más interesantes del panorama actual. Vigía de tu paso se estructura a dos voces que se interpelan en la última parte. Afrontar los miedos y la incertidumbre, el dolor y la muerte son los temas sobre los que el volumen se organiza. El poemario comienza con Alfa, que insiste –junto con la introducción y la cita de Hugo Mujica– en la constatación de que, como aspiraba Deleuze, volar es nuestro estado natural, que hay que perder el miedo porque en el aire estamos sujetos: “Pájaro que quemó sus alas / ahora es fuego” (Alfa).
La primera parte, El que observa, comienza el juego de miradas. “Vigía” es su título. “¿Y los ojos? / se cerraron los ojos del padre, de la amiga. Se cerrarán los ojos del amor, que son tus mismos ojos” (I). El problema de la mirada no sólo es de efectos prácticos, es la lucidez epistémica que no siempre nos acompaña, cuando caminamos estamos pendientes de la vista y, sin embargo, se nos escapan detalles; perseguidos, atendemos más a la huida que al paisaje. La profundidad filosófica de este volumen es radicalmente poética, como se resume en su verso: “Me oscurezco para que me entiendas” (IX). La voluntad de aproximación epistémica se vuelca (“Vosotros, allá abajo, tan pequeños, / polluelos en un nido de sombras / pero ávidos de luz”, III) hacia el propio yo poético: “Qué fácil es juzgar lo que no soy, / lo que no forma parte de mi hechura” (IV); “Y aún no sabes / cómo domesticar la voluntad” (V).
                El objeto de la indagación es el propio yo, consciente Pilar Blanco como Fernando Pessoa, de lo complejo y multiforme que la tarea se enfrenta, siempre cambiante y lleno de aristas: “Nómada que se acrece con la huida” (VIII); “Por salir de ti mismo, / por no saber medir el ser que te contiene, / por buscar el reflejo que explicara / tu razón, / tu estructura / y dar cuenta de ti ante tu propia incógnita” (XII). Está muy presente en todo el texto la necesidad dialógica, la mirada del Otro, la verdad del Otro sobre uno mismo, el Vigía: “¿quién, entonces, vigila al que vigila? / ¿Quién calibra el espejo / y encara al que interroga frente a su propio abismo?” (VII).  A veces con recuerdos a Pedro Salinas (“Tu instante no puede ser mi siempre”, XIII), otras veces al soneto V de Garcilaso (“Nací para observaros”, XV), solemne en ocasiones (XVI), o con influencias de la poesía cortesana (“Del ciego laberinto / del que nacéis, de su concavidad sin sutura y sin salida / habéis hecho un lugar”, XVII).
Poemas como órdenes apresuradas, cortantes, para atender a todos los frentes, volar y salir corriendo, mirar atrás y sentir las emociones plenas de cada momento: “Que no existe el infierno, su amenaza segura, / sin un cielo anterior al que rendirse, / sin un cielo contrario / del que ser fugitivo eternamente” (X).
                El instrumento para el conocimiento es tanto la mirada (“Porque la luz / del conocer no mancha”, XVII) como el lenguaje (“Es habla y no entendéis su lengua inmóvil”, XXX) y se plantea como un hacer, como una fábrica, más la escultura que el tejido: “Anclado a lo absoluto / mezclo mi barro, / templo mi cera / trazo el dibujo de mi mente en vosotros” (XXI); “Sal de la piedra. / ¿Qué cincel rescatará tu forma?” (XXII)
Una cita de Roberto Juarroz que abre la segunda parte es sumamente significativa: “Un misterio que consiste en mostrarse”. En esta segunda sección cobra protagonismo el dolor: “Abruma / la mordedura rabiosa del dolor, / la quemadura dulce, casi niña, / que ha venido a quedarse, / que se siente en mi mesa e interroga” (I); “No existe explicación para el dolor de ser / o la muerte que acecha tras el ser, / ni pregunta siquiera / (¿a quién hacerla?)” (IV). Ese dolor, esa quemazón que ansiamos con ecos de Aleixandre (“Con la espada de fuego de mis labios te alcanzo”, II), Quevedo y Juan Ramón Jiménez: “Luego / tampoco será luego ni cantarán los pájaros. / … / Luego no será más que un siempre y un ahora / que aprende a desdecirse. Que me ordena el silencio” (V).
Estos poemas de la segunda voz ruedan alrededor del misterio (¿la muerte?), de vivir en la incertidumbre. Su vocabulario se puebla de hermetismo, inescrutable, inmensidad, negrura, porque “El pensamiento carece de camino” (XI). La cualidad creadora del dolor no es la santificación por el sufrimiento de cierta religiosidad, aunque tiene que ver, indudablemente con la mística: “Dame un cuchillo para desincrustarme / esta capa de cal, de piel, de miedo espeso” (XII) y de Miguel Hernández: “Quiero morder el grito hasta ablandarlo /…/ lograr que su dolor se remanse y germine”.
La necesidad de guía o compañero (IX) tiene también sus riesgos: “Todo lo que deseo me ata a ti” (VIII) y anticipa la tercera parte, que toma forma de diálogo: “Venimos para ser lo que aún no somos / y estirarnos el hilo del nosotros / de pie sobre el abismo / en busca de esos ojos que nos nombran” (XVII). El amado y la amada producen tanto el sentimiento profundo (“Amor que nos conduce al estallido”, XX) como el dolor profundo (“Te busco desde siempre / desde el lugar exacto de la herida”, XXV). La dependencia mutua (“Sin mí no existes”, XIX) recuerda al García Montero que amenazaba con suicidarnos en una página. De todas formas, parece que ese tú, ese compañero no es sino un desdoblamiento del yo.
El volumen mantiene una insistencia a través de las distintas voces, la mirada (“Ya sé mirar la luz /…/ aceptar su ceguera, que viene de la luz”, XVI; “Mirar, mirar, no ver. Mirando, niebla, paredes / húmedas, lámina blanca. Dónde”, XXIV) y la palabra (“Entender las palabras de los que antes”, XV). Especialmente claro durante la tercera parte, El espejo del agua. Supone una especie de conclusión de las reflexiones del volumen, un intento de aprehender el universo que somos. La forma de diálogo le permite un juego de espejos realmente interesante en cuanto a la identidad: “Yo soy, precisamente, lo que no has sido nunca” (I); “–No te cierres. Escucha: / dentro de mí, soy tú” (III)
“–Pronuncia
la mentira.

–Son mis labios los que callan, los que tamizan la cicatriz de arena en mensajes imposibles.
Son mis ojos los que niegan el cristal.
Y las palabras –su mentira invisible– las únicas que enturbian el tintineo de la inocencia.
Arder para qué, para qué el filo de esta ficción desentrañándome…

–Para que ya no sepas
qué real, qué niebla, qué procede
de ti,
qué te inventa y me inventa” (IV)

Vigía de tu paso es un poemario orgánico, que se despliega como una novela que tuviera la profundidad filosófica del ensayo sobre los vaivenes del conocimiento. Un argumento en el que vemos la huida (“– En esa travesía / no hay gozo, no hay hallazgo, / solo huida / sólo claudicación”, XVI), el acercamiento hacia el amor (“Amar es conocerse, es luz desde otros ojos”, XV), el deseo, lo que ata (“– Nazco del miedo. De tus miedos he salido”, XVII), la necesidad del otro, de la dependencia (“Si te abriga, te exige”, IX), llegar a un lugar (“– No pretendo llegar. En ese instante / enraizarán en tiempo y roca viva”, XXIII), ser nómada: “– Yo rehúso tu herida y agrando esa distancia; / al fin y al cabo / me alimento de ti” (VIII; “– Sí, ¿de dónde a qué tú mismo perdiste la conciencia de ser otro, el extranjero?” (XI).
Lo que trasluce este diálogo es un desdoblamiento del yo: “–Hablas sola, criatura, Imprecas tu ser mismo. / Vivo tu identidad al fondo de tu espejo” (XIX); “–Hablas de Pigmalión. Todos lo somos. / – Hablo de amor. Lo único real”; “– Soy la piedra en que grabas / tu mano abierta / … / El tacto de tu mano. / El miedo que la guía” – Era lo que yo soy. / Sin yo saberlo” (XXVI). Porque, como parece intuirse en sus palabras, la verdad está en el interior del hombre: “–Era el nigromante que conoce el misterio