La vida es un asunto extremadamente complejo para poderlo tratar con toda la sutileza que sus detalles requieren. Tenemos que basarnos en intuiciones, lidiar con informaciones parciales e incompletas, utilizar la experiencia y confiar en identificar bien los contextos para poder aplicar los remedios que antes nos han funcionado. En el fondo es lo que hacemos los sociólogos, tratar de encajar la realidad en unos conceptos, dinámicas que puedan ser comparables entre sí, que aporten algo de luz, que expliquen. No tiene mucho sentido describir una a una las células del cuerpo durante la digestión. Imposible enterarnos de algo si los biólogos no asumieran la tarea de organizar, nunca mejor dicho, el sistema digestivo y simplificar la narrativa del bolo alimenticio desde la boca hasta las células.
Esta labor, desde luego, no está exenta de problemas. Hay que tener cuidado con lo que decidimos ignorar, con aquellos elementos que enturbian el cuadro. Resaltar la figura sobre el fondo nos puede inducir a error. Al final, no hemos avanzado mucho desde que Platón nos enseñara que el verdadero mundo real es el de las Ideas, aunque ahora las llamemos conceptos científicos.
Se dice, con razón, que los árboles nos impiden ver el bosque. Los actos individuales, con sus peculiaridades y su trasfondo biográficos, aparecen como la única forma de describir fielmente la realidad. Es el llamado individualismo metodológico. Los grupos no existen, solo las personas individuales. No existe la sociedad, solo las células. Este grupo de personas, a las que me gustaría imaginar bienintencionadas, aborrecen de cualquier rasgo que huela a social. No soportan las novelas en las que la ciudad sea protagonista, donde los individuos pertenezcan a un grupo o simbolicen una determinada posición social. Lo interesante, lo realista, según ellos, es sumergirse en la psique individual de las personas, la particularidad, ver sus motivaciones y sus actos como decisiones conscientes o no, pero que solo a ellos conciernen.
A los individualistas metodológicos se les crispan los nervios cuando alguien habla de violencia estructural, de condiciones materiales de la existencia, cuando se ponen de relieve las injusticias de partida que afectan a unos colectivos y no a otros. “Ya están estos eludiendo la responsabilidad individual. Para ellos nunca la culpa es suya, siempre es del otro”. Estas personas se sienten, por lo general, muy satisfechas de lo que han logrado en la vida y cualquier cuestionamiento de las diferencias en el punto de partida parecen tomarlo como algo personal, como un demérito a sus logros. “Yo no estoy aquí porque mi padre fuera catedrático, yo he logrado mi plaza por mis propios méritos”. Olvidando todo el capital cultural y social, incluso el económico, que les avalaba en su cursus honorum.
Como es natural, el sistema capitalista, con su imaginario de premios y castigos en la escala social les parece el modelo natural para el ser humano, aunque haya tardado milenios en instaurarse. Es un mundo en el que los más capaces consiguen el éxito y el resto debemos pagar nuestra desidia con posiciones subalternas. La libertad de elección es lo que tiene.
Por otro lado, están aquellos que se aferran a ser considerados parte de un colectivo, que entienden la historia como un relato en el que los protagonistas no son personas, sino grupos, naciones, clases sociales, minorías. Su mundo es el de los estereotipos. A menudo sin matices, solo ven configuraciones oscuras y conspiraciones de intereses, una especie de sociedad secreta que maneja el mundo a su antojo. A pesar de dotar al “pueblo” de entidad personal, lo zarandean en manos de los poderosos. La sociedad se convierte en una cárcel que no deja respirar a los oprimidos. Las estructuras mandan. Poco aprenden de la calle cuando vemos que cualquier norma, por rígida que sea, es asaltada de mil formas por la creatividad de los individuos. A estos se les han perdido los árboles en el bosque.
Lo peor es la falta de matices, considerar que alguien se va a comportar de una determinada manera por ser de una clase social, de un grupo marginado, por su género… sin tener en cuenta que cada persona es un mundo en sí mismo y que sufrimos múltiples tensiones que nos hacen tomar distintos caminos. Las cartas las reparte la estructura, pero hay quienes saben jugar, quienes hacen trampa, quienes fallan o quienes tiran las cartas por el aire.
No podemos olvidar que el mundo social es un engranaje muy poderoso y que, queramos o no, el sitio donde nacimos, la familia que nos acoge y nos da un nombre, nos da también un apellido y nos hace heredar, no las notas del colegio, pero sí las clases particulares, la casa donde habitamos, los amigos que tenemos y los horizontes donde nos movemos. A veces, nos ponen orejeras para mirar solo en una dirección. No podemos olvidar la clase donde nacimos, que condiciona con quiénes nos juntamos y a quienes amamos incluso.
Foucault siempre me transmitió la sensación de opresión, que el poder es omnipresente y que luchar contra él es formar parte de su juego. La sociedad puede ser esa jaula de hierro. Deleuze nos recordó que siempre quedarán los esquizos para darle la vuelta al calcetín o para decir que es un muñeco para títeres. Hay múltiples opciones, hay múltiples opresiones y caminos vallados que nos empujan. Siempre nos queda un resquicio para respirar, para olvidarnos de las restricciones. Un poco de locura para ser libres. Nuestra propia experiencia vital nos invita a pensar que, a veces, no somos más que cometas sin hilo.
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