Proféticos
fueron, como en tantas ocasiones, los Ilegales cuando certificaron la defunción
de Europa. La pintoresca vieja Europa, como decía aquel libro que muchos
teníamos en los estantes y que describía un mundo lleno de historia, de una
herencia cultural que merecía la pena conservar. Esa Europa que fascinó a Stefan
Zweig ha vuelto a morir tras el nazismo y la reconstrucción. En esta semana dos
hechos me han motivado a escribir sobre un tema que, normalmente, no me
entusiasma. No soy precisamente lo que se dice un europeísta. Y no por una
defensa de la soberanía nacional española, más bien al contrario, porque no me
identifico con ninguna bandera.
Los
bárbaros atentados en Bruselas desde luego conmocionan a cualquiera. Más aún si
tienes recuerdos de aquel aeropuerto, si eres capaz de situarte en el lugar de
los hechos. Y parte de eso hay en nuestra insensibilidad hacia los atentados
que se perpetran fuera de los límites de nuestro mundo civilizado. ¡Cuántos
muertos en Siria, en Pakistán, en Nigeria…! Es ya un tópico reflexionar sobre
la discriminación eurocéntrica, racista incluso, de nuestra pena e indignación.
Los
gobiernos europeos, juntos y por separado, se han visto desbordados por hechos
que no saben cómo afrontar. La ciudadanía, hablando con el corazón en la mano,
multiplica los gestos de apoyo y solidaridad. Me dan pena y me indignan todos
esos machos-alfa que critican esas manifestaciones riéndose con un halo de
superioridad. No, señores machos-alfa, las velas y las flores no van a derrotar
militarmente a ningún terrorista, su misión es hacer sentir acompañados a las
víctimas. Como las visitas en los entierros no van a conseguir revivir al
fallecido, sino consolar a los deudos.
La
respuesta de los dirigentes, en especial Hollande, me da miedo, como ya he
comentado en alguna ocasión. Está hablando de guerra. No es un fenómeno de
terrorismo, sino de un ejército frente a otro. Por eso prefieren la
denominación Estado Islámico, ISIS o DAESH, porque los pueden bombardear de
igual a igual. De esta forma consiguen que parezca lógico que si un yihadista
salta por los aires en el metro de Bruselas se bombardee la población de Siria,
como una cadena lógica sin tacha.
Otra de
las falacias que se están escuchando demasiado a menudo es que los terroristas
odian nuestro estilo de vida, nuestra democracia y nuestra libertad. No es
cierto, los terroristas no luchan contra un modo de vida ni contra unos
valores, luchan contra un enemigo. Así lo reclaman, atacan a los países que
participan en la coalición internacional. La Europa que atacan no les significa
democracia, ni secularización, ni el infiel. Es la Europa de los explotadores,
de los invasores.
Además,
¡qué pronto se nos olvida que la inmensa mayoría de los atentados se perpetran
en países islámicos! ¿Luchan contra la democracia dentro de Pakistán, de
Nigeria, de Siria, de Irán, de Sudán?
La
compasión y la extensión de derechos tendría que ser, por tanto, la marca de lo
que debía significar Europa. Una Europa que apresuradamente identificamos con
la Unión Europea, desdeñando lo que Suiza, por ejemplo, ha aportado a la
construcción de nuestra herencia cultural, pasando por alto que hubo un tiempo
no muy lejano en los que ni España, ni Grecia, cuna del concepto de democracia,
estábamos dentro de lo que entonces era el Mercado Común.
El
segundo hecho que marca la muerte de Europa es la actitud hacia los refugiados.
