lunes, 4 de diciembre de 2017

Las prisas



El triunfo mediático de Umberto Eco se produjo quizás antes de su salto a la novela con El nombre de la Rosa. Conceptos como el de obra abierta, o la dicotomía entre apocalípticos e integrados consiguieron un plus de repercusión más allá del ámbito académico. No hacía falta haber leído los libros, ni siquiera una revisión básica, el propio término ya hablaba por sí mismo. El propio Eco tuvo que matizar y protestar contra el uso abusivo del concepto de obra abierta y los límites de la interpretación. Se convirtió en una especie de muletilla cool para demostrar que se estaba al día de las teorías modernas y así pontificar sobre lo divino y lo humano. Quizás parte de su éxito se basaba en lo inmediato e intuitivo de los vocablos. Los apocalípticos se asimilaron a los viejos cascarrabias, los old grumpies, que protestan ante cualquier cosa que huela a modernidad, mientras que los integrados eran aquellos que se apuntaban a la ola, ya fuera la primera, la segunda o la tercera.

            Y con Alvin Toffler o Francis Fuyukama sucedió otro tanto. Era el signo de los tiempos. El fenómeno de trasvase de términos más o menos específicos, de jerga de científicos sociales al lenguaje cotidiano está abocado al abuso. Los niños ya son nativos digitales, nos dicen, mientras que los que gozamos ya de alguna edad nos vemos varados en una patera como inmigrantes en el mundo de la informática y las redes sociales. Ese es un ejemplo de debate, pero hay muchos otros perfiles en la incertidumbre sobre las nuevas tecnologías, en especial, las referidas a la comunicación.

            Hay, sin duda, un componente de antimaquinismo, de tecnofobia que se suma a la nostalgia de un tiempo más humano, donde los escritos se hacían a mano, se pasaban a máquina y los tomates sabían a tomates. Temperamentos reacios al cambio enarbolan la bandera de la autenticidad reivindicando melancólicamente otros tiempos más rústicos, y, por lo tanto, más esenciales. Estos serían los apocalípticos de Eco. Qué duda cabe que la reivindicación de las lenguas clásicas tiene un sesgo de distinción, de formación demodé que regala el glamour de lo inalcanzable para las masas. Haciendo limpieza de las manchas de humedad del pasado, multitud de intelectuales se vanaglorian de maestros que les hacían leer en voz alta o aprenderse de memoria las tablas de multiplicar, poemas de Campoamor, afluentes del Duero o la lista de los reyes godos. Eso era cultura. Ahora, todo inmediatez y futilidad.

            De un modo semejante, en el otro extremo, tenemos los adalides de la modernidad, que corren desesperados ante la mínima novedad tecnológica, dispuestos a sacrificar su presupuesto y tiempo en cachivaches y aplicaciones que pronto quedarán obsoletos. El tiempo empleado en aprender todas las posibilidades del nuevo programa puede ser incluso mayor que el que se supone que va a ahorrar, y la sensación de puerilidad es permanente. Siempre aprendiendo, siempre becarios, proclama orgulloso Steve Wozniac en un anuncio de telefonía. Intelectuales que saltan alborozados con cada nuevo concepto, con la íntima satisfacción de pronunciarlo bien en inglés, sabedores de que surfean la ola de la modernidad, vestidos según los cánones, aspirantes a influencers, hábiles gestores de emociones y startups. Los que nos dedicamos a la enseñanza sufrimos a menudo las devastadoras consecuencias de la fiebre de la nomenclatura y de la exigencia de innovación continua que hace de nuestros alumnos unos eternos conejillos de indias.

            Tanto los apocalípticos que profetizan el fin de las cualidades humanas –sensoriales, intelectuales, afectivas–, como los tecnoadictos coinciden en dotar a las tecnologías de un poder transformador total. Unos auguran el mal supremo, otros anuncian la buena nueva del segundo advenimiento. Se suceden los artículos de opinión que recogen los hallazgos de algún grupo de investigación que demuestra que los power-points nos hacen más perezosos y menos inteligentes, a la vez que escuchamos en televisión las bondades de las nuevas tecnologías aplicadas a edades muy tempranas para la estimulación precoz de todo tipo de habilidades. Habría, desde luego, que tener la precaución de leer detenidamente los artículos originales porque bien sabemos que la prensa tiende a magnificar las emociones, como en la casa de Gran Hermano. Ante tantas y tan diferentes opiniones uno no sabe muy bien a qué atenerse, si alarmarse ante la dependencia de las tecnologías o abrazarlas con fe. A fin de cuentas, ya nadie, o casi nadie, sabe encender un fuego sin cerillas o mechero y nos manejamos bastante bien sin esos aprendizajes que poseían hasta los más torpes hombres del paleolítico.

            En realidad, si miramos atrás, apenas si llevamos con estas tecnologías medio siglo y ya hemos proclamado con McLuhan el fin de la galaxia Gutenberg. Las redes sociales que conocemos nacieron en el siglo XXI y apenas hemos aprendido a usarlas cuando son sustituidas. Ya ni nos acordamos del Messenger o el Myspace, y todavía están en fase de asimilación las que usamos. Ni siquiera están claras las normas de cortesía. Sin embargo, de un lado y de otro, surgen voces que atisban las consecuencias –desastrosas o salvíficas– para la especie humana. ¿No es un poco prematuro sacar conclusiones de ámbito antropológico?

            Philippe Áries describió los lentos cambios de la actitud ante la muerte en occidente, y aunque sus tesis puedan ser matizadas, lo que se pone de relieve es que el ser humano necesita un tiempo largo para ir interiorizando estos cambios. La lectura fue, en principio, un mecanismo oral y sólo mucho más tarde se hizo en voz baja y quizás sólo sea tras la generalización de la escuela cuando aparecen los trastornos psicológicos relacionados con la lectoescritura. Hay antropólogos que aseguran que la dieta humana no se corresponde con el funcionamiento básico del cuerpo, que todavía no nos hemos acostumbrados a comer alimentos cocinados, o a tomar leche siendo adultos. ¿Cómo vamos a ser víctimas de un cambio tan revolucionario que transforma las costumbres por temporadas, como la moda? Si hace cinco años el Facebook estaba mustio ante la pujanza del Twitter, ahora vuelve a utilizarse, aunque sea abandonado por los jóvenes, que están más cómodos con el Instagram. Demasiada investigación sociológica sobre estas cuestiones queda atrasada en poco tiempo, la obsolescencia de los aparatos arrastra consigo a las supuestas prácticas sociales de su uso.

            Quizás estén aquí para quedarse, pero creo que es demasiado prematuro sacar conclusiones definitivas, positivas o negativas. No sé si es angustia o alivio. Las prisas son malas

1 comentario:

  1. Me encanta lo que has escrito ,lo que llevo diciendo un tiempo en cuanto a las nuevas tecnologías...vivimos con ellas y hay que adaptarse, pero no sabemos usarlas
    Antes de que podamos aprender un nuevo programa aparece otro.
    Darte las gracias como siempre por expresar en pocas palabras lo que nos pasa muchos. Como siempre genial

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