El problema del abuso de las drogas siempre ha sido muy
complejo. Da la impresión de que todas las culturas han tenido que recurrir a
sustancias que alteren el flujo de la conciencia, aunque cada una ha tenido las
propias y sus prácticas peculiares. En la nuestra, el tabaco y el alcohol son
las drogas permitidas por antonomasia. Por lo visto también el café puede
considerarse como tal, pero, como en el caso del tabaco, es más la cuestión de
habituación y dependencia que el disfrute recreativo de la sustancia en sí.
Tomar a quedar café es una institución, aunque al final se acabe uno tomando
una infusión de poleo menta. Y si bien es cierto que las primeras caladas a los
cigarrillos acaban por marear a cualquier adolescente, raramente se experimenta
ni siquiera el famoso puntillo,
previo a la intoxicación etílica con el café.
A
partir de cierta edad podríamos desentendernos, cada cual es libre de hacerse
dependiente de lo que uno quiera: del tabaco, del gin-tonic de fin de semana,
de una pareja o del estreno de la última película de superhéroes. Más allá de
la publicidad engañosa, las drogas, legalizadas o no, son un asunto particular
mientras no se tomen decisiones de riesgo que puedan tener repercusiones en los
demás. Sé que hay posturas bastante reacias a trivializar con este asunto y que
estarían más tranquilas y felices si no se pudiera recurrir a ningún tipo de
sustancia psicoactiva, sin embargo, no es mi caso. Reconozco, eso sí, que las
drogas legales son mucho más fáciles de conseguir y que recurrir a las ilegales
te introduce en un mundillo bastante peculiar e incluso peligroso. Y hay que
sumar la aquiescencia del grupo social cuando consumes una copita, dos o las
que se tercien. Júbilo cuando esas copitas se suceden en periodos de fiesta.
Que ya están los carnavales.
Lo que
parece preocuparnos a todos es que la edad de inicio en las sustancias, legales
e ilegales, cada vez es más precoz. Y por mucho que descienda el tabaquismo en
nuestra sociedad, todavía muchos adolescentes están deseando que lleguen los
recesos para echarse un pitillo, liarse un canutillo o tomarse unos litros de
lo que sea. Se supone que la socialización hará que se vayan imitando los
patrones de los adultos, pero los peligros acechan por donde menos se lo espera
uno.
Hay un
número creciente de críos que se acaban diagnosticando de Trastorno de Déficit
de Atención, con o sin hiperactividad, a los que se les receta un derivado de
las anfetaminas para mejorar la concentración. Es alarmante el entusiasmo que
un doctor ponía en una charla al respecto. El 80% de los que iban a su consulta
acababan medicados. Y lo decía como un logro.
El
problema, creo, tiene una dimensión más global. Estamos bombardeados con
sustancias que alteran la conciencia. Como el café expresso en las series norteamericanas, que tiene el mismo efecto
que la anfetamina. Un niño toma una pequeña tacita y se pone nervioso hasta la
extenuación, temblón como un síndrome de abstinencia. Aquí el café no tiene
tanta cafeína. O qué decir del azúcar o las chucherías: si un infante las toma
sin control en un episodio, entonces es como si se mezclara la cocaína con el speed. Se sube por las paredes, se
acelera como Flash, el superhéroe. No llegan caries, no da tiempo. No sé qué
tienen en Estados Unidos contra el azúcar porque parece una cruzada contra el
polvo blanco. Yo me entiendo.
Y no
sólo en la ficción. No hay más que ver los anuncios de cereales o meriendas
para niños. Yo los clasifico en dos tipos, los anfetamínicos y los lisérgicos.
Con unos cereales te vuelves loco, tienes energía para todo y con un batido vas
saltando todo el día, por no hablar de un refresco de naranja que te da la
energía para practicar los deportes de riesgo, en la nieve y por la montaña.
Unas rellenas de chocolate dan a la niña disfrazada de princesa el valor y el
empuje necesarios para enfrentarse al dragón sin que ningún príncipe la
defienda. Da la impresión que si no es por estos productos no serían capaces de
terminar la jornada. Dan la misma fuerza sobrehumana que tomaba Popeye de su
lata de espinacas.
Luego
están los lisérgicos, como esas galletas que fomentan la imaginación (¡todo por
tener unos dibujitos!), o las que destapas y se te aparecen naves espaciales,
dragones y princesas. Los ositos de gominola que te retrotraen a la infancia y
te cambian la voz.
No
dejan de tener su gracia, todos entendemos que son licencias poéticas, pero el
poso queda ahí. Los alimentos tienen magia, la misma magia que la droga. Unos
te aceleran, otros de dan una vueltecita atravesando las puertas de la
percepción. Paraísos artificiales, porque artificial, sin duda, es su sabor.
No nos podemos quejar de que la
juventud esté por la droga si los mensajes que mandamos desde pequeños son
drogas enmascaradas de pastelitos.