Este es un artículo que me da miedo porque una cosa es
apuntar a la estupidez de los gobernantes o de las mentalidades que nos
atenazan casi de una manera anónima e inconsciente y otra hablar de algo que
puede herir sensibilidades que tienen rostro y corazón. No quiero hacer daño a
nadie, no es mi intención minusvalorar ni mirar por encima del hombro. Pido
perdón porque estoy seguro que no voy a ser capaz de perfilar los matices ni
clarificar la diana de la desazón que me provoca este tema.
La metáfora más potente que pretende describir la sociedad
actual tiene que ver con un círculo al que se pertenece, en el que se está en
el límite o del que se está excluido. Atrás quedaron las pirámides feudales que
visualmente justificaban la desigualdad entre los gobernantes (pocos y
poderosos) del resto de los mortales. Igualmente se han superado los estratos
que aparentemente evitaban la prohibición de ascenso –y descenso- de posiciones
sociales pero que describían una sociedad organizada entre los más importantes
(arriba) y menos importantes (abajo). Ahora estamos todos dentro de un círculo,
somos sectores (económicos, sociales, profesionales) y el peligro a evitar es
la marginación (literalmente, estar en el margen) y la exclusión.
A esta lógica de evitar la exclusión pertenecen los
movimientos asociacionistas y también los eufemismos del lenguaje políticamente
correcto. Entiéndaseme bien, creo que estos movimientos son esenciales para
conseguir un mundo más humano y más justo. Y tan importante es el decir como el
hacer, aunque esté de moda ridicularizar las excentricidades, por ejemplo, de
los críticos del lenguaje no sexista. Más aún, creo que incluso estos
movimientos, estas asociaciones, estos activistas, estos profesionales deberían
cuidar aún más sus expresiones.
Me refiero, por ejemplo, a las asociaciones de afectados por
diferentes síndromes, trastornos o discapacidades. Éstas han desarrollado una
labor crucial en la normalización de la vida de personas que no hace tanto
estaban cargadas con un estigma. En los años 60 y 70 en los Estados Unidos
principalmente, pero también en la vieja Europa se desarrollaron movimientos en
contra de la estigmatización de las personas con problemas mentales. La
antipsiquiatría, el Dr. Laing, Deleuze, Alguien
voló sobre el nido del cuco… y sobre todo ese genio de la sociología que
fue Erwin Goffman. Destaparon la crueldad con la que la sociedad de los
“normales” trataba a los diferentes. Los etiquetaba y abandonaba en
instituciones para que no fueran visibles a los ojos de los ciudadanos
sentimentales y bienpensantes.
La teoría del etiquetaje, el efecto Pigmalión o el teorema
de Thomas son familiares en el ámbito sociológico. Según éstos la misma
percepción de un problema en algún individuo (delincuencia, por ejemplo)
acababa por incapacitarlo porque la sociedad le negaba cualquier posibilidad de
cambio, lo reducía esencialmente a ese problema y evitaba por inútil cualquier
intento de convivencia en plano de igualdad. Foucault fue un maestro explicando
el proceso. Problemas graves de visión en una persona lo convierten en un
“ciego”. La palabra no es una mera descripción, se convierte en un acto
performativo, le cambia la sustancia, no es una persona con una característica,
sino que es la característica la que define al individuo y le roba cualquier
matiz a su personalidad. Abriríamos un manual médico y ya sabríamos hasta qué
tipo de música o de comida le va a gustar, cuáles serían sus manías y sus
preocupaciones.
Deficiente, luego discapacitado, ahora con capacidades
diferentes… Quizás sea una lucha perdida porque cada nuevo término que pretende
ser un eufemismo (literalmente, nombrar adecuadamente, es decir, describir
adecuadamente lo que traemos entre manos) se convierte en tabú. Sin embargo,
repito, es importante a pesar de todo.
