De vez en cuando merece la pena volver la vista atrás y
recrearse con uno de esos libros que pasan injustamente desapercibidos y que
son capaces de devolver unas gotitas de calidez a una tarde de invierno. Esta
colección de haikus de Beatriz Villacañas, además, es mucho más que eso. Una
excelente colección de pequeñas joyas de 5, 7 y 5 sílabas. Esta poeta,
ensayista y crítica atesora un interesantísimo conjunto de poemarios, en los
que suele tomar un punto de referencia y reflexionar a su alrededor como El
Ángel y la Física (Huerga y Fierro, Madrid, 2005), La Gravedad y la
Manzana (Devenir, Madrid, 2011) o Cartas a Angélica (Vitruvio, 2016,
dedicado a la memoria de Angélica González García, que fue alumna de la autora,
víctima del atentado del 11 de marzo). Es una poesía lírica y a la vez
reflexiva, con un marcado carácter filosófico y contemplativo. Su erudición y
formación intelectual están fuera de toda duda, teniendo en cuenta sus
conocimientos críticos y académicos. También es destacable la huella paterna,
del gran poeta Juan Antonio Villacañas al que ha dedicado estudios y poemas.
El haiku se
presenta como un instrumento muy adecuado a la sensibilidad de la autora, que,
huyendo del despliegue argumentativo en el poema, se complace en hacer de sus
palabras mensajes lúcidos y concisos para mostrar su visión global a través del
poemario en su conjunto. No se encorseta Beatriz Villacañas en la ortodoxia del
haiku tradicional, de hecho, sólo uno de los poemas hace referencia directa al
mundo japonés –aunque la sensibilidad oriental y la manera de contemplar la
naturaleza impregnen gran parte de los haikus–. Añade, sin embargo, la rima
asonante en bastantes de ellos, lo que le emparenta, quizás inconscientemente,
con las estrofas tradicionales y con el cante flamenco, con el que conecta, sin
duda, por la hondura que transmite a través de la contemplación de lo
cotidiano: “Este dolor / vendrá a hacer la canción / después del llanto”. No
está ausente, por supuesto, el universo natural propio de los haikus más
ortodoxo: la luna, el vuelo de las aves, las flores, el viento, rocas, estatuas,
Poseen un marcado acento de filosofía oriental, del zen: “Flor del cerezo, /
O-sen se pinta el labio: / nace la fruta”; “Otoño y brisa, / cae la hoja al
suelo / brota el enigma”. Al trabajar con conceptos, nos habla con carácter
casi de aforismo (“En lo tangible / se adivina el perfume / de lo invisible”,
“Verdad a un tiempo / la cosa que se toca/ su secreto”), incluso de greguería
(En cada charco / el cielo se hace niño / como jugando). En ellos, más que el
asombro del instante, lo que se encuentra es la reflexión serena y la
conciencia del paso del tiempo. “Lento es el tiempo / en la piedra que habla /
desde el silencio”; “Calla la estatua / avalancha de historia / tras su
mirada”. Algunos asombros son terrenales, poniendo a prueba la capacidad de advertir
el milagro cotidiano, otro, en cambio, son más trascendentes: “Hay un milagro /
que nos mira a los ojos / desde muy alto”.
Ofrece un
variado abanico de influencias, de recuerdos, entre los que destacan los tonos
machadianos: “Cada mañana / trae un distinto afán / misma pregunta”; “Arde la
siesta / el canto de cigarras / pende la mecha”, “En soledad / el alma palpa a
ciegas / la claridad”. También ecos de Jorge Manrique: “Como callando / la
muerte nos acompaña / por donde ando” y de Miguel Hernández: “Palabra y ave /
viajan en el viento, / comparten alas”, “Ramo de estrellas / florece la palabra
/ llega el poema”. Y, por supuesto, de Juan Ramón Jiménez: “Aquí la rosa: / un
misterio visible / en cada hoja”.
La
intensidad emocional no tiene por qué recurrir a elementos trágicos, al dolor o
a la trascendencia, una de las aportaciones de la poesía de Beatriz Villacañas
es admirar el reposo: “Brisa de estrellas / perfuma la palabra / la tarde
entera”. Son poemas como pequeñas gemas para digerir poco a poco y saborear
como los bombones.
Otra posible
lectura es considerar el volumen como un todo. Las restricciones métricas hacen
difícil plantear poemas donde se reflexione pausadamente sobre un asunto, así
que Beatriz Villacañas consigue esa misma profundidad a través de la
acumulación impresionista de pensamientos, expresados con tan pocas sílabas,
que no telegráficamente. Maimónides tituló su obra filosófica, manual para
perplejos porque el asombro es el primer paso. La autora hace aquí una meta
reflexión sobre el pensamiento, la vida, el paso del tiempo, el amor. La magia
de los haikus está en que, a menudo parecen más de la que son, al ser tan
concisos dejan entrever más de lo que dicen, quedan misteriosos, sugiriendo que
hay algo más tras las sílabas y no lo hay. No es el caso de estos Testigos del asombro, Beatriz Villacañas
sí que nos acompaña en un hondo calado filosófico: “El mundo entero / la
soledad de un hombre / frente al espejo”. En el centro de su reflexión está el
misterio de la vida y la incapacidad del hombre para enfrentarlo: “Qué gran
misterio / este cuerpo que siente / y es tan pequeño”. Alcanza el sentimiento
religioso (“Lluvia de Dios / quita la sed del alma, / al fin sosiego”) que
otorga al misterio un carácter positivo, salvando la angustia existencial:
“Llega el invierno, / monasterio en la cima / fulgor adentro”; “Callo y espero:
/ llega la epifanía /junto al silencio”.
“Con alegría
se eterniza el instante
de cada día.”
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