Cuando comencé este blog en diciembre de 2013 sostuve que los dos grandes modelos para la sociedad actual eran el emprendedor y el deportista. El deportista nos enseña a no rendirnos, a llegar siempre más alto, más fuerte, más lejos. Además, las competiciones deportivas crean sentimiento de comunidad, un respirar juntos, gritar juntos, celebrar juntos victorias y derrotas. Sin embargo, ni entonces ni ahora, lo considero como algo positivo. Más bien al contrario, el deporte es uno de los inventos más perversos de la humanidad.
Para empezar no me refiero al deporte como ejercicio físico, ni como juego. El ejercicio físico parece ser que es necesario para la salud, y el juego es imprescindible para la salud mental, para la diversión. Hay páginas memorables en Huizinga sobre el Homo Ludens, pero el deporte de competición es otra cosa. Y no simplemente el de alta competición, desde las ligas infantiles estamos demasiado acostumbrados a las tanganas que se forman cuando el árbitro no dispone lo que un equipo, o los padres de los jugadores de un equipo, quieren.
Durante las presentes olimpiadas (en realidad Juegos Olímpicos, olimpiadas es el tiempo entre unos juegos y los siguientes), hemos tenido ocasión de presenciar algunos gestos memorables. Como la alegría compartida por las nadadoras por un récord que se había superado, o el abrazo entre las dos primeras saltadoras de longitud. Parece que gestos como estos nos reconcilian con el ser humano.
Desgraciadamente no todo ha sido así. Hemos también tenido que soportar las controversias propias de unos juegos. Un ejemplo penoso es el que discrimina la equipación masculina y femenina en voleibol, claramente orientada al sexismo. Han surgido también controversias sobre los deportistas intersexuales y transgénero. La declaración de Simone Biles de que no puede seguir compitiendo por sufrir depresión a causa del estrés de los juegos ha suscitado un aluvión de intervenciones, unas más desafortunadas (la de Djokovic entre las más vergonzosas) y, de paso, saca al debate público la necesidad de cuidar la salud mental en el ámbito laboral y cotidiano.
En el caso español la que ha tenido que ver con Ana Peleteiro, a quien se le cuestiona su españolidad desde algunos medios, a pesar de haber nacido en España y tener madre española. Un caso similar es el del corredor Mohamed Katir, nacido en Marruecos y nacionalizado español. Katir ha tenido que reafirmarse en diversas entrevistas que él corre por España y no por Marruecos. No es la primera vez que vemos que los países intentan acaparar deportistas de élite para engrosar el medallero. Recuerdo el caso de David López-Zubero, hijo de un aragonés, nacido y criado en los Estados Unidos. La doble nacionalidad le permitía participar por España, por los EEUU le hubiera resultado imposible clasificarse. Nadie cuestionó la medida. Ahora, sin embargo, quizás por el color de la piel de Peleteiro, Katir o de Ray Zapata se entra en la polémica.
Un detalle muy interesante de esta polémica es la distinción entre “emigrantes” que sí son bienvenidos y los que llegan para quitarnos los puestos de trabajo. Dejando de lado que Ana Peleteiro no es emigrante bajo ningún criterio, ¿cuántos años tiene que pasar para que se considere a alguien un “verdadero español”? Los juegos olímpicos no me interesan lo más mínimo, pero sí esa versión de España que se está haciendo muy popular y que únicamente considera españoles a una parte muy reducida de los que tenemos la nacionalidad. Españoles nacidos y criados, de padres, abuelos, tatarabuelos patrios, del color adecuado, de la religión adecuada, de la ideología adecuada… ¿Se ha olvidado ya aquel whatsapp que pedía fusilar a la mitad de la población, incluidos los niños? No creo que fuera una amenaza real, pero sí un sentimiento muy real y compartido de que hay españoles y españoles.
No hay que meter la política en los Juegos Olímpicos, defienden muchos. Pues será la primera vez, porque es precisamente la política la que otorga sentido a las competiciones. Son los Estados los que compiten, los que buscan la fama o el reconocimiento, o tapar las vergüenzas a través del medallero. Son los Estados los que dedican cantidades de dinero, siempre insuficientes, para la preparación de unos atletas con vistas a las competiciones internacionales. Por no recordar los boicots de los tiempos de la Guerra Fría.
Como acertadamente dijo Gerardo TC en su columna de opinión, nos ha enorgullecido que nuestros deportistas se muestren generosos y celebren el triunfo de otros, nos identificamos con su compañerismo. Pero hubiéramos apoyado igual si hubieran sido rudos contrincantes y maleducados con tal de ganar una medalla. La furia española, esa que arrastramos desde tiempos inmemoriales. Y quizás sea por esta ceguera chovinista por lo que tantos deportistas y tantos equipos técnicos bordean la legalidad para alcanzar nuevas marcas, suplementos químicos que no están en la lista de sustancias dopantes –o sí–, pero que quizás en unos meses pasen a descalificar a quienes las utilicen. La mentalidad del todo vale para ganar, desgraciadamente, también se enraíza en nuestras vidas.
Y yo me pregunto, ¿por qué hay que dedicar dinero a los centros de alto rendimiento para atletas de élite? ¿Qué aporta al pueblo español que quince o veinte deportistas sean los mejores del mundo en unas pruebas? Realmente no creo que se corresponda con una mejora en las condiciones del país, que Saúl Cravioto sea medallista de plata, policía, ganador de Master Chef, guapísimo, simpático y tenga don de palabra, ¿qué aporta a la nación? Orgullo. Simplemente orgullo. Con este tipo de ceremonias se crea el espíritu nacional, del que muchos consideran que estamos faltos.
Otros, los que disfrutan con el deporte como espectadores, dirán que aportan belleza y satisfacción, emoción y adrenalina. Ver deporte por televisión se parece mucho a las risas enlatadas (iba a decir que al porno), porque son otros los que hacen lo que deberíamos hacer, un caso de interpasividad. No encuentro diferencia con quedarme mirando esos vídeos espectaculares en los que chavales de todo el mundo hacen piruetas con una bicicleta, saltos enormes, acrobacias con el balón en una canasta, o encestan una pelota haciendo palanca con una pala a muchísimos metros de la canasta. Cuando me asombro de la cantidad de horas que ese chico ha invertido en saltar sobre la pala hasta que grabó una canasta, pienso, ¿no podría haberse dedicado a otra cosa? Hablaremos de la tiranía de los likes en internet, pero el mecanismo no difiere mucho de lo que son unos Juegos Olímpicos.
El caso es que tanto sufrimiento, tanto entrenamiento, tanta presión para qué. Alguno dirá que es como el arte, que tampoco tiene utilidad, pero, como decía Antonio Machado, “el arte es largo y, además, no importa”. Pero, al menos, el arte dura.
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