A menudo escucho en programas bienintencionados,
conferencias, charlas o incluso con amigos que estas personas que están
luchando contra la exclusión tienen cualidades extraordinarias. Y no sólo
porque ya es extraordinario enfrentarse a problemas impensables para el que no
los sufre, sino porque poseen cualidades excepcionales en otros muchos campos.
Es que estas personas son más cariñosas; no pueden ver, pero tienen un oído y
una sensibilidad fuera de lo común; sacan malas notas, pero es que tienen una
inteligencia mayor, pero que no se ajusta a lo cuadriculado de la escuela… Da
la impresión de que tener un defecto, en realidad es un don, le otorga
superpoderes en otro campo.
Los profesionales, médicos, asistentes, trabajadores y
educadores sociales deberían ser cuidadosos con esto. No deberían insistir en
lo maravillosa que es una persona que toma con alegría una discapacidad. ¿Por
qué no se puede tener y estar preocupado, deprimido, con el carácter agrio? Se
está obligando con este discurso a luchar no sólo contra la discapacidad y con
el estigma, también a encarar las cosas con un ánimo inquebrantable, con un
espíritu superior, con una sonrisa obligatoria, que dé ejemplo a los demás de
entereza. Creo que es demasiado obligar. Sufrir un grave problema vital no te
evita de todos los demás problemas, ni de tener un carácter complicado o una
personalidad problemática. Ser víctima no te hace mejor persona.
Es curioso porque cada vez que se habla de un genio, de un
talento extraordinario en cualquier capacidad, siempre se recalca un defecto
bien físico, bien de personalidad. Si eres un genio en las matemáticas, eres
esquizofrénico. Si tienes un talento extraordinario para la música, tienes una
personalidad infantiloide. Si tienes una mente privilegiada, eres antisocial…
Como si tener un don tuviera que estar compensado con un defecto. Einstein era
disléxico; Mozart, retrasado; Sheldon Cooper, asperger.
Gran parte de la labor de quienes sufren y quienes acompañan
a estas personas se centra en eliminar la etiqueta discriminatoria. Una labor
tan ardua que consume gran cantidad de esfuerzo humano, económico incluso.
Campañas de sensibilización, peticiones, charlas, concienciación y apoyo mutuo.
Quedan, además labores de efectiva ayuda a solucionar o paliar en su caso los
problemas en sí, que debieran ser el verdadero objetivo: investigación médica,
terapias, tecnologías, retirada de barreras arquitectónicas…
Creo que es un error, humano y comprensible. Parece como si
para demostrar a la sociedad que una persona con síndrome de Down, con
Trastorno de Déficit de Atención, o con parálisis cerebral son valiosas,
tuvieran que apostillar que tienen otras cualidades inexistentes en las
personas llamadas “normales”. No deberíamos pensar en que el valor de una
persona tiene que ver con las cualidades que económicamente sean rentables, ni
que tenemos que demostrar una cualidad para ser dignos.
Ser humano es, y es lo que defiendo, digno en sí mismo y
cualquier discriminación que disminuya el valor de una persona, que margine,
que expulse de la convivencia a quienes no se valen de la misma manera que el
general, tiene que ser erradicada. La igualdad de los seres humanos es el
elemento básico de nuestra supervivencia como especie. La solidaridad y la
ayuda mutua marcan genéticamente nuestros rasgos. Conseguir que la vida sea lo
más cómoda posible para todos tiene que tener, necesariamente, una atención
especial a quienes padecen problemas que, además de impedir un desarrollo
similar a lo que estadísticamente tienen los demás, han soportado durante
demasiado tiempo la etiqueta de un estigma.
Muy interesante punto de vista sobre un tema delicado. Saludos de un antiguo alumno tuyo Javier ;)
ResponderEliminarGracias, Mars Ultor (sé quien eres, pero mantendré el secreto). Y muy amable por postear (no como alguien que yo me sé). Espero ansioso tu nuevo trabajo
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