Después de Premio Nimiedades (2021) llega con el premio Adonáis, 2023, Los atormentados. También este mismo año ha publicado María Paz Otero A la tarde (2024). El que nos ocupa es un libro singular que trata de poner en versos el sufrimiento encontrado en su experiencia como psiquiatra residente. Es una forma, como dice el título de su primera parte, de Hablar de lo extraño: “No hay comprensión posible para los Atormentados, / o quizás ellos se entienden unos a otros / y sea el lenguaje suyo aquel que guarda la clave /…/ Me aproximo a ellos con cuidado /…/ Aman, olvidan, sufren Hablan poco, pero creo que comprenden / más que el resto. Escuchan más o acaso lo correcto, entienden / la importancia del silencio” (Los Atormentados). El estilo, como en Nimiedades, está muy cerca de lo coloquial y de lo íntimo, de lo preciso a veces y de lo narrativo en otras. Es extraordinariamente musical en verso blanco y libre. Prima, sobre todo, la contención emocional y el respeto a quienes son los Atormentados.
Lo cierto es que los poemas se valen por sí mismos, no es imprescindible conocer la enfermedad de Capgras para que el poema funcione y emocione: “Los extrañeza: una grieta imperceptible, un sendero, / y al final sus ojos azules, agotados, / cálidos como vida y profundos”. En el fondo son emociones que nos dejan perplejos a todos: “Es su sufrimiento el que me cansa. Su sufrimiento / es como un peso en los tobillos, me retiene” (Una bestia solitaria). Por otra parte, María Paz Otero se cuestiona en varias ocasiones tanto como profesional como la postura de la escritora que refleja, si es útil, si les hace un homenaje. En la sombra admite: “Se alimenta. No esperan mi poema / ni el de nadie”. Como psiquiatra se considera a sí misma una Ingenua creyente en la medida que: “Por eso, mientras que exista / una mínima posibilidad de que me oigan, / mientras sea joven / y con fuerza luche en inefable batalla, / esperaré por ellos en la orilla, lanzaré mi caña, / me quedaré ciega de buscar, con estos ojos nuevos, / la cura que quizás exista solo si la invento”.
Voces del silencio trata servir de transmisión del sufrimiento que ni los propios enfermos son capaces de articular en palabras, y que ni los médicos ni la sociedad interpretamos con seguridad. Son, como en la canción, voces que se expresan en silencio (“Aprendí su gesto de memoria / pues con él trataba de decirme / lo que no encontraba yo, tan torpe, en su silencio”, Eco) o a gritos (“Su grito / por la culpa, dice, y la vergüenza, / está prohibido”, K’encha). Ni las palabras vocalizadas son inequívocas, hay que intuir, sospechar qué se encuentra tras los sonidos: “Hay un espacio detrás de la palabra, / como una cáscara de huevo vaciada” (Bloqueo de pensamiento); “Todo lo incendia su voz” (El incendio). La poeta-psiquiatra debe admitir su dificultad: “y no es lo mismo el silencio que la ausencia / ni su dolor es esto que yo escribo” (Todo lo observa Dios).
Sin embargo, la esperanza que debe sustentar el trabajo de curación está en encontrar esas Ventanas de las que habla la tercera parte, las grietas a través de las que hay que mirar lo real: “y a través del telón gaseoso que se cierra / veo sus ojos tristes / asediados por dragones” (La violinista). Admitir, con el sufrimiento, la incapacidad para retornar y retomar el pasado: “Desaparecido el hijo / no hubo nunca más días de verano. / No hubo helados a la tarde, ni paseo en barca /…/ y ahí fuera el mismo invierno de siempre, / siempre la misma nieve virgen sin pisadas” (Nieve virgen). Apenas si podríamos aspirar a un consuelo (“Otro tuyo y el alivio, / que en un ser cálido y diminuto y efímero, / como una solamente que se sienta junto a ella”, La barra) o abandonarse a la rutina (“un día que, apilado sobre otros, / se diluye ante mí y a nadie importa”, Un paseo). Se pregunta con angustia la poeta no solo por los Atormentados que están ingresados, también por las familias que tienen que hacerse cargo, incluso por quienes trabajan con ellos: “Qué palabras calmarían la agonía” (La cuidadora).
Vidas de algún otro es, por fin, el último capítulo de los cuatro de este intenso poemario. Funciona como una especie de conclusión donde se dan la mano las concepciones más románticas de la enfermedad mental (“La locura es elegante, cuando la luz la atraviesa, como al mar, tan oscuro el fondo, tan temido”, Una colchoneta en medio del océano) con aquellas que privilegian el sufrimiento; “Condenado está su cuerpo a la tristeza /…/ una imagen fija en la habitación oscura, / en la que se ven dos cuerpos, / uno siempre tumbado, el otro de rodillas, / y entre ambos el pasar del tiempo y la impotencia” (El dormitorio); “me mostró lagunas tan profundas / que ni al negro de la noche se parecen” (De su rostro).
María Paz Otero confiesa que “Resulta más fácil escribir de amor / que hablar en un poema de los Atormentados” (La psiquiatra). Y en ese mismo largo poema reconoce sus limitaciones con una intensidad lírica y dramática extraordinarias: “es posible entrar, si ellos lo quieren, / en el agrietado búnker de su alma /… El alma de los Atormentados no es oscura, ni siquiera opaca, / es más bien gelatinosa, casi transparente, /…/ cómo es posible que amen de tal forma. /…/ Qué tormentas libres, qué mágica visión del mundo y de sí mismos / guardan a conciencia en sus dobleces. / Qué protege. Qué ignorante yo, enjuto psiquiatra de ojos tristes, / pues apenas sé de los Atormentados”.
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