Antónimo de cobijo (Lulu, 2018) recogía los primeros poemas de Marta Pumarega, un interesante debut que hablaba de sentimientos y memorias, del paso del tiempo y mostraban las indecisiones propias de los inicios. También se han recogido poemas suyos en la antología 54 poetas que corrieron la Maratón de Chicago (Ars Poética, 2018) o en la Revista cultural 142. Ha participado en festivales online o en las lecturas del Aleatorio y ahora presenta una obra de madurez en muchos sentidos. Su título, además de ser científica y rigurosamente cierto proviene de preguntarse: “¿cómo sería ver el mundo a través de los ojos de alguien que pinta? (…) viendo el mundo a través de los ojos de mi madre acuarelista, dándole al cielo la importancia que se merece, todos sus colores”. En el volumen, como la autora anuncia, “Mis poemas tienen el temblor de quien se atreve a amar y el dolor de quien amó. Tienen en la mirada la muerte de un amigo, la vida en cajas por las mudanzas”.
Desde el primer poema, el emocionante El secreto, quedan sobre la mesa alguna de las líneas argumentales que atraviesan el volumen: “Ha perdido tantas veces / la razón/ frente al espejo. // No lo sabes, nadie podría saberlo, / pero tengo la necesidad de empezar a cantar / como un pájaro / que espera su primavera” (El secreto). Por un lado está la nostalgia hacia la niñez, el recuerdo familiar, y el personal, tomando la niñez como el cobijo al que se hacía referencia en el primer poemario de Marta Pumaraga: “La casa de mi infancia / es un poema que nunca termino” (La casa). El regreso a esa casa es el argumento para confrontar dos realidades, una presente tumultuosa, arrebatada, doliente, y la serenidad y los sanos afectos. Así habla de “Volver a mi tierra a nado, / a contracorriente, a pulmón” (El cobijo); “Déjame entrar, / en la sonrisa sincera de tu infancia, / en tus manos / de músico de cuerda” (La llamada). A la infancia se asocian los sentidos más cargados de emoción positiva, como el Petricor: “Y es mi infancia / la que mira por la ventana/ mientras llueve”. El emotivo recuerdo de su abuela: “Mi abuela es un retrato al final del pasillo. /…/ En el retrato mi abuela no llora, / pero yo recuerdo que / de sus pequeños ojos azules / caían lágrimas del mismo color /…/ Yo nunca supe por qué mi abuela lloraba” (El retrato). Por último, señalar que el territorio de la infancia pasa de generación y también implica a la poeta como madre, que ofrece también el refugio de la memoria.
Varios son los paisajes que marcan los afectos. Por un lado está el mar, el de la infancia, el de los cuadros de Sorolla y el metafórico que describe las relaciones (“Eres mar, / quiero decir: / eres deriva y calma, / lo que contemplan mis ojos / desde lejos, / amanecer tímidos sobre la ola”, La lejanía; “De todas las mujeres / que he sido /…/ De todas, / soy la mujer que espera, / soy la mujer que mira el mar”, Las mujeres). Por otro lado está la ciudad, Madrid, pero también Florencia: “Esta ciudad se sabe / tu nombre de memoria; / la geografía de sus calles / son las geografías de tu cuerpo” (Madre); “Sin embargo, el resto de la vida, / es como ropa tendida al viento, / como aquella ciudad / que tenía tus ojos y mar, / como cuando abro mis brazos / y te pido que vengas/ como cuando dije quiero y quise” (La avenida).
El otro gran bloque temático, que atraviesa todo el poemario es una ruptura, con todas las fases del duelo, descritas minuciosamente las indecisiones, el dolor, la desilusión y el estupor. Son poemas dedicados a un tú muy concreto, que está presente en el recuerdo y en la conversación, que representa el deseo, los anhelos y la traición, el sufrimiento y la tenacidad en el recuerdo.
Entre esos bloques aparece también otro tipo de sufrimiento, el que se anuncia en las palabras preliminares de la muerte de un amigo: “He escuchado / llorar a una mujer, / llora lluvia y arena, / sale barro de su garganta” (El duelo); “Mientras te esperaba, / he visto a mi amigo muerto / paseando por la calle / con sus manos de buscador de oro” (La sombra). Este ahogo “Cada vez que alguien muere, / te mueres tú otra vez” (La muerte). De todas formas, se entrecruzan uno y otro: “La escritura / como abrazo de mi amigo muerto, / como tabla ante el naufragio / comida por la sal” (La escritura).
La presencia de los primeros tiempos de una relación, con su deseo, con su sensualidad, con su sensación de inicio se refleja en la nostalgia de algunos poemas: “Llenemos de infinitivos la noche” (El anhelo); “Te quiero, dice. // Y me mira / como un niño / que espera un beso” (El querer); “Nosotros que aprendimos a arder en la oscuridad” (La ruptura) o en ese verso “Tiemblo a tu lado / como un pájaro en una red” (El deseo) que evoca a Leonard Cohen de Bird on a wire. En la historia que atisbamos dentro de los poemas sabemos de las indecisiones y las dudas, de lo incierto: “A veces te vas / como quien imagina, / como aire caliente, / como quien tiene otro destino” (El viajero); “como estar con una venda / en una habitación a oscuras” (La confusión).
