Los
museos tradicionales albergaban en su interior colecciones lo más amplias
posible de obras de arte singulares. Y eso es bueno. Luego han aparecido otros
espacios o contenedores de arte con una misión algo distinta. No me refiero a
los artilugios interactivos y a las instalaciones, que ya no son tan modernas,
me refiero a los museos de artes y costumbres populares, museos de antropología
y similares. En estos edificios se ordenan, catalogan y etiquetan utensilios,
trajes, disfraces, recuerdos de unas épocas no tan pasadas en el tiempo pero
definitivamente desterradas en la memoria. Podemos contemplar cunas de
principios del siglo XX, juguetes de madera, tejedoras, sellos, azadas, estufas
de picón… todo muy limpio y especificado, tratando un traje de novia de
lagarterana de los años 40 con la misma admiración y dedicación que un Murillo
poco conocido o un Jeff Koons algo pasado, como diciendo, sí, es verdad, no
tenemos nada mejor, pero fijaos qué bien puesto todo.
Esta
mañana he pensado, más bien me ha sugerido mi abnegada compañera de fatigas,
cómo serían los trajes regionales del futuro. Los trajes tradicionales no son
obra de diseñadores famosos, ni están realizados con calidad exquisita, son
corrientes, adquiridos por personas normales para el uso cotidiano. Para las
fiestas, para los carnavales, para una boda, trajes específicos e indumentaria
de diario. ¿Cómo serían los del futuro? ¿Deberíamos empezar a compilarlos ya?
Cada
vez más están de moda los programas recordando la música y las costumbres de
antaño. No ya de los años 50 (Los añosdel Nodo), también de los 80 y 90 (Cachitosde hierro y cromo es mi preferido). Son relativamente baratos, un becario
buceando en el archivo inmenso de TVE (eso siempre lo repiten) y tienen
asegurada la mirada nostálgica de un tiempo pasado que no siempre fue mejor,
pero sí más divertido (pero, por dios, que dejen tranquila la Movida). Como
decía Gil de Biedma, ahora que de casi todo hace ya veinte años. De todas
formas creo que habría que ser más riguroso y no centrarse en el fenómeno de la
moda y tratarlo con el mismo sentido antropológico que las fotografías
mortuorias de principios del siglo XX.
En las
nuevas salas de los museos etnográficos habrá que colocar los nuevos trajes
regionales. Sí, por supuesto, cabrían los trajes de faralaes y las faldas
rocieras, y los pañuelos rojos de los pamploneses (o pamplonicas, que se decía
antiguamente). Más aún, tendríamos que incorporar muchos más. Una pequeña lista
de salas.
La sala
de andar por casa, la antropología de la cotidianeidad incorporaría la bata de guatiné y las zapatillas de felpa, los chándals domingueros, camisetas raídas
usadas “para dormir” y las zapatillas deportivas de mercadillo. Se acompañarían
de artefactos como ceniceros de cinzano
o mandos a distancia, gafas de ver y mesas camillas con estufas. Quizás puedan
añadirse, a modo de espectro social y cultural un tapiz con un ciervo, una foto
de bodas enmarcada y una reproducción del Guernika.
En otra
habitación estarían los atuendos del trabajo. Los monos azules llenos de grasa,
las batas de limpiadora y de médico, las camisetas de tirantas de los
camioneros y quizás algún uniforme de portero, sereno, o guardia civil antiguo.
Mención
especial tendrían las salidas recreativas, a la playa con las chanclas y los meyba, los gorros de baño con margaritas
y los juguetes de playa. Eventos fundamentales serían los dedicados a las
fiestas. Entrarían aquí los trajes de boda de esos que parecen una tarta de
merengue y fotografías de peinados de fiestas patronales. Los trajes para los
entierros
La
cultura material no daría abasto. En el área de escritura, bolis bic transparentes, máquinas de escribir
lettera… Nuevos materiales, como el paso
del vidrio al tetra-brik, los plásticos y el nailon. El
universo de las medias, leotardos y la variedad en higiene femenina con
tampones y compresas. Los soportes para escuchar música, desde el disco de
pizarra a las cintas de casete, los vhs y los cds, los walkmans y los nuevos mp3. La arqueología informática
tendría su lugar en nuestro museo con los primeros spectrum o atari y las
consolas del tenis, los tamagochis y
los primeros ordenadores de sobremesa. Los juguetes de los niños despertarían
también nostalgia entre los adultos de cierta edad, cromos, chapas, bolindres[1],
gameboys, madelmans y nancys, clicks (que ahora se llaman playmobil).
Hay que comenzar pronto, antes que la única forma de hacerse con este material
sea abonando una cantidad indecente en subastas de ebay.
Habría
que habilitar vitrinas para trajes de quinqui,
poligonera y de bacaladero, atuendos y utensilios, navajas, papelinas, piercings, laca y fijador. Carteles
explicativos de qué es un cani para
distinguirlo de un poligonero. Pero
no sólo es cuestión de admirar con curiosidad de explorador decimonónico las
clases más populares. También se expondrían las clases altas y medias altas.
Comprobaríamos si hay diferencias entre un pijo de Madrid y uno de Bilbao. El
atuendo típico sevillano de Semana Santa (a saber, pelo rizado y engominado
hacia atrás, traje de chaqueta azul marino cruzada con botones dorados) y el
hípster barcelonés (aficionado al diseño y la música indie, barba cerrada y de aspecto descuidado, gafas de pasta,
pantalones imposibles y prendas vintage).
Los futboleros
tendrían un espacio amplio para que cupiesen diferentes equipaciones a lo largo
del tiempo y los flamenquitos, que son los herederos mainstream de los antiguos rumberos. No como tribus urbanas
pintorescas, sino como auténticos trajes regionales en uso y disfrute de los
habitantes de este incierto cambio de siglo. El polito estilo chemise-Lacoste es indudable que marcó una época.
Lugar
especial para los diseños de tatuajes, que han pasado del contenido original
religioso al mundo marginal, de cárceles y legionarios, para acabar como adorno
chic de prácticamente todas las
clases sociales. Porque también habría que investigar y documentar las
costumbres y ritos. Explicar sociológicamente una botellona, el subwoofer, la
paella de los domingos y el mechero para derretir una bolita de hachís. Vídeos
explicando los bailes típicos de los tiempos modernos, las rumbitas y la
Macarena. Ritos como el de los conciertos, todos coreando, todos levantando la
mano. Como una verdadera religión. Pero de eso hablaremos otra semana. Hay
mucha sociología por hacer más allá de El
tiempo de las tribus, de Michel Maffesoli.
En un
mundo en el que se (re)inventan tradiciones como procesiones o fiestas
patronales, festividades nacionalistas o días del orgullo, es imprescindible
recuperar la verdadera memoria de los picnics en un 127, o las vacaciones en
Marina D’Or. No podemos permitir que Pilar Primo de Rivera hiciera más por
conservar la identidad de los pueblos de España que el estado democrático
post-constitucional.
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