El ayuntamiento
de Barcelona ha decidido retirar la estatua del marqués de Comillas por
considerar indigno de una ciudad tener un homenaje a un traficante de esclavos.
Por supuesto, han saltado quienes quieren atacar a Colau aprovechando cualquier
pretexto y, por supuesto también, los cántabros quienes reivindican la figura
de su paisano. Realmente hay pocas cosas tan mudables como el pasado.
Dejando momentáneamente de lado
la cuestión de si es importante o no retirar la estatua, hay un asunto que
subyace, el sentimiento de identificación. Se da por sentado que, siendo
cántabro el marqués, los cántabros deban defender su estatua y su memoria. De
igual forma, debe ser sensato admirar a Francisco Pizarro o a Hernán Cortés por
ser de origen español. No sé si deberíamos tener la misma proximidad con un
asesino múltiple que fuera de nuestro pueblo. Habría que clarificar cuál es el
límite para reivindicar una figura como propia. Me gustaría suponer que ningún
alemán defiende a Hitler por ser alemán, ningún ruso admira a Stalin por haber
pertenecido a la Unión Soviética. Quizás haya quienes los defiendan porque
“hicieron también cosas buenas”, que es la excusa preferida de los franquistas de
tapadillo.
¿Qué nos hace identificarnos con
alguien? ¿Qué nos hace sentirnos igual que otro alguien? Para los que profesan
una fe se les requiere elegir entre modelos. No es lo mismo, supongo, para un
católico las declaraciones del arzobispo de San Sebastián referidas al
feminismo, que las declaraciones del cardenal arzobispo de Madrid quien supone
que la Virgen habría secundado la huelga del 8M. Los comunistas deben elegir si
su ideología es la de Stalin que mandó al Gulag a millones de compatriotas, los
liberales si apoyan, como Thatcher, a Pinochet. Teniendo en cuenta que las
ideas no son de nadie, que no se puede poner restricciones a cualquier hijo de
vecino que adopte su fe en cualquier lado, aunque sea contradictorio, no
podemos hacer responsables a todos los adeptos de las barbaridades de alguno.
Sin embargo, para los que están
dentro o intraños, insiders en inglés, resulta indigesto
comulgar con piedras de molino, pero posible. Para los extraños es tal
barbaridad que no comprendemos cómo pueden seguir apoyando a cualquier partido
político, habida cuenta de lo que ha dicho su líder en no-sé-dónde. Hablarán
psicólogos de ceguera parcial, de sesgo cognitivo que impide ver las
incoherencias propias y las barbaridades de los nuestros mientras que nos hace
especialmente sensibles a las ajenas.
Pero creo que hay mucho más, que
hay una voluntad explícita de apoyar a los nuestros a pesar de todo. Pero,
¿quiénes son los nuestros? ¿Cómo los elegimos? Una persona, cualquier persona
tiene diferentes rasgos, interpreta diferentes roles en la vida. Somos parte de
los padres frente a los profesores, somos padres frente a las madres, somos
pobres frente a los ricos, españoles frente a los extranjeros, cultos frente a
los catetos, andaluces frente a cántabros… Y añádase un equipo de fútbol, de
baloncesto, un gusto concreto de música, de literatura, de forma de pasar el
tiempo libre… De todos estos rasgos, ¿cuál sobresacamos? ¿a cuál nos aferramos
para pasar del “yo” al “nosotros”?
De las múltiples caras de
nuestra poliédrica personalidad y de nuestra difícil y mestiza identidad,
cribamos unas características, ni siquiera las más evidentes, las más útiles,
las que mejor nos hacen sentir. Y de todas ellas observamos a nuestro alrededor
quiénes pueden tener las mismas, comoquiera que sea compartir la misma
identidad. ¿Cuál es la ceguera hacia nosotros y la cualidad de encontrar
parecidos?
Habrá quien se apoye en la
biología (¡qué fácil lo tienen los biólogos evolutivos para caer en la falacia
post hoc!) para explicar que tendemos a favorecer a los nuestros porque así
nuestros genes (los memes de Dawkins)
tienen mayor probabilidad de perpetuarse. Ahora bien, ¿cuál es la forma de
elegir a los nuestros? ¿Quiénes son similares a nosotros? La familia, como
grupo primaria, tiene muchas papeletas para conseguir apoyos incondicionales.
Pero no es una explicación convincente habida cuenta que el primer asesinato de
la Biblia fue un hermano contra otro hermano. De esto saben mucho quienes han
sufrido herencias traumáticas. Incluso rupturas matrimoniales. Ni siquiera
compartir familia es un elemento seguro para que te incluyan o para incluir en
los que somos iguales.
Se dice a menudo que el
nacionalismo es una ideología muy básica, de transmisión efectiva sólo con
despertar los más bajos instintos egoístas de la población. Sin embargo, no es
tan fácil crear nación. Así se lo pueden preguntar a los nacionalistas
andaluces, e incluso al catalanismo más intransigente, que no consigue convencer
de sus bondades sino a menos de la mitad de los votantes. Siempre les queda,
desde luego, calificar a los que no son nacionalistas de falsos patriotas, de
vendidos, de esquiroles a la patria, amor sagrado hacia el paisaje de la
infancia y, de paso, hacia sus líderes.
Cuando se produce el milagro,
llamémosle así, además de sentirse identificado, uno tiende a sentirse
indignado y defender lo indefendible abducido por el espejo. Literalmente así,
no porque te convenzan las mismas razones, sino porque, aunque no haya razones,
uno es de la misma ciudad, del mismo sexo, del mismo partido.
El sociólogo Gabriel Tarde y, en
su estela, Michel Maffesoli y mi maestro Luis Castro, incidían en los poderes
de la imitación de los seres humanos. Mecanismos biológicos permiten, según las
investigaciones de los hermanos Castro Nogueira, entusiasmarnos con el Otro,
sentirnos abducidos hasta tal punto que nuestra razón se adapta al grupo en el
que respiramos. Vemos por sus ojos, razonamos con sus silogismos y sostenemos
como evidentes las mismas verdades que otros, sin embargo, no dudan en
calificar como locuras. Lo que está por clarificar es por qué nos seducen unos
y no otros, por qué nos fascinan los chicos malos, por qué nos enganchan los
ambientes místicos, porqué nos enrollamos en una bandera o hacemos coros en una
canción popular de nuestra infancia.
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