En
estos tiempos inciertos cada vez se hace más complicado tener unas ideas más o
menos claras sobre algunos asuntos. La posición de la mujer suele ser uno de
esos berenjenales en los que digas lo que digas acabas metiendo la pata. Metámosla
entonces sin el ánimo de causar polémica ni de pontificar, ni todo lo
contrario.
Ha
causado gran revuelo en los medios la aparición de una chica con un atuendo
cuando menos sorprendente en las campanadas de una cadena de televisión. Hay
quien habla de diseño, otros refieren “salto de cama”, muchos empapan el
ordenador con babas… La polémica está servida. Como la polémica que rodea a Miley
Cyrus cuando quiso olvidar su pasado como chica Disney y saltar a la adultez
más procaz.
No creo
que sorprenda a nadie reparando en que el cuerpo de la mujer es un campo de
batalla. Por un lado tenemos a quienes quieren cubrirlo con púdicas vestimentas.
Otros van más allá y aspiran a encerrarlo en una cobertura total en la que no
se pueda ni siquiera intuir piel alguna. Estas posturas suelen estar
relacionadas, para más señas, con posiciones de cierto integrismo religioso. La
religión en realidad no importa, hay cristianos fundamentalistas que deploran
un escote, musulmanes que se inquietan ante el pelo sin cubrir, taliban que no
soportan que una mujer salga a la calle.
La liberación
de la mujer fue y es también la liberación del cuerpo de la mujer frente a esta
mentalidad religiosa que la consideraba como un ser casi sin alma, sin
individualidad, pervertidora por naturaleza, incitadora a pecados que el hombre
por ser hombre no podía controlar. El control de la natalidad, el aborto son
pasos en la liberación del cuerpo de la mujer que comenzaron con el uso del
pantalón, la falta corta, el bañador o el top
less. No pretendo trivializar el tema, si acaso ponerlo en contexto.
Pero
por otro lado tenemos la mercantilización del cuerpo de las mujeres. Para
publicidad, como mercancía en lo que podríamos arriesgarnos en llamar “capital
sexual”. A grandes rasgos me atrevo a ver dos grandes posiciones sobre este
capital sexual de las mujeres. La posición de la mujer como incitadora al
pecado la tenemos en las historias como la de Eva, Judit o Salomé, la femme fatale. Había una antigua
canción popular, a modo de villancico, que decía, “tiene la molinera en su
molino/ la perdición del hombre, tabaco y vino”). Podemos entender que la molinera
ofrece la perdición del hombre que es el tabaco y el alcohol, o que además hay
otra “perdición del hombre”, el sexo.
Es,
digamos, el Antiguo Régimen de la posición de la mujer, encajonada, sometida a
un único rol –aunque dentro de este rol haya un juego de micro y macropoderes
foucaltianos y el poder del “no” ante la sexualidad otorgara cierto control a
pesar de reducir el disfrute.
A
partir del siglo XIX comienza seriamente la represión y en cierta forma cambia
el imaginario sobre la mujer. El poder de la mujer consiste, como comprobamos
en la novelística de Jane Austen, por ejemplo, en ascender en la escala social
a través del matrimonio. Un nuevo ingrediente en su capital sexual.
La
mujer buena no tiene deseo sexual, por lo que se hace necesaria una revolución
sexual. La mujer tiene deseos como el varón, y acaba adoptando un papel
promiscuo propio del imaginario del macho, relaciones sin compromiso, pasiones
frías. Pierde el poder del “no” y siempre está dispuesta. Del imaginario de
señorita Rotternmeier, casta y pura, al imaginario de porn star, que goza desde
el primer instante.
Hay, no
podemos dudar, una doble exigencia para las mujeres, tienen que ser
inteligentes y dispuestas, guapas, arregladas y siempre jóvenes. Se niega su
naturaleza (menstruación, maternidad, menopausia) mientras que se afirma su
naturaleza como objeto sexual (belleza y atractivo). La solución, desde luego,
no es cambiar los concursos de belleza femenina que eran como exposiciones de
ganado vacuno, por Mujeres, hombres y
viceversa y reducir también al varón a un solo músculo.
En el
imaginario del capital sexual se triunfa por la imagen, se cambia de clase por
la imagen, no por el matrimonio como en el siglo XIX en el que se aspiraba a
casarse siempre un poco por encima de su nivel a través de las gracias
naturales y aprendidas de las señoritas. Ahora, sin tetas no hay paraíso, por
eso invertir en capital estético-sexual no sólo persigue un marido, se exige
para ascender, para conseguir copas gratis o para mediar en asuntos al más alto
nivel.
Los
ejemplos a los que nos referíamos al principio indican por un lado la
existencia de una libertad para mostrar el cuerpo, innegablemente deseable
frente al fundamentalismo religioso –y de otros ámbitos– que pretende la
invisibilidad de la mujer. Pero por otro lado, también es indicio de un
perverso mecanismo de opresión que obliga
a mostrarse como reclamo sexual, que cosifica a la mujer como trofeo.
La
clave, evidentemente, está en la medida en la que las presentadoras de
televisión están obligadas a
presentar cierta imagen. Por eso se considera una reivindicación del cuerpo
femenino la aparición del desnudo para mujeres que no se ajustan a este rígido
canon de belleza eternamente joven y escuálida, mientras que la aparición de
desnudos en cuerpos de este último tipo se asocia más con el reclamo más burdo
que atiende a lo sexualmente primario y primitivo.
Que el
cuerpo de mujer es un campo de batalla está claro, pero también que puede ser
un arma de combate. La lucha por la igualdad tuvo un aspecto estético con la
transformación de usos y costumbres en el vestir o en el desvestir. Activistas
como Femen utilizan su propio cuerpo desnudo aprovechando la incomodidad que
provoca la falta de pudor y descontextualizándolo del ámbito sexual.
Preguntarse si es legítimo este uso forma parte de la misma cuestión que
plantea Miley Cyrus y otras actrices-niñas que pretenden cambiar su imagen. ¿Es
triste que tengan que reducirse a objeto sexual para reafirmar su valía? Al
menos puede ser inquietante, ortodoxamente provocador, irónico o tremendamente
conservador.
Es indignante
que la mujer sea reducida a muslos y pechugas, a envoltorios de vaginas,
muñecas hinchables de sangre cálida, de la misma forma que era muy indignante
reducirla a fábricas de repuestos humanos, trofeos de caballeros andantes o muñequitas
frágiles y frígidas. Ni putas ni sumisas
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