Esta semana ha saltado el revuelo con la propuesta de una Superliga. Los detalles y las implicaciones deportivas seguramente se me escaparán porque no soy aficionado, más bien soy antisistema. Lo que me interesa, por supuesto, son las explicaciones que dan los implicados y cómo son asumidas por la sociedad. Es importante atender a las explicaciones porque los implicados suponen que ofrecen un razonamiento aceptable por la sociedad, dan por sentado un asentimiento compartido. Cuando Florentino Pérez tiene la oportunidad de dar su punto de vista no puede aparecer como un ser despreciable que utiliza su dinero y su influencia para ser un malvado, al menos en su cabeza todo suena muy razonable.
Los motivos de esta propuesta parecen estar en la pérdida económica tan gigantesca que ha causado la covid, cierre de estados, caída en la venta de mercaderías… Como aliado en su argumentación está la falta de eficacia, transparencia e incluso de honestidad de las organizaciones internacionales de fútbol, la UEFA o la FIFA. Se puede conectar con el descontento del aficionado con estas instituciones. Luego llega la gestión de los derechos de retransmisión. Ahí entra la apelación a la justicia. Deben cobrar quienes más generan, nadie ve los partidos de las fases iniciales de la competición, solo tienen interés para el público a partir de un momento en el que copan los grandes clubes. No hay grieta. Es cuestión de justicia.
En el fondo, y en la forma, son los mismos argumentos que se esgrimen en los debates ideológicos. Hay una constante mención de la meritocracia. Lo curioso es que la utilizan unos y otros. Meritocracia la de la Superliga porque están los que más se lo merecen. Meritocracia quienes la combaten porque evita que un equipo modesto que haga una gran temporada pueda estar en competiciones europeas. Suena un poco al debate que hubo cuando se filtró el contrato de Messi. Si vale tantos millones es porque los general. Como si un solo delantero pudiera no ya ganar, jugar siquiera un partido. Si no es por la labor de sus diez compañeros no podría llegar al área. El entrenador es otra figura curiosa en estos debates. Si un equipo no funciona, se reemplaza al líder. Una mentalidad empresarial que concibe el fracaso de una marca como error del gestor y no como un problema que puede ser estructural.
En la perversidad de este razonamiento, los grandes clubes ocuparían todos los espacios rentables de negocio y se concentrarían las ganancias distanciando mucho más a los llamados clubes modestos, que básicamente servirían como cantera para los grandes. Como en la vida misma, los que no tienen posibilidad de triunfar son los que hacen el gasto en preparación para que, si hay suerte, alguno llegue a ingresar en la élite. Si no alcanzan la gloria simplemente es que no tienen lo que hay que tener, el talento en las botas y el espíritu de lucha y sacrificio.
Ahora bien, cuando la discusión se pone agria y se apela al espíritu de competición por encima del negocio, se llega a la épica del David contra Goliath, la Superliga resiste con un golpe de realpolitik, esto es un negocio. Y sanseacabó. Los clubes son empresas y, como tales, miran por sus beneficios. Eso lo entiende todo el mundo y todo el mundo lo aplaude. Efectivamente, claro que son empresas. Empresas transnacionales abiertas al capital de los multimillonarios, independientemente de la procedencia de sus fondos, independientes de cualquier regulación estatal o supranacional, cualquier organismo que se atreva a marcar unas normas. Golpe encima de la mesa y ganador.
Lo que se traduce es el siguiente silogismo. El fútbol es una empresa. Si una empresa toma una decisión concreta lo hace siguiendo sus razones y está en su derecho. Una empresa siempre tiene derecho a llevar a cabo lo que considere oportuno porque es una empresa privada. Un juez de lo mercantil se apresuró el miércoles a prohibir a las instituciones como la UEFA o la FIFA cualquier tipo de sanción. No sé cómo denominar a este nuevo modus emprendens, si lo hace la empresa, está bien[1]. Ergo, si se quita libertad a la empresa mediante regulaciones, está mal. Aunque las decisiones nos pongan en peligro, o simplemente nos fastidien. La empresa representa el bien, la justicia y la belleza. La belleza de los partidos vibrantes, los regates espectaculares y los goles imposibles.
El fútbol siempre ha ofrecido al imaginario la posibilidad de cambio. Un ejemplo de las bondades del mundo que conocemos. Un equipo modesto puede ganarle al Madrid, un jugador de un barrio de chabolas del Tercer Mundo puede llegar a ganar millones, un Estado se convierte en una nación unida bajo los colores de una selección. Los niños soñaban con ser futbolistas para salir de la pobreza, para llegar a ser respetados, ricos y famosos, para alcanzar la gloria[2]. Las chicas luchan por conseguir que las ligas femeninas tengan la misma categoría que sus homólogos masculinos, aunque el fútbol sea el reducto de la masculinidad, donde hay que echar huevos para remontar un partido y donde uno no se queja de los insultos racistas, que eso es de nenaza. El paraíso donde no hay gais y si muchísimo compañerismo varonil.
El proyecto de Superliga es la confirmación del llamado efecto Mateo: “al que tiene se le dará y al que no tiene, se le quitará”. Es palabra de Dios. O de Florentino, que viene a ser lo mismo. Sin embargo han sido las reacciones de aficionados o de otros clubes en Europa, por ejemplo, la toma de posiciones de Boris Johnson, las que han paralizado en seco la iniciativa. Parece que la sociedad civil, esa que existe al margen del Estado –y la empresa privada– tiene vitalidad y arrastra a otras empresas y a los poderes públicos. Partido a partido.
[1] También en estos días, dirigentes de la derecha y la ultraderecha se congratulaban de que la vacuna más efectiva fuera de una empresa privada, Pfizer. “Qué maravilla” han tuiteado obviando, no solo el valor de la investigación básica que se realiza con fondos públicos, sino el flagrante hecho de que se ha podido fabricar la vacuna con la ayuda de una empresa alemana, BioNTech, que ha recibido una ayuda pública del Gobierno alemán de 375 millones de euros y un préstamo de 100 millones de euros del Banco Europeo de Inversiones. También se obvia el hecho de que la millonaria inversión privada tenía asegurada su rentabilidad porque serían los gobiernos quienes están pagando los precios que las empresas privadas estipulan. Una inversión que tiene asegurada su demanda y que la demanda va a pagar, no se arriesgan a que sea el consumidor particular quien compre las vacunas, no son las familias, es el Estado.
[2] Pero ni los niños quieren ser futbolistas ni las niñas princesas, ahora toca youtuber, tik-toker, o streamer, en todo caso ser famoso a secas. Es el fin del sueño del talento y el esfuerzo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario