Angélica Morales se dio a conocer a partir del teatro y la narrativa, sin embargo, su obra poética, que no deja de crecer. Destacamos: Desmemoria (2012), Premio Internacional de Poesía Miguel Labordeta; Asno mundo (2014), Monopolios (2014), España toda (2018), Las niñas cojas (2019), El sueño de la iguana (2020), #Medea ha vuelto (2021) y el más reciente, Mi padre cuenta monedas (2022). Está dotada de un interesante planteamiento y parte de un verso de Pessoa. “Este libro pretende ser un humilde homenaje al primer poeta que, sin saberlo, besó el alma de todas las mujeres que un día fui. Y desde entonces solo he querido escribir eso: el insoportable dolor de la belleza al otro lado de un mar que no existe”, señala en la contraportada. Los poemas se articulan en tres voces, Una, Otra y Aquella, desdoblándose en el tiempo para sincronizar los pensamientos, los recuerdos, las conciencias y las voces.
La escritura de Angélica Morales parte de la transmisión de emociones, se dirige más a la piel que a una reflexión filosófica, abundan las asociaciones casi oníricas y dota a los elementos de personalidad y agencia: “Y después de nosotros, / un acorde silencioso, / el mismo resplandor de mi pena, / el agua lamiendo mi puñal” (Una). Sin embargo, sin dejar de atender a los detalles, hay mucho de pensamiento en estas voces, mucho de reflexión, de mirada al interior: “Si me pongo a pensar, / mato la pasión de adentro” (Otra); “Mas no seré yo / única en esta especie de humanidad amodorrada / que no sabe masticar las horas, / que no sabe cantarle a la ceniza” (Aquella).
Las sensaciones de ausencia y de falta quizás sean uno de los pilares desde los que se arma el edificio poético de Siempre es demasiado tarde para no cantar: “He llamado tantas veces con mi voz / al silencio de la ceniza, / hurgando en la superficie de las cosas comunes / para acabar encontrando la nada, / si acaso la antología de un soplo, / el hambre sexual de una ventana / en su soltería” (Otra). Se hace patente el sentimiento de soledad y abandono, de fragilidad y de desamparo en cualquiera de las tres voces: “Estamos solas / a pesar del ruido, / de las niñas naciendo al bode de una patria” (Otra); “Y me siento pequeña en el conjunto del aire, / algo así como un monstruo / que aún no ha aprendido a matar” (Aquella). Indudablemente son los elementos vitales propios de la poeta los que marcan el destino de la poesía, pero deben, al menos, trascender lo meramente confesional.
El recurso a la infancia, a lo perdido (“Puedo suceder en mi infancia / cuando peinabas / y todo tenía un perfume nuevo”, Aquella; “Esta quietud tan sola, / este frío aullando en nuestros verdiso, / crecen siendo tan niñas, / morir antes de haber asomado los ojos / a la nevada de las piedras”, Otra) corre parejo a la sensación de desubicación, de colocarse fuera de sitio (“Siempre es grato ser una extranjera dentro de nosotros / abrir el cajón de la música y dejar que las historias / nos toquen / suavemente”, Una; “Soy una isla que no se recuerda, / que jamás un pájaro / vivo/ a besar con la punta / de su libertad”, Aquella); igual que a lo que el lenguaje apenas puede nombrar: “Y yo quiero ser eso / que no se nombra, / el pecado de imaginar / músicas bárbaras entre las manos de Dios” (Otra); “He habitado en tantos lugares son sombra / y mi luz es tan pequeña cuando vosotros / alzáis la voz y me acariciáis la vida” (Otra).
La dualidad entre la palabra y el silencio es otro de los pilares: “Como salida de ninguna parte / mi voz llama a las puertas del silencio / y se tumba mi animal / sobre las cosas” (Una); “La flecha es una palabra / desprovista de carne / que se clava en la nube de un sueño” (Una). La necesidad de articular y hacer coherente los sentimientos, los recuerdos, la identidad que se arrastra para luego avanzar lo que queda pendiente, el porvenir. En un instante constata que “Siempre hay frío en la boca de mi alma” (Aquella) o que “Mis manos como mariposas de cristal huérfano, / sin rumbo establecido / como esa llave oxidada que abre la ropa interior / de una virgen niña, / la llaga de un hombre bueno que ha dejado de respirar / y nos mira desde un horizonte de manos cortadas” (Una). Luego, las voces se vuelcan hacia lo inexorable del paso del tiempo: “He de confesar que, / de noche, / me alumbra la llama de un deseo que ya ha sido” (Una).
“Si me muero romperé los collares de mi sangre,
echaré a volar toda mi blancura.
Y me quedaré sola,
al pie de la ventana.
Viendo los barcos pasar,
los hijos pasar,
asistiendo al parto de los días sin que yo pueda hacer nada
para evitar la angustia que trepa por mi garganta,
abriendo con mi lengua el sexo del horizonte
para dejar caer la lluvia
de aquel animal cautivo
que un día fui” (Otra)
Las distintas voces remiten a las relaciones, a los afectos y a la naturaleza que exige su curso: “No tengo voz / ni mi sexo conoce la temperatura de otro sexo” (Otra). Quizás por eso encontramos referencias biológicas, de la fauna, de la flora, de los pequeños detalles que dan el alma a lo cotidiano: “igual a esa mujer que reza y amortaja una mosca en silencio / y dobla en dos la mansedumbre del pan / y después sale al patio, / abre sus piernas / y orina un catecismo y una rosa enlutada” (Una); “Estoy hecha de manitas de hielo y siemprevivas, / de pétalos de gasolina / y un amanecer muy rosa / que ha empezado a herir todas sus fotografías” (Una); “Ahora solo hay rosas amordazadas en mi pecho / y la palidez de un pájaro familia que tiembla” (Otra). La naturaleza del sexo llama imperiosa (“Buscaré el amanecer / o la llama de un pubis asombroso”, Aquella) y se convierte en deseo voraz: “Todo eso de ser devorado por las llamas azules del olvido / por la mano velluda del hombre, / por la ansiedad de una carta de amor que no llega a su destino / y dibuja su último aliento sobre la espalda de los charcos” (Una).
Angélica Morales se abre en este poemario en el que se trenzan las voces que se rinden a la belleza: “Conozco las palabras que una tarde / me tatuaron las sirenas / a la orilla del pecho” (Una); al juego del tiempo: “Podríamos ser otros en el instante / jóvenes en el ahora, / muchachas tersas de los huecos que nos excitan o mujeres solas / y a punto de quebrar su alma” (Otras); y a la redención desde el dolor:
“Pero estamos nosotros,
(agua)
está el dolor de nuestras manos, (mañana)
aquella isla dentro del pecho
que al rayar el día,
interrumpe
el latido oscuro de
otras músicas” (Aquella)
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