Dos versos que cierran el poema Morada son muy expresivos al respecto del inicio del final de esa relación: “Hay un hombre que me habita. / Se hace llave. / Se ha hecho puerta” (Morada). Marta Pumarega utiliza la referencia física a la casa, a las habitaciones, a la vida en el interior como sinécdoque de la vida en pareja: “Esta habitación no tiene reloj, / pero está llena de tiempo /…/ Veo la noche, / veo diez árboles, / cuatro tejados, / y el parque infantil, / y los coches volviendo / de las fábricas/ por aquella carretera pequeña” (La espera); “Nunca se aprende a olvidar. / La memoria es una casa / de ventanas abiertas” (Olvido); “Y allá, en mitad de esa nada, / de ese agujero negro, / de esas escaleras sin barandilla, / pronuncio tu nombre” (Los miedos). El insomnio, ángel terrible, es la manera de estar consciente de la realidad que atenaza: “No poder dormir, / abrir los párpados / hasta tocar el techo” (El paisaje). Por eso es tan significativa la referencia a la mudanza: “Últimamente, la mudanza, / la caja en la que guardé / mi infancia y sus anginas, / mi ventana con mar, / mi barrio” (Primera mudanza).
Marta Pumarega hace un interludio, como ya hizo en Antónimo de cobijo, de Renuncios breves, pequeños poemas que funcionan a medio camino del aforismo y el haiku, del instante y la reflexión: “El insomnio es una luz / que se enciende en mitad de la noche, / como un náufrago que lanza una bengala / en la oscuridad del mar” (Insomnio); “Desde que tú me miras / estoy mucho más guapa” (Espejo); “Para los pájaros, / mi mano es una nube / desde donde les llueve / el pan” (Alimento). Estos poemas, a veces, más amables funcionan como espacio para tomar aire antes de retomar la intensidad dramática en la segunda parte del poemario.
Continúan los poemas que retratan la ruptura: “Hay un silencio / que cabe entre nosotros, / silencio que salpica los zapatos, / silencio blanco que nos bebemos con las manos, / silencio que descansa bajo tierra” (El silencio); “Dejé en tu mapa / toda mi orografía / de mujer descalza. // Salté / tristemente a tu vacío, / con una venda / y sin alas” (El canto). Son poemas de tono confesional, de tanta intimidad que buscan la herida que cualquier lector tiene guardada. Marta Pumarega consigue dibujar con dolorosa precisión los momentos en los que se alternan la necesidad del recuerdo y la necesidad de ruptura: “Es por eso que aún / me balanceo en tus ojos, / rumio tu recuerdo / moviendo los labios / de un lado para otro” (La herida); “Podría parecerme que vuelves / mientras miro por la ventana / y la figura de un hombre, / tras el cristal, / navega hacia mi puerta” (El retorno). Hubo, sin duda, un tempo para la negociación (“asistí al derrumbe / de nuestro hogar, / con un poema de amor entre los dientes”, Las creencias) pero llega el momento del duelo en el que la duda duele tanto como el sufrimiento que ocasiona la ruptura. Dos versos lo condensan: “La soledad / es la tristeza del arrepentido” (La soledad).
A la herida dedica una serie de versos que aportan imágenes expresivas, elocuentes: “Recuerdo el hospital, / los susurros por la rendija de la puerta, / sus horas muertas, / la habitación blanca a través del suelo, / un espejo donde no reconocerme /…/ Sin embargo, // a través de las ventanas, / estaba la vida” (El hospital); “Conozco la madrugada, / soy uno de sus silencios” (La madrugada); “Este blanco que me ahoga, / este papel que te sostiene” (La mirada). Las descripciones físicas quizás sean las que duelen más: “Tus ojos, / perder el pulso de tus ojos, / eso fue sin duda lo más terrible” (Los ojos); “Tampoco pude ver el mar; / tenía los ojos llenos de arena” (365 días); “Y yo recuerdo tu nombre, / salvaje como tu silencio, / como árbol torcido, / como pasos viniendo hacia mí / en la oscuridad de la calle” (Tu nombre).
En las fases canónicas del duelo se suele representar la ira como un paso necesario. Y más que resentimiento, en los poemas encontramos la conciencia del dolor causado con la ruptura: “En la casa solo quedan / unas librerías vacías. // Todo lo he perdido. // He perdido hasta mis libros, / soy un pájaro en el suelo” (Los libros); “Esta nueva casa / tiene el duelo / de lo perdido” (Segunda mudanza); “Escribo, / no hago más que escribir / en la noche, / aquejada de ciertos dolores antiguos” (El respirar); “Fuiste el idioma / esclarecedor de la duda, / un beso extendido / en mi carne devastada, / la luz encendida / en la casa de mi infancia, / el azul del cuadro” (La caída). Y, sobre todo: “Fuiste mi miedo a la oscuridad, / jauría de perros que ladraban / y atravesaban con sus incisivos / mis oídos. // Fuiste las farolas rotas / en mitad del camino, / los árboles aullando al viento, / el viento golpeando el cristal. // Fuiste la noche, / oscura dentellada / sobre mi cuerpo” (La noche). Por último, llega la aceptación, el reconocimiento de lo inevitable (“Te estoy mirando a ti / y mis ojos están completos /…/ Pero, después vino el silencio”, El olvido), la asunción serena de lo pasado (“Yo conocí una vez / un hombre / como aquel pájaro, / que era capaz / solo cantando, / de que entrara el sol por mi ventana”, La primavera). En suma, el recuerdo preciso del transcurso de la vida: “El sabor amargo / en el cielo del paladar, / una cama llena de cristales. /…/ No sabes todo / lo que he tenido que recordar para olvidarte” (El invierno).
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