Tenemos la memoria muy cortita en este ingrato continente. Nos hemos pasado los
cinco últimos siglos invadiendo y poblando el resto, expoliando sus riquezas
naturales y, cuando nos ha hecho falta, huyendo de las cruentas guerras del
siglo XX. A Estados Unidos, a México, a Venezuela, a Argentina emigraron los
españoles huyendo de la Guerra Civil. Otro tanto hicieron muchos alemanes,
franceses o belgas para escapar de los nazis. ¿Pensaron estos países el
perjuicio económico que les iba a pesar? Algunos lo hicieron y cerraron las
puertas a los refugiados. Por eso admiramos a los gobiernos que abrieron los
brazos y las fronteras. Es miserable plantearse el costo económico cuando
estamos hablando de vidas de seres humanos.
Los
refugiados están en su
inmensa mayoría en los países de su entorno, que, obviamente son
musulmanes. Muchos están intentando escapar lo más lejos posible, por eso no se
contentan con llegar a Grecia, quieren Alemania o Suecia. Pero no olvidemos que
el grueso está en Turquía, Jordania, Líbano… La democracia israelí los ha vetado. La autocracia amiga de Arabia
Saudí, también. Intentemos parecernos a ellos.
La
Unión Europea ha decidido contener la marea de refugiados echando mano de la
valla. La misma que nos indigna cuando la sugiere Donald Trump. Les pagamos a
Turquía para que no vengan, en lugar de repartir los refugiados entre los
países miembros. Es una total vergüenza. Y se aprovechan los atentados, como
hace la catolicísima Polonia, para negar la entrada a los refugiados. Para eso
sirve la religión en los estamentos oficiales, para dar la compasión que
niegan.
No se
trata de defender la Unión Europea pase lo que pase. Quizás tuviera algunos
aspectos destacables, pero si la deriva que toma no es la que los ciudadanos
queremos, estamos en nuestro derecho, incluso en nuestro deber, de echar en
cara a las instituciones su actitud. No vamos a ser hooligans de la UE, como lo somos de muchos equipos de fútbol,
partidos o políticos manque pierdan.
Los
terroristas no vienen de Siria, son franceses, son belgas, son europeos. ¿No
habría que pensar mejor cuáles son las causas de esta radicalización? Ah, no.
Eso es buenrollismo. Una de los
insultos, junto con progre, que está
de moda. El buenrollismo no causa
muertos, los que prefieren la utilidad de la violencia, sí. Estos que critican
las políticas de entendimiento y de solución pacífica de conflictos y mediación
son mucho más listos que los demás. Ellos han entendido la vida y saben a
ciencia cierta que no funciona y que eso es lo que provoca los atentados.
Estos
clarividentes que nos miran por encima del hombro parten de la asunción de que
hay, como dicen los americanos, chicos
malos a los que no sirve más que la violencia. Hay chicos malos en las
calles, y países, regímenes y religiones malas, intolerantes, violentas,
terroristas. Es la lógica de ellos frente a nosotros. Ellos son los que son
agresivos como el halcón o el escorpión de la fábula. Es su naturaleza.
Nosotros somos los que nos vemos obligados a hacer uso de la violencia. Por eso
tenemos que estar agradecidos a estos, de nuevo, machos-alfa, que se sacrifican
por nosotros aplicando mano dura.
Por mí,
y en mi nombre, que no lo hagan.
No
estoy diciendo que no haga falta una policía o incluso un ejército. No es eso,
es la estructura mental que lleva a la violencia. Luego nos extrañará el
resurgimiento del racismo y la xenofobia, y no comprenderemos que es una
espiral de violencia, que si beneficia a alguien, desde luego que no es a
nosotros, los ciudadanos de a pie. La violencia engendra violencia y dará la
razón a los violentos que sembraron vientos y recogen tempestades. Ya hemos
empezado tirando bengalas contra una mezquita y golpeando con un puñetazo en
una manifestación de Bruselas.
Si esto
es Europa, razón de más para no pertenecer. Si ya prefería que se quitaran
todas las banderas, la de la Unión Europea ha ganado, con mucho, el dudoso
honor de ofrecer vergüenza.
PS. Vaya
también en homenaje a Alejandro Espina, bajista de los Ilegales, fallecido recientemente.
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