Sobre
gustos no hay nada escrito, dicen, pero hay pocas frases más falsas que esta.
Existe incluso una rama de la filosofía que se ocupa del tema, recibe el
pomposo nombre de Estética. La estética no suele ir sola por la vida, suelen
aplicarse calificaciones estéticas cuando queremos hacer mención a cualidades
de diferente arraigo. Se dice, “eso está precioso”, así, con retintín, cuando
queremos censurar algo moralmente reprobable. Y los jóvenes (de)construyen con
un “esto está to guapo”, cuando quiere decir que es espectacular y brillante en
su ejecución, cuando perfectamente encaja, cuando funciona correctamente. No es
nueva esa asociación, en cierto modo, es platonismo: conectar lo bello, lo
bueno y lo justo.
Tampoco
es ninguna novedad ser conscientes de que lo bello se contagia. Así se
construyen los cánones. Si a principios de siglo ciertos artistas eran ignorados
mientras que se encumbraba a otros, pueden tornarse los lugares en el parnaso y
permanecer en el olvido aquellos cuyas obras completas en papel biblia
adornaban los salones y las bibliotecas de aquellos pudientes que las adquirían
en cómodos plazos.
Creo
que será imposible precisar cuáles son las características de algo que sea
universalmente bello. Lo único que podemos compartir es el escalofrío que nos
recorre la espalda cuando estamos delante de la Belleza, así, con mayúsculas.
No se puede explicar con palabras, la descripción siempre queda corta, por
mucho vocabulario que consigas encontrar en ese trance, siempre estará lejos de
transmitir la sensación que te atraviesa. Un vaso de agua no moja.
Esta es
quizás una de las razones por las que es, a menudo, ingrato explicar obras de
arte. ¿Por qué es mágica la Anunciación
de Fra Angelico? ¿Qué se esconde tras la escalera de la biblioteca laurenciana
de Miguel Ángel? ¿Qué es lo que hace que ‘Song to the siren’ de Tim Buckley te
pueda cortar el aliento? ¿Cómo hacer que alguien entienda la ‘Elegía a Ramón
Sijé’ si no se le han puesto los vellos de punta? Pretendes, a lo sumo, que la
mera visión de tanta belleza pueda servir como un balcón, unas ventanas que se
abran para dar a conocer lo que está más allá de sus pequeños mundos, virtuales
y reales. Intentas que el aire que respiras en una obra cobije también a otros.
Aunque pueda
ser disfrutada en soledad, corremos a contar cuando nos hemos asomado a la
belleza. La intentamos grabar en nuestra retina y mantenerla ahí para
recordarla y transmitirla a otros. Y si tenemos uno de estos endemoniados
dispositivos que almacenan fotografías o vídeos, llegaremos al paroxismo del
archivo. Nos dará igual no asomarnos de primera mano, ya la veremos
tranquilamente. La tenemos en el móvil, lo guardamos en la cámara, lo
disfrutaremos en el ordenador…
Los
dispositivos nos están sirviendo para mediar en la experiencia sensible.
Miramos a través de ellos, y comprendemos a través de ellos. Los mecanismos de
la mente acaban por asemejarse a los simples algoritmos de los artilugios. La
poesía, dicen, consiste, en cierta forma, en elegir de la realidad un trocito y
recontarlo de manera tal que nos emocione, no sólo el referente real, sino ese
envoltorio, dirigido como un misil a nuestra mente y a nuestro corazón. Poner
en palabras lo que ni nosotros mismos hemos sido capaces, palabras en las que
nos reconocemos como en un espejo que no fuera de cristal sino un lienzo en el
que se hubiera pintado con óleo el retrato de otra persona. Nos vemos a
nosotros en los labios de otro.
El oficio
del poeta educa la mirada, para dirigirla a una tragedia, a la monotonía o a un
paisaje. Educa el oficio las manos para seleccionar y ordenar aquello que nos
sonará como música. Aprenderá el poeta algunos efectos para seducir, no
demasiados, perdería el encantamiento conocer la tramoya. En cambio tenemos en
nuestros aparatitos filtros para embellecer, herramientas de manejo intuitivo
para transformar una simple fotografía en lo que hemos aprendido a valorar como
artístico. No es la mirada, no es la mano que ejecuta, es un programa
informático quien nos hechiza. Y así nos hemos acostumbrado a mirar la vida,
como si estuviera siempre con filtros y a cámara lenta, como si no hubiera
sombras incómodas.
La
obsesión, la fiebre del archivo, que diría Derrida, nos contagia con
insistencia. Vivimos para hacer de nuestra vida el relato de un viaje que
meticulosamente documentamos con tarjetas postales handmade. Más que vivir, archivamos. Más que recordar, confiamos en
la tarjeta de memoria.
Y
mientras, la realidad cotidiana se ha deslucido, es más ramplona. Hollywood era
la tierra de los sueños, y sabíamos que era una tierra mítica. Pero esas fotos
de Instagram, ese filtro de Photoshop, esos maquillajes son de tu
propia calle, de las nubes que ves a diario, de los rostros con los que te
cruzas cada minuto. La belleza se ha estandarizado y se ha recluido en el
laboratorio fotográfico de los medios y los retoques.
Las
artes pueden seguir el mismo camino. No soy un nostálgico, como Morris o
Ruskin, del trabajo artesano. Artesano es también el programador informático
que mima y depura cada línea de la computación. El arte puede, tiene que
aprender de los avances tecnológicos, las herramientas que facilitan esculpir
en mármol o dibujar con precisión los detalles, pero no puede dejarse embelesar
por el brillo ramplón de las imágenes para colgarse en los muros de Facebook. Los
músicos seguirán dependiendo de su talento por mucho que el auto-tune les facilite las tomas en los
estudios.
Aparecerán
cánones y bandos, estará la incomprensión y el desconcierto. Habrá quienes se
endiosen en tronos y lancen insultos de pescadero. Deberíamos aprender del
Traje nuevo del Emperador y desconfiar cuando veamos al rey desnudo (aunque,
¿quién ha dicho que el rey desnudo no pueda ser el más bello traje?)
El
peligro está en fabricar en serie, en tomar en serie, que no en serio, la obra
de arte. Que la excelencia se mida en un concurso de televisión en el que se
premie el más difícil todavía, confundiendo la sensibilidad con la gimnasia. La
emoción, entonces, la buscarán en las historias lloronas de sus participantes. La
tragedia es que todos los músicos hagan los mismos gorgoritos, que los
bailarines se parezcan como clones, que un paisaje de tormenta se convierta en
plastificado en lugar del mar de niebla.
Aún
siguen, sin embargo, los que crean la belleza, los que consiguen emocionar con
un trazo, juntando las palabras, paseando… Queda esperanza en la mirada. La
belleza está ahí, en unos ojos, en un hombro dolorido, en un desconchón del
muro donde crece el musgo, en un poema en el que no sabemos encontrar ni
métrica ni rima pero que transforma el mundo como en un conjuro.
¡Qué palabras tan bonitas sobre la poesía!
ResponderEliminarGracias, Daniel. Muchas palabras viniendo de quien viene.
ResponderEliminarBelleza ha quedado perfectamente definida con este tu artículo, Javier, me has emocionado hasta el límite. Es como si tus palabras brotaran una tras otras, sin pensártelas apenas, sin trabajarlas, como si fuera algo innato en ti esa capacidad de fluir de la palabra. Maravillosa estética la de tu palabra, y un mas que bellísimo mensaje. Ojalá algún día yo pueda escribir algo que se le parezca. CHAPEAU!
ResponderEliminarWow, Rosa. Tú sí que me has emocionado.
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