Acierta en el prólogo Ángel Alonso al calificar esta última entrega de Isabel Marina de ‘poesía celebratoria, a la par que intimista, sin por ello abandonar un esencialismo reflexivo sustentado en el símbolo” (p. 7). Y así es, como podemos comprobar en la primera parte del poemario, La última matrioska, donde predomina la primera persona: Mi forma de salvarme (“Solo conozco / una forma de salvarme, / de entrar en mí: / encarar la realidad y las pérdidas, / desterrar la mentira, / no disfrazar nunca la verdad/…/ Escribir el poema”); Sigo aquí (“Soy la niña / que hace cuarenta años”); Mi cuerpo (“Mi cuerpo, / esa nave abandonada, / esta estrella extraña y sola”). Además de la referencia a la escritura como una manera de sanar, de identidad (“Escribo para adivinarme, / para que los espejos, al fin, / me devuelvan mi imagen”, Escribo) y de salvación (“Escribir / la nada que me puebla, / construir mi historia, / colonizarme a mí misma”; Colonizarme a mí misma), hay una expresa voluntad de autocuidado: “Me daré la mano. / Y no volveré a dudar” (Recluida en mí); “Me pintaré los labios / con el rojo más fuerte /…/ serás mi escudo y mi bandera /…/ Disfrazada, haré fuerte / a la impiedad del mundo” (Me pintaré los labios).
En segundo lugar, tenemos la patria de la infancia, de la familia: “Ellos son mi enigma, / la clave que me descifra. / Son mis padres” (Mi enigma). Evoca Isabel Marina con ternura y lucidez esos momentos: “De mi adolescencia, / solo cenizas mezcladas con arena” (De la adolescencia). Conecta con Pizarnik cuando mira hacia el futuro desde esa identidad forjada: “Para cuando caiga / la lluvia de cenizas sobre mi cuerpo, / sepa yo aceptar mi destino / con dignidad, / con mesura, sin lamentar” (Aprendizaje).
En este Donde siempre es de día encontramos arte, música, pintura, literatura… sirve de inspiración, de refugio. Obedece esta fascinación a la búsqueda de la belleza. Como el poema en prosa. Una tarde en La Alberca “La melancolía es una canción que nos apresa desde muy jóvenes”.
La segunda sección, Como pateras vacías, está más orientada hacia lo humano en el sentido casi género. Isabel Marina adopta una visión podríamos decir existencialista: “Hay corazones / como pateras vacías, / donde todos hacen muerte. Ausencia de Dios” (Como pateras vacías). Habla de “Desnacer”, de que “Nos apropiamos de un disfraz / que hemos de dejar en la orilla” (Nos apropiamos). Esa sensación filosófica de estar arrojados al mundo deviene en personal (“Nadie podrá ocuparse entonces / del pañuelo de mi madre que he conservado tras su muerte”, El pañuelo de mi madre), pero también es general, “Todo parece descolocado, / una continua lava / escapando por la grieta” (Lava). Son elementos de decepción y sinsentido: “Qué fácil es engañarse” (Qué fácil) o “Todo es expresión de locura, / de la ceguera constante, / del desconocimiento, / por exceso de luz / o de oscuridad” (Tierra del Norte). Incluso lo más cercano: “La familia hoy es solo / una fotografía amarillenta /.l../ Todo nos engaña” (Todo nos engaña). Clama la poeta porque “No esperes piedad de la vida, / que va a seguir transcurriendo / a tus espaldas” (Non speri pietà).
Pero, como anunciaba en la primera parte, es la cualidad de poeta la que ofrece una salvación, aunque “La caligrafía no llega a expresar / más que un lenguaje íntimo, / anterior al nuestro, indescifrable” (En el fondo). Casi en forma de aforismo, sentencia, “Los poemas, / una forma de aplacar la sed” (Aplacar la sed); “Escribir un poema / es manejar esos restos, / permitir que un poco de agua de lluvia / nos moje los zapatos, / caliente nuestro aliento” (Cuevas prehistóricas). En conclusión, “A medida que la escribo / va dejando de doler” (Hijos de plata).
Un mundo ordenado ya se incluiría en lo social, en la preocupación sobre los problemas del mundo, que puede hacerse a partir de lo más concreto, como A una figura de Lladró (“Entra las manos van quedando / tan solo restos de cenizas, / y resulta del todo imposible / no tener de qué arrepentirse”). Puede también expresarse en la unión institucionalizada, como en Los amantes (“El rito con el que algunos amantes / quieren confirmar su unión / resulta al final ser solo humo. / Un humo denso y asfixiante / que no se va al abrir la ventana”). En los versos de Isabel Marina queda “La ciudad / como una gran mordedora” (La Habana, 2019), pero permanece la belleza como salvación: “Los versos de Rosalía / son una fuente de agua / en medio de la desolación” (Rosalía quería ver el mar); “pero arde en la memoria, / como las cosas bellas / que no sirven para nada, / metáforas de mundos extinguidos” (Figura).
Remata, pues, con la vuelta al oficio casi chamánico de la poesía: “Al fin y al cabo, comprendo / que todo puede ser objeto de un poema. // Consuela extraer pequeños milagros / como pozos de agua en medio del desierto” (Todo puede ser objeto de un poema); “Todo alumbra y es signo” (Para que queda constada).
La última sección es mucho más doliente, Donde la muerte no llega. En ella nos habla de lo trascendente, “Tierra de nadie. / He ahí nuestros dominios” (Los pasos de mi perro). Una pregunta eterna sobre la capacidad de comprender y explicar la realidad: “La verdad siempre llega cuando es tarde” (La verdad…); “Tal vez comprenderé mejor el mundo / cuando ya no sean necesarias las palabras” (Eso era el amor). Hallamos bellísimos poemas como Describiremos.
La trascendencia, según vamos comprendiendo, comprende lo incognoscible y la fe (“Sobre lo que no existe / basamos nuestra vida”, A la sed infinita), pero sobre todo comprende el amor: “Acuérdate, corazón, / de que hubo quien te quiso” (Acuérdate corazón); “Mientras nuestras manos ancianas / se tocan, se abrazan, se salvan / una y otra vez” (El amor anciano); “Volveremos a vernos /…/ donde el hastío no existe / y tu nombre y el mío / no llevan a cuestas este olvido” (Volveremos a vernos). Este amor del que habla Isabel Marina va más allá del furor pasional del adolescente, es el amor real, el que culmina una vida.
La reflexión sobre la muerte es esperanzadora en cierta forma. Si bien leemos que “La muerte victoriosa / derrotará a las sombras” (Un día) o que “Nuestro dolor se convertirá / en menos que volutas de humo / que un duende despreocupado / crea con sus labios” (Volutas de humo), también consuela saber que “Y el corazón que solo se libera / cuando el viento apoya las velas” (Hacia la muerte). Tiene mucha razón Isabel Marina en recordarnos que “Vivimos en una zona intermedia” (La mesa del reencuentro). Y, como Ángel Alonso advertía en el prólogo, es una poesía celebratoria a pesar de las dudas y el desasosiego: “Todo es la suerte / de poder habitar / los restos de esa hoguera, / de haber podido estar” (Poder estar).
Acaba el poemario con una unión entre esos núcleos temáticos, la identidad y la familia, la búsqueda de la belleza y la trascendencia. Con poemas que elogian, repetimos, lo cotidiano: “Siempre habrá un ático / donde escuchar cierta música / bajo una luz indirecta /…/ Todo muere fuera / pero dentro de nosotros renace / florece en la memoria” (Siempre habrá un ático). Conmovedor el cierre de Donde siempre es de día: “Hay un lugar / donde Scriabin y mi madre / nunca morirán” (Donde nunca llega la muerte).
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