Este poemario se ha alzado con el XV Premio de Poesía Blas de Otero-Ángela Figuera y representa el lado más luminoso de la poesía de Javier Gilabert. Tras el prólogo de Julen A. Carreño se van sucediendo imágenes y reflexiones que celebran la vida bajo una mirada de perplejidad en el mejor sentido del término, abrazando el milagro cotidiano y descubriendo la magia de cada instante.
A modo de prólogo, Javier Gilabert avisa que “El poema es el centro del lenguaje / y en su giro hay esquirlas de palabras / que se arrojan al tiempo por la fuerza / generada es la voz de la que brota /…/ Del asombro al asombro va el poema” (Gramática del asombro). Una declaración de intenciones que aúna la visión con la conciencia con la labor del poeta. Así, la primera sección del libro se titula De pronto estoy despierto y es de día (La voz). Entre los versos encontramos un programa vital (“la esperanza / se aferra a lo que puede y allí crece”), no solo aplicado a la mecánica del oficio: “Se trata de mirar, es el secreto”. Va hacia una actitud trascendente de la mirada: “No es el ojo menos que el corazón”. Más que acertada es la cita del obispo Berkeley, sum esse percipi. La mirada, la percepción se tornan la esencia cuando aprendemos el asombro.
Numerosos ejemplos de esa actitud, tan propia de poeta, se suceden en este poemario: “De cuando en cuando el cielo se parece / al interior de las personas tristes, / haciéndonos mirar para otro lado”. Decimos condición de poeta, pero sobre todo, es la actitud el niño que tiene el mundo por descubrir: “Sucumbir al asombro en el detalle, / volver a ser el niño”. Se van interfiriendo las percepciones (“El tiempo es la mirada en esa rama / que impide ver la vida claramente”) porque hay una labor milimétrica y paciente para desbrozar las apariencias y centrarse en lo verdaderamente real. El ejemplo de la muerte es quizás elocuente en grado sumo: “La muerte se nos da / en dosis muy pequeñas, casi inocuas”.
El segundo elemento es el momento y que domina la segunda parte, Todo es nuevo, quizás, para nosotros (El instante). La poesía, como recordaba el adagio machadiano, es palabra en el tiempo, la percepción se basa también en concentrarse en el instante, más que en la duración: “¡Ojos, los del asombro. / Ojos, los del instante /…/ la perspectiva aúna / lo inmensamente bello de lo simple”. Las reflexiones sobre el tiempo incluyen la constancia de ser seres temporales en el sentido rutinario (“nacemos con el alba cada día”) y en el más metafísico: “se esconde en el ocaso / la terrible metáfora de la vida y la muerte”.
Se presentan algunos elementos más sombríos en esta sección: “El insomnio es lugar / donde el dolo r germina / y crece y con la noche / se viste de futuro y / nos lleva / de la mano / a nuestra infancia”; “El miedo es tan real como una estatua”. En contraposición una constancia de lo esencial: “Vivir no necesita más adorno”; “Hoy siento gratitud por estar vivo, / por cada amanecer que se despliega, / misterio inabarcable ante nosotros”; “La luz, / la vida aquí, / la vida ahora”.
Frente a las sombras y el miedo, el tercer movimiento de esta pieza reivindica la luz trascendente: Siempre la claridad viene del cielo (La luz): “En esa rara luz de la mañana / donde lo puro aflora y se apodera / voraz del pensamiento, / descubro que hay silencio en mi interior, / la descarnada urdimbre del poema”. El tono de estos poemas se hace, por lo tanto, más radiante, cerca del Jorge Guillén más luminoso, y cerca también de la espiritualidad gozosa de Daniel Cotta, con quien tiene tantos puntos en común: “Yo creo en los milagros cotidianos: / la luz, la claridad, la amanecida / se siguen sucediendo ante mis ojos /…/ La vida que transcurre / se apoya en su bastón”; “Fugaz como un destello se presenta / a veces la alegría. Perseguimos / la huella de una luz que no perdura; // que deja // un agridulce poso entre los dientes”.
La imagen, nunca mejor dicho, de la luz permite desgranar todos los matices y las oportunidades reflexivas sobre el mundo que nos rodea: “No cambia la ciudad, sino la luz”; “Dentro de cada sombra está la luz”. También como el José Hierro de Alegría, es la seguridad para lo efímero la que otorga profundidad a los objetos: “Qué honda la certeza de la muerte / más profunda raíz / ha dispuesto en nosotros, / pero qué hermoso el árbol que sostiene”. Sombra y luz se convierten en una única esencia que da valor a lo vivo: “Por culpa del dolor, todo se para / y entonces una nube oculta el cielo”.
Por otro lado el exceso de luz, como a Pablo de Tarso, llega a deslumbrar: “Te instalas, claridad, hasta cegarnos”. Habrá, pues que manejarse en las zonas donde se alternen: “El umbral de la luz es un camino / que se ha de recorrer con valentía”. Y a traspasar ese umbral dedica Javier Gilabert el último capítulo de Todavía el asombro. Descubre en Hoy necesito el cielo más que nunca (El poema) un ansia de trascendencia que lo cotidiano oculta: “¿Qué velo nos impide ver, constante, / lo único capaz de trascendernos?”.
Y no lo dice en el sentido puramente religioso a no ser que la poesía en sí misma sea una fe. Dice el poeta: “Escribir es arar”. Y continúa “Si se produce el vértigo, / la altura se transforma en el poema”. La conexión tiene que ver con el acto de creación, de poiesis: “Invento geometrías imposibles / las nubes a su paso / y me fascina / pensar que al otro día la ventana / probablemente muestre / un cuadro muy distinto. // Quisiera hacer lo mismo en el papel”. No es solo, como en los inicios del poemario, cuestión de percibir, de esperar a capturar el instante, es una construcción meticulosa: “La búsqueda interior implica falta / de aceptación /…/ La duda, sin embargo, nos completa: / dudando percibimos la verdad”. No olvidemos que etimológicamente, meticuloso viene de miedo. Un abismo al que se asoma que amenaza con diluir la identidad sin que necesariamente sea algo no deseable: “Tendemos a alejar de la memoria / lo amargo que nos hizo ser quien somos”; “No disto de mí mismo lo bastante / para poder decir que estoy en movimiento”.
Javier Gilabert va destilando la percepción para el gozo del poema se sirva con una fuerza más pura: “Siento fascinación por los poemas / que ocupan poco espacio en el papel / y envueltos en silencio te destrozan”. Una fuerza que cobra mayor efecto cuando las durezas que el tiempo cuartean la piel, el tacto y la mirada: “Si el poeta conserva la mirada / del niño que descubre el mundo con sus juegos, / y aprende a reflejarlo en las palabras, / tendrá ante sí la esencia del poema”. Como vemos en la Coda, no hay nostalgia, en esta aventura lo más importante es el porvenir: “Lo amargo por llegar ha de escribirse; / tan solo es posesión la vida ahora” (Lucid ahora).