Después de Mundo fantasma (2020), Mónica Doña se adentra en el peligroso océano del haiku. Sus comienzos incluyen Nueve lunas (2000), La cuadratura del plato (2011), Adiós al mañana (2014), ¿Quién teme a Thelma y Louise? (2017), demostrando una versatilidad compatible con una personalidad poética muy definida, tan influida por la música. El formato haiku es un instrumento métrico para el “instante poético” que tiene sus trampas. El lenguaje poético debe hacer recaer la atención sobre el lenguaje mismo. La disciplina del haiku es bastante exigente en este sentido puesto que, a menos que se tome como un ejercicio mental a la hora de conjugar 5, 7, 5 sílabas, hay que conjugar la mirada, esencia misma de la estrofa, con una depurada técnica que realce la belleza del texto sin oscurecer el instante al que se refiera. En el prólogo define este volumen como “el viaje de una funámbula inalámbrica que ha ido de acá para allá y de allá para acá, que ha visto cosas y sus analogías, que ha tenido que sesgar la mirada para encontrarlas y reencontrarse con la veraz naturaleza de la que forman parte” (p. 17). Esta es la prueba de que Mónica Doña no se deja arrastrar por los convencionalismos sino que pone en juego elementos de imagen y de relaciones conceptuales, sensoriales, incluso oníricas. Así lo señala en la contraportada Ángeles Mora.
El libro se divide en tres secciones: Caída libre, Oscura hierba y Caligrafías. En ellas se conjuran los ecos de Chantall Maillard, de Tanizaki y Szymborska, una sensibilidad extrema y un sentido del juego que tan poético supone: “Bosque de otoño. / Miro bajo las setas / pero no hay duendes”; “La mariquita / vestida de lunares / se va a la feria”. Hay homenajes tan queridos también a Carmen Canet: “Dorado y tóxico / el gran ojo de Vincent / gira en el lienzo” (Vincent van Gogh); “Cubre el desierto / la inmensa rosa blanca / de Georgia O’Keeffe” (Georgia O’Keeffe).
Mónica Doña hace gala de una ternura exquisita: “La niña triste: / su gracioso flequillo / sobre dos lágrimas”; “Las alamedas / cantan nanas y mecen / niños de aire”. Estos pequeños instantes están llenos de magia y de lirismo: “Cesa la lluvia / y en la hierba aparecen / gotas de olvido”; “Obsceno octubre / bajo las arboledas / que se desnudan”. Despliega haikus filosóficos tan deudores de lo oriental: “Sueño que vuelo. / Se desvanece el sueño. / Sigo en el aire”; “El agua quieta / ser en el espejo donde / se mira el cielo”; “Duele la espina, / mas un dolor tan leve / consuela el grave”. Se detiene en el gusto por atender al instante y el devenir: “Amo las horas / lentas de los veranos / sin hacer nada”; “En el laurel / duermen aves cansadas. /No las despiertes”. Pueden ser motivo de goce tanto como de tristeza: “En la ciudad, / mil gorriones muertos / que nadie entierra”.
No faltan momentos de pasión: “Mi corazón / está donde tu mano / quiera tocarme”; “Te amó Luzbel. / Cayó del cielo / que vio en tu boca”; “Por si viniese / mi amigo en plena noche, / duermo desnuda”. Y compromiso constante con el mundo que nos rodea, desde lo más concreto a lo general: “Pasan dos chicas. / Andan sobre tacones / sus pies sumisos; “¿Nadie ha pensado / extinguir a las águilas / de las banderas?”. Tampoco faltan los destellos de ironía que resultan ser críticas como una carga de profundidad: “Prohibido el paso. / Luego dicen que el campo / no tiene puertas”; “Al cazador / le excita sobre todo / no ser la pieza”; “Ah de la vida / cocido a fuego lento / por un caníbal”. De vez en cuando salpican versos melancólicos, dolientes, que en su serenidad traslucen un hondo sentimiento de pérdida: “Mido los pasos / de mi casa a la suya / en años luz”; “Luz y rocío / van creando las lágrimas / que necesito”; “El temporal / ha deshecho el sendero / por donde huías”. Es precisamente en la segunda parte, la titulada como el volumen donde habitan estos sentimientos de manera más clara, aunque parezca un homenaje a Tanizaki y la sombra: “En el alféizar / una paloma blanca. / Y yo sin paz”; “Hay solo quiero / luz lunar, solar sombra. / Ser en penumbra”
“Entre dos luces
todo cambia. Me acoge
la oscura hierba”
Con una cita de Szymborska (“Hasta donde alcanza la vista / aquí reina el instante”) se inicia la última sección, Caligrafías. Aparecen poemas dedicados al acto de la escritura, ya en su momento de contemplación, ya en la traducción a sílabas y versos: “Escribo un verso. / Pasa una golondrina /y hace el poema”; “Esa libélula, / madre del helicóptero, / odia las tildes”. Versos reflexivos para saber mirar el paisaje y la vida: “Nunca sabemos / si el camino elegido / es una trampa”; “Trucos del cielo: / confundir las auroras / con los ocasos”. Versos que interrogan a la vida: “Podé el rosal. / No le quedaban rosas / a las espinas”; “Gracias al polen / –oh polvo enamorado– / la flor existe”. Mónica Doña escoge el camino de la poesía como forma de conocimiento a través de las imágenes: “El eco es / la discusión del aire / con la montaña”; “Los desconchones / y las grietas murmuran: / Lee el pasado”; “La telaraña: / esa obra de arte / entre las ruinas”; “Fuiste gusano. / Ahora suave seda / que anudo al cuello”.
Podemos destacar mucho de este volumen, especialmente, la versatilidad dentro de un formato tan parco, la mirada precisa y sabia, pero sobre todo el inmenso lirismo que aparece en los versos: “La negra mancha / de estorninos en vuelo. / Oscura danza”.
“Noche en el mar
con estelas de luna:
caligrafías.”