No sé qué ocurre últimamente que podría estar todo el día
redactando necrológicas de gente a la que admiro. Percy Sladge, Günter Grass,
Eduardo Galeano, Pedro Reyes, Moncho Alpuente, Manoel de Oliveira, Tomas
Tranströmer, Terry Prachett, Ulrich Beck… Unos más que otros han influido en mi
manera de ver el mundo. He disfrutado con su obra, y en ocasiones me han dado
pista para disfrutar aún más, para reflexionar, para interesarme por otras
visiones.
Pedro Reyes fue muy grande, tenía un talento que parecía
tan natural, tan improvisado que enternecía verlo en aquellas interminables
historias que se retorcían y retorcían para llegar a ninguna parte. Günter
Grass no me hizo nunca sonreír, pero su prosa –desconozco su poesía– me acercó
de manera maravillosa a un momento de la historia, pero sobre todo a una manera
de ver al ser humano. Me interesan mucho esos escritores cuyo mundo me resulta
tan ajeno pero que consiguen que traspase esa puerta y me sumerja en las
historias, en los ambientes, en El
Rodaballo y en El Tambor de hojalata.
Pero hoy estoy más triste por Eduardo Galeano. Más allá de
lo que significa como personaje público, como crítico y como persona
comprometida, hay una especie de afecto hacia su palabra. Una palabra que
siempre escucho, aunque esté escrita, aunque sea leída, no puede uno evitar
escuchar su lenta voz de uruguayo recitando con parsimonia un relato, un
análisis, una denuncia.
Conocí, o mejor, fui consciente de Eduardo Galeano hace
muchos años a través de un adelanto que publicó un diario de su libro Patas arriba. La escuela del mundo al revés.
Ya por aquellos entonces estaba interesado en la utopía y caí sobre las dos
páginas de escritura estrecha. Había una clara denuncia de un sistema en el que
los niños viajaban en furgones blindados como los billetes, en la que las
máquinas son las que manejan a los humanos y los supermercados nos compran. Un
mundo en el que ciertos países y ciertas personas dentro de los países
destrozan a los demás.
Utilicé durante años en mis clases aquellas fotocopias, que
cada vez se veían menos. Localicé el libro y lo devoré con asombro. Decir todo
aquello con un verbo sencillo, con una cadencia y una poesía que dejaba
descarnadas las injusticias de un mundo completamente loco. No leí Las venas abiertas de América Latina y Memoria del fuego hasta mucho tiempo
después.
Galeano pertenecía a esa serie de intelectuales hispanoamericanos
que sabían decir en verso las consignas y denunciar las atrocidades de un
sistema colonial y neocolonial. El altermundismo
se hizo bandera y acogió en su seno a un grupo heterogéneo de seguidores,
anarquistas, intelectuales, poetas, pero también porreros, hippies
completamente pijos, amantes del buenrollismo,
superficiales coleccionistas de world
music. Fueron denostados por una derecha autodenominada “liberal” que los
acusaba de victimismo, de escurrir las responsabilidades y culpar siempre al
Amigo Americano.
Es cierto que en gran parte de los males que nos aquejan
tenemos una responsabilidad y es cierto también que Eduardo Galeano no es
descendiente de los indígenas americanos sino de los conquistadores europeos y
que provenía de la clase alta. Pero eso no resta ni un ápice de credibilidad ni
de verdad a lo que Galeano dice cuando todavía seguimos hablando de Arte cuando
está realizado en la Quinta Avenida o en el Soho y artesanía cuando lo hacen
artistas de Nicaragua, cuando esos malísimos gobernantes están patrocinados,
asesorados y sobornados por los vecinos del norte, cuando las multinacionales
–o trasnacionales, como quieren llamarse ahora– siguen imponiendo sus normas y
su juego –no sólo al Cono Sur, ahí está la Unión Europea presionando con el
ITTP.
Pero Galeano me llega en sus relatos, en su Libro de los Abrazos (¡qué me hubiera
gustado encontrar ese título!), en Espejos
o Los hijos de los días donde es
capaz de encontrar la poesía en los lugares cotidianos. Mucho más allá del
realismo mágico, con mucha más sencillez, con el oído puesto a lo que las
personas dicen en su día a día.
Gran parte de las historias
que nos narraba ni siquiera eran de su invención. Tenía un talento increíble
para escuchar, para seleccionar, para asombrarse de las historias que podía
conocer de primera mano, de un niño en el autobús, de los libros de historia,
de las noticias. Los detalles, el ritmo, la manera en que Eduardo Galeano hacía
suyo el relato son un verdadero prodigio. Una poesía imaginativa, cotidiana,
sorprendente y muy familiar al mismo tiempo. Una cadencia inseparable a su
acento uruguayo.
Me da pena de la muerte de
Galeano, pero más pena tengo por no escuchar palabras nuevas que salgan de su
pluma. Encuentro en internet una frase suya de una entrevista en el Canal
Encuentro de Argentina en el 2012:
"Sólo
los tontos creen que el silencio es un vacío. No está vacío nunca. Y a veces la
mejor manera de comunicarse es callando."
Ahora callarás palabras nuevas, admirado Galeano, pero
seguirán resonando tu voz por mucho tiempo en los corazones de mucha gente. Has
dejado un vacío que iremos cubriendo a base de releer tus escritos